CAPÍTULO XXXVI

Sir Adam Kelno fue introducido en el cuarto de consulta, donde Robert Highsmith, Chester Dicks, Richard Smiddy y media docena de ayudantes recorrían con mirada anhelante las fotografías del registro y las copias de las preguntas que Bannister pensaba formular. Sir Adam Kelno fue saludado con frialdad.

—Ha pasado muchísimo tiempo —musitó—. Algo le ocurrió a mi cerebro, allá. Al salir de Jadwiga estuve durante años casi en un estado de amnesia. ¡He olvidado tantas cosas! Sobotnik llevaba el registro. Es posible que haya falsificado anotaciones, para perjudicarme. Yo no miraba siempre lo que me presentaba a la firma.

Sir Adam —dijo secamente Highsmith—. Tendrá que subir al estrado.

—No puedo.

—Es preciso —respondió vivamente Highsmith—. No tiene opción.

Adam Kelno no pudo disimular que se hallaba bajo los efectos de un sedante. Mientras se sentaba en el estrado de los testigos, y Anthony Gilray le advertía que continuaba bajo juramento, él parecía ausente, lejos de allí. En seguida le entregaron —como también al juez y al jurado— fotocopias de determinadas páginas. Bannister pidió al ayudante que entregase el Registro Médico a Adam Kelno. Este clavó la mirada en el libro, todavía sin dar crédito a sus ojos.

—¿Es el volumen que tiene delante el Registro Médico del campo de concentración de Jadwiga, correspondiente a los seis meses últimos de 1943?

—Creo que sí.

—Tendrá que hablar más alto, sir Adam —dijo el juez.

—Sí…, sí…, lo es.

—¿Está de acuerdo mi docto colega en que las fotocopias que obran en su poder y las proporcionadas al tribunal y al jurado son reproducciones exactas de varias páginas del registro?

—De acuerdo —respondió Highsmith.

—A fin de ayudar al jurado, abrámoslo sin ceremonia por una página cualquiera, a fin de cerciorarnos del formato general del registro. Les pido que abran por una página doble: la cincuenta y la cincuenta y uno. Pasando de izquierda a derecha vemos once columnas diferentes. La primera se limita a dejar sentado el número de la operación, y en esta página, concretamente, vemos que iban por los mil ochocientos y pico de casos de cirugía. La segunda columna nos dice la fecha. Bien, ¿a qué se refiere la tercera columna?

—Es el número tatuado en el paciente.

—Sí, y va seguido del nombre del mismo, y luego, de un diagnóstico de la enfermedad. ¿Digo bien en todo?

—Sí.

—Hemos completado ya la primera mitad de la doble página, o sea, lo correspondiente a la página cincuenta, y pasamos a la cincuenta y uno. ¿Qué hay en la columna de la izquierda de dicha página?

—Una breve descripción de la operación.

—¿Y en la breve columna siguiente?

Kelno no respondió. El abogado repitió la pregunta, y sólo obtuvo un murmullo inaudible.

—¿No figura en esa columna el nombre del cirujano, y en la siguiente, el del ayudante?

—Sí, en efecto.

—¿Y la columna siguiente? Hable a Su Señoría y al jurado acerca de la columna siguiente.

—Es…

—¿Qué?

—Es el nombre del anestesista.

—El anestesista —repitió Bannister, en uno de los raros momentos en que alzó la voz—. ¿Quiere echar una mirada, bien a las fotocopias, bien al registro mismo, con referencia a la columna concerniente al anestesista?

Sir Adam volvió las páginas, aturdido; luego levantó la mirada: sus ojos estaban húmedos.

—¿No estuvo presente siempre un anestesista? ¿En todas las ocasiones?

—No estaba completamente entrenado, en muchos casos.

—Pero ¿no declaró usted que en la mayoría de casos no contaba con ningún anestesista, que por ello tenía que encargarse de la anestesia usted mismo, y este era uno de los motivos que le movían a elegir la inyección raquídea?

—Sí, pero…

—¿Acepta usted que el registro manifiesta que en el ciento por ciento de los casos contó usted con un médico experto como ayudante, o actuando como anestesista?

—Eso parece.

—¿De modo que no decía la verdad, cuando declaraba que no estaba presente ningún anestesista experto?

—La memoria debió de serme infiel en ese punto.

«Oh, Dios mío —pensaba Abe—, yo no debiera experimentar placer alguno con todo esto. Ahora Thomas Bannister le somete a una cirugía legal puramente lógica, y yo no debería sentirme contento, ni disfrutar de la venganza».

—Pasemos a la columna que viene luego. Veo la palabra «neurocina». ¿Designa acaso la droga que utilizaban en las inyecciones raquídeas?

—Sí.

—Y la última columna está encabezada «observaciones».

—Sí.

—¿Son de puño y letra de usted los encabezamientos de las páginas cincuenta y cincuenta y uno, y está su firma en la columna señalada «cirujano»?

—En efecto.

—Veamos, estudiando el registro de nuevo, ¿ve usted al doctor Tesslar anotado, bien como cirujano, bien como ayudante del operador?

—Lo ocultaría, probablemente.

—¿Cómo? Usted era su superior. Usted hablaba con Voss y Flensberg, a quienes ha calificado de colaboradores suyos. ¿Cómo pudo esconder Tesslar sus actividades?

—No lo sé. Era muy hábil.

—Yo sugiero que él no practicó cirugía de ninguna clase en Jadwiga.

—Era un rumor —respondió Adam, empezando a sudar.

—Tenga la bondad de volver a la página sesenta y cinco. Aquí la caligrafía parece completamente distinta, salvo por la firma del operador. ¿Querría explicar el hecho?

—A veces un escribiente de los médicos lo llenaba todo, menos la firma del cirujano. Pudo ser Sobotnik, que falsificaba el registro de las operaciones para la organización clandestina comunista.

—¿No estará sugiriendo que no firmó usted la página, o que la firma es una falsificación? Si más tarde le hubiera sorprendido falsificando su firma, usted se habría tomado alguna represalia, como la que se tomó en el caso de Menno Donker.

—Protesto —dijo Highsmith.

—El registro pondrá en claro lo que le hicieron a Menno Donker —replicó Bannister, haciendo alarde por primera vez de una cólera no reprimida—. ¿Qué dice, doctor Kelno?

—Muchos días, al final de la jornada, estaba muy cansado y a veces no leía con cuidado lo que firmaba.

—Comprendo. Hemos fotocopiado veinte páginas dobles del registro, y cada una de esas páginas contiene una lista de unas cuarenta operaciones. Las operaciones señaladas como «extirpation testis», «sin» o «dex», se referían sin duda a la extirpación de un testículo, el izquierdo o el derecho, ¿verdad?

—Sí.

—Veamos, ¿en qué difiere eso de la operación llamada castración?

—Una significa la extirpación de una glándula muerta o irradiada, como declaré antes. La otra significa…, pues significa…

—¿Qué?

—Castración.

—¿Que se extirparon ambos testículos?

—Sí.

—Gracias. Voy a pedir ahora al ayudante que le entregue a usted un documento, la declaración jurada que hizo usted al Home Office durante los procedimientos de extradición seguidos en 1947. La escribió usted en la prisión de Brixton.

Highsmith se puso en pie de un salto.

—Esto es irregular, totalmente irregular. Al aprobar la petición de enmienda de la relación del alegato, por parte del demandado, todos dimos por entendido que el interrogatorio quedaría limitado al Registro Médico.

—Desde el primer momento —replicó Bannister—, el doctor Kelno presentó ya su declaración al Home Office como parte de las piezas probatorias a su favor. Se trata, pues, de un documento aportado por él. Ahora parecen surgir enormes discrepancias entre lo que dijo en 1947, lo que ha declarado después en este juicio y lo que dice el Registro Médico. Si el registro miente, a él le basta con decírnoslo así. Yo creo que el jurado tiene perfecto derecho a saber cuál de sus testimonios es el verdadero.

—Rechazada la protesta, sir Robert. Puede continuar, míster Bannister.

—Gracias. En la página tres de la declaración al Home Office, usted afirma: «Es posible que haya extirpado unos cuantos testículos u ovarios enfermos, pero estaba operando continuamente y, entre millares de casos, uno tiene que encontrar forzosamente alguno con esa parte del cuerpo enferma, tal como enferma cualquiera otra». Esto es lo que usted juró en 1947, para librarse de la extradición a Polonia, ¿verdad?

—Había pasado mucho tiempo.

—Y hace un mes, en esta sala, declaró que quizá hubiera realizado unas docenas de intervenciones y ayudado al doctor Lotaki en otra docena. ¿Es eso lo que dijo aquí?

—Sí, recordé unas cuantas operaciones más, después de mi declaración al Home Office.

—Bien, doctor Kelno, yo sugiero que si suma usted las ovariotomías y las extirpaciones de testículos anotadas en este volumen del registro médico, todo ello le dará un total de doscientas setenta y cinco intervenciones, y verá que actuó de ayudante en otro centenar.

—Estoy muy confuso acerca del número exacto de operaciones. Usted mismo puede ver que hubo cerca de veinte mil. ¿Cómo puedo recordar el número exacto?

—Doctor Kelno —ahora Bannister insistía dulcificando de nuevo el tono de su voz—, usted ha oído la declaración de Tukla, de que había otros tres volúmenes completos del registro quirúrgico antes de que abandonaran Jadwiga. ¿Es cierto?

—Sí, puede ser.

—¿Qué piensa que revelarían aquellos tres volúmenes, si apareciesen? ¿No nos mostrarían el total que usted actuó de operador o de ayudante en cerca de mil de aquellas operaciones especiales?

—A menos que lo vea con mis propios ojos, no diré tal.

—Pero está de acuerdo en que actuó de operador o de ayudante en las trescientas cincuenta que trae este volumen.

—Creo que puede ser cierto.

—¿Y ahora está de acuerdo en que contaba con un anestesista, y en realidad no aplicaba usted mismo la anestesia en la sala de operaciones, como declaró anteriormente?

—Estoy confundido sobre ese punto.

—Yo le pido que consulte la página tres de su declaración al Home Office, y cito sus palabras: «Niego categóricamente haber operado a ningún hombre o mujer sanos». ¿Dijo eso en 1947?

—Creo que era lo que recordaba entonces.

—¿Y declaró lo mismo en esta sala?

—En efecto.

—¿Quiere abrir el Registro Médico en la página setenta, y mirar la columna de la cuarta operación, empezando por el final, realizada en el paciente Oleg Solinka, y hablar de ella al tribunal?

—Dice… gitano; orden judicial.

—¿Qué operación es?

—Castración.

—¿La firma es la suya, como cirujano?

—Sí.

—Ahora tenga la bondad de abrir en la página doscientos dieciséis y mire hacia la mitad de la misma. Vemos a un hombre griego, Popolus. ¿Quiere leer a Su Señoría y al jurado el diagnóstico, la operación practicada y el cirujano?

—Es otro caso de mandato judicial.

—¿Una castración practicada por usted, porque aquel hombre era homosexual?

—Yo…, yo…

—¿Quiere hacer el favor de abrir por la página doscientos dieciocho? Arriba de todo vemos un nombre de mujer, al parecer el de una alemana, una tal Helga Brockman. ¿Qué dice ahí de ella?

Kelno tenía los ojos clavados en la página.

—¿Qué dice? —acució Gilray.

El interrogado bebió un largo sorbo de agua.

—¿Es cierto —preguntó entonces Thomas Bannister— que a esa mujer, una delincuente alemana sentenciada a reclusión en Jadwiga, le extirparon los ovarios por orden judicial porque, sin estar registrada como prostituta, practicaba la prostitución?

—Creo que… pudo ser.

—Ahora tenga la bondad de pasar a la página trescientos diez y…, deje que vea…, el decimosegundo caso, empezando por arriba. Un nombre ruso, Igor Borlatsky.

Adam Kelno se resistió de nuevo.

—Me parece que será mejor que conteste la pregunta —dijo Gilray.

—Se trata de un mandato judicial para que se castrase a un deficiente mental.

—¿Tenían alguna enfermedad esas personas?

—La prostituta acaso tuviera una enfermedad venérea.

—¿Y se le arrancan los ovarios a una mujer como remedio?

—En algunos casos.

—Bien, diga a Su Señoría y al jurado qué clase de enfermedad orgánica es la deficiencia mental, y cómo se cura mediante una castración.

—Eran locuras que cometían los alemanes.

—¿Qué clase de enfermedad es el ser gitano?

—Los alemanes sentenciaban a ciertas personas, por orden judicial, como «inferiores a los alemanes».

—Ahora tenga la bondad de abrir por la página doce; en el final de la página hallamos una castración efectuada en un tal Albert Coldbauer. ¿Qué diagnóstico hay?

—Orden judicial.

—¿Por qué?

—Por contrabando.

—¿Qué clase de enfermedad es el contrabando?

Adam se quedó una vez más sin responder.

—¿No es cierto que el contrabando era un modo de vida, y que hasta usted mismo lo practicó? En Jadwiga lo hacía todo el mundo, ¿no es verdad?

—Sí, lo es —contestó Adam, con voz quebrada.

—Yo sugiero que en este volumen están anotados veinte casos de mandato judicial, quince de varones y cinco de hembras, en los que usted practicó castraciones y ovariotomías dobles, siendo personas sanas. Yo sugiero que usted no dijo la verdad ahí, en ese estrado de los testigos, cuando declaró que no había operado nunca por orden judicial. Y usted no operó, doctor Kelno, para salvarles la vida, ni porque tuvieran órganos enfermos, como justificaba antes, sino que lo hacía porque los alemanes se lo ordenaban.

—Sencillamente, antes no recordé los casos de mandato judicial. Tenía demasiados pacientes que operar.

—Yo sugiero que no se habría acordado nunca si no hubiera aparecido este registro. Veamos, doctor Kelno, aparte de las extirpaciones de testículos y las ovariotomías, ¿en qué otro tipo de operaciones preferiría emplear una raquídea?

Adam cerró los ojos un momento e inspiró con dificultad. Ahora era como si lo oyese todo en una cámara de eco.

—¿Y bien? —dijo Bannister.

—En apendictomías, hernias, laparotomías, casi todo lo de la parte inferior del vientre y para abajo.

—Usted declaró, ¿verdad?, que además de sus preferencias personales por la raquídea disponían de pocos anestésicos, o a veces de ninguno.

—Sufríamos escasez de muchas cosas.

—Yo sugiero que en el mes anterior a la fecha del 10 de noviembre de 1943, y en el mes siguiente, usted llevó a cabo cerca de cien operaciones (noventa y seis exactamente) en la parte inferior del cuerpo. Yo sugiero que en noventa de dichos casos usted personalmente eligió la anestesia general, y que también empleó la anestesia general en docenas de otros casos de cirugía menor, tales como forúnculos, y sugiero que tenían anestésicos generales en abundancia, así como también un anestesista para administrarlos.

—Si el registro lo dice así…

—Sugiero que escogió la inyección raquídea sólo en un cinco por ciento de las operaciones realizadas por usted y anotadas en el registro, y escribió siempre en «observaciones» que había dado una inyección previa de morfina, excepto en el Barracón V.

Adam se puso a volver y revolver las páginas del registro, levantó los ojos y se encogió de hombros.

—Sugiero —continuó atacando Bannister— que usted no le dijo la verdad al jurado cuando declaró que prefería la anestesia raquídea; lo que ocurría es que se inclinaba por ella para los judíos del Barracón V, y a estos no les administraba previamente morfina porque (opino yo) gozaba viéndolos sufrir.

Highsmith se puso en pie, pero volvió a sentarse sin decir nada.

—Pues bien —continuó Bannister—, pongamos en claro un punto más, antes de ocuparnos de la noche del 10 de noviembre. Tenga la bondad de abrir el registro en su página tres, y verá el nombre de Eli Janos, que fue castrado por contrabando y mercado negro. ¿Se acuerda de una rueda de identificación en el tribunal del magistrado de Bow Street, hace unos dieciocho años?

—Sí.

—Un tal Eli Janos no pudo identificarle a usted allí, a pesar de haber dicho que vio al cirujano sin mascarilla. ¿Quiere leer el nombre del cirujano?

—Doctor Lotaki.

—Y si hubiera sido usted, que hacía también aquel mismo trabajo, le habrían devuelto a Polonia para juzgarle como criminal de guerra. Lo sabe ya, ¿verdad?

Adam anhelaba un descanso, pero Anthony Gilray no lo concedía.

—Tenga la bondad de abrir el registro en la página trescientos dos y leer la fecha a Su Señoría y al jurado.

—Diez de noviembre de 1943.

—Empezando por el número de tatuaje 109 834 y el nombre de Menno Donker, tenga la bondad de leer los números y los nombres de las catorce personas anotadas sucesivamente.

Adam empezó al cabo de un largo silencio y leyó con voz monótona:

—115 490, Herman Paar; 114 360, Jan Perk; 115 789, Hans Hasse; 115 231, Hendrik Bloomgarten; 115 009, Edgar Beets; 115 488, Bernard Holst; 13 214, Daniel Dubrowski; 70 432, Yolan Shoret; 70 433, Sima Halevy; 70.544. Ida Peretz; 70 543, Emma Peretz; 16 804, Helen Blanc-Imber, y 116 805…

—No he oído el último nombre.

—Tina.

—¿Tina Blanc-Imber?

—Sí.

—Le proporcioné antes los nombres y números tatuados de diez de esas personas; diez testigos que han declarado en este juicio. Considerando los cambios en los apellidos, en algunos casos, bien por habérselos puesto hebreos, bien por casamiento, ¿no son las mismas personas?

—Sí —musitó, aun antes de que el ayudante le entregase el papel.

—¿Figura ahí que se le pusiera a ninguno una inyección previa de morfina?

—Acaso se les olvidara anotarla.

—¿Figura o no figura?

—No.

—¿Quién está anotado como cirujano? ¿De quién es la firma en cada una de las catorce operaciones?

—¡Doctor…! —gritó Terry desde la galería.

—Yo sugiero que la firma dice Adam Kelno.

Adam levantó la vista por un breve instante mientras Terry desaparecía de la sala.

—Y en la columna de observaciones, ¿qué hay escrito, con letra de usted, después de los nombres de Tina Blanc-Imber y Bernard Holst?

Adam meneó la cabeza.

—Dice: «Fallecido esta noche», ¿verdad que sí?

Adam se puso en pie.

—¿No ven todos ustedes que se trata de una nueva confabulación contra mí? ¡Cuando murió Tesslar, lanzaron contra mí a Sobotnik! ¡Están decididos a aniquilarme! ¡Me perseguirán eternamente!

Sir Adam —dijo Thomas Bannister, suavemente—, permítaseme recordarle que fue usted quien promovió esta acción judicial.