Se desató una guerra de palabras. ¡Así era la justicia, en realidad!
—Señoría —intervino sir Robert Highsmith—, mi docto colega ha logrado un golpe verdaderamente teatral en un intento de última hora por presentar nuevas pruebas. Pienso protestar decididamente por la presentación de estas pruebas, como algo inadmisible.
—¿Sobre qué fundamentos? —preguntó Su Señoría el juez Gilray.
—En primer lugar, yo no he visto el documento en cuestión, ni he tenido oportunidad de examinarlo.
—Señoría —interpuso entonces Bannister—, el registro ha llegado a nuestras manos a las tres de esta madrugada. Durante la noche hemos reunido un grupo voluntario de cuarenta personas que han repasado sus paginas en busca de datos pertinentes. Tengo aquí, en dos hojas de papel, la información que considero esencial. De buena gana entregaré esas dos hojas, así como fotocopias de las páginas del registro que utilizaremos para el interrogatorio. Las proporcionaré para que mi docto colega pueda estudiarlas.
—¿Entonces, lo que pide en realidad es una enmienda en la relación detallada de su alegato de justificación? —preguntó el juez.
—Exacto, Señoría.
—Me opongo a eso —dijo Highsmith.
Richard Smiddy pasó una nota a su secretaria pidiéndole que fuese a buscar a míster Bullock, su jefe de oficina, para que reuniese un grupo de personas, por si Bannister se imponía. La secretaria salió a escape de la sala del tribunal.
—Según mi experiencia —contestó Su Señoría el juez Gilray—, la defensa puede enmendar la relación del alegato durante un juicio, si se presentan nuevas pruebas.
—Yo no he visto tal solicitud de enmienda —declaró Highsmith.
—Aquí tengo una, redactada en una sola página —respondió Bannister.
El ujier entregó copias al juez y a Chester Dicks, y también a Richard Smiddy. Los dos últimos las leyeron atentamente, mientras sir Robert continuaba el debate.
—Su Señoría y mi docto colega verán que nuestra solicitud está en una sola página y se refiere tan sólo al registro médico —explicó Bannister.
—Bien, ¿qué alega usted a eso?
—En mis años de ejercicio de la abogacía, que abarcan varias décadas, no he visto jamás un caso, ni tenido noticia de él (y menos un caso de duración dilatada, como este juicio), en que el tribunal concediera una enmienda a la relación del alegato, cuya enmienda cambiase totalmente el carácter de la causa.
Chester Dicks le estaba pasando libros de leyes, y Richard Smiddy se los ponía en las manos. Highsmith leyó una media docena de precedentes en los que tales solicitudes habían sido denegadas.
—¿Querría aconsejar al tribunal sobre este asunto, míster Bannister? —preguntó Gilray.
—En verdad, no estoy de acuerdo en eso de que cambiamos el carácter de esta causa.
—Ciertamente que sí —tronó Highsmith, en seguida—. Si hubieran presentado ese documento como prueba al comienzo del juicio, el demandante habría enfocado la causa de modo completamente distinto. Pero ahora llevamos más de un mes de vista de la causa y nos acercamos a sus últimos momentos. La mayoría de los testigos del demandante han regresado a Europa, Asia y América, y no tenemos ocasión de interrogarles. Nuestro testigo principal, después del doctor Kelno, está recluido en Polonia. Hemos preguntado si podíamos llamar de nuevo al doctor Lotaki, y no quieren darle otro visado. Esto es completamente injusto para el demandante.
—¿Qué dice usted a eso, míster Bannister? —preguntó el juez.
—Pienso limitar mis preguntas al registro únicamente, y ninguno de los testigos del demandante podría arrojar luz alguna sobre este punto, de modo que, bien mirado, no los necesitaríamos. En cuanto al doctor Lotaki, estaríamos dispuestos a pagarle el pasaje de retorno a Londres, y no es culpa nuestra si su Gobierno no le deja venir. En realidad, si sir Robert permite que el doctor Kelno ocupe de nuevo el estrado de los testigos, yo puedo completar lo que quiero saber en una hora, y con mucho gusto enteraré de antemano a mi docto amigo de la esencia de las preguntas que pienso dirigir a su cliente.
He ahí el punto clave del ejercicio del abogado. La facultad de meditar y perorar instantáneamente, en el momento menos esperado, puesto en pie, respaldado por una memoria como un archivo y también por unos ayudantes que sepan trabajar aprisa.
—Sir Robert, en el caso de que el registro médico sea admitido como prueba, ¿permitirá usted que se interrogue al doctor Kelno? —preguntó Su Señoría el juez Gilray.
—En este instante no puedo revelar qué táctica emplearé.
—Ya veo. ¿Tiene que añadir algo más, míster Bannister?
—Sí, Señoría. No veo nada inusitado ni único en la introducción de un registro médico como prueba. Dicho registro ha estado en esta sala, en espíritu, desde el comienzo de la causa. Aseguro a Su Señoría que ninguna pieza probatoria ha reclamado con más fuerza que se le prestara atención, en toda la historia legal de Inglaterra. Al fin y al cabo, aquí está la clave del asunto. Aquí están las respuestas que hemos buscado por todos los rincones del mundo, y también dentro de esta sala. ¡Inadmisible! Si intentamos desechar este registro médico en un juzgado británico, proyectaremos una sombra sobre nuestro mismo sistema judicial, puesto que, en todo caso, no quedará desechado definitivamente. Si silenciamos eso, decimos que en verdad no queremos saber lo que pasó en Jadwiga, ni durante la era nazi. Decimos que todo fue una fantasía inventada por alguien. ¿Y no tomaremos en consideración a los valerosos hombres y mujeres que dieron sus vidas para dejar documentos así, gracias a los cuales la posteridad puede saber lo que ocurrió realmente?
—En pura verdad —interrumpió Highsmith—, mi docto colega está pronunciando el discurso final dirigido al jurado. Creo que ya tendrá tiempo de pronunciarlo después.
—Sí, míster Bannister. ¿Qué otras bases tiene para orientar al tribunal?
—Las más sólidas que pueda haber. El testimonio del demandante, doctor Adam Kelno, al ser interrogado directamente por su propio abogado. Voy a citar sus palabras. Sir Robert le preguntó: «¿Se llevaba algún registro de las operaciones y tratamientos que realizaban?» A lo cual el doctor Kelno respondió: «Yo insistí en que se llevaran registros fieles. Consideraba importante que, más tarde, no pudiera haber dudas sobre mi conducta». Un momento después, el doctor Kelno decía desde el estrado de los testigos: «Ojalá quisiera Dios que tuviéramos los registros aquí, ahora, porque demostrarían mi inocencia». Y nuevamente, más tarde, durante el interrogatorio, dijo: «En cada uno de los casos encarecí que la operación fuese anotada en el registro quirúrgico». Su Señoría, no puede haber nada más claro. Si el doctor Kelno hizo estas afirmaciones al prestar testimonio, ¿no nos inclinamos a creer que si hubiese sido él quien encontró el registro lo habría presentado como documento probatorio?
—¿Qué tiene que decir a eso, sir Robert? —preguntó el juez.
—Al fin y al cabo, el doctor Kelno es médico, y no abogado. Como yo no he visto ni estudiado jamás el documento en cuestión, primero lo habría examinado bien, y luego habría aconsejado a mi cliente si debía presentarlo o no.
—Yo sugiero —replicó prestamente Bannister— que mientras pareció que no había la menor probabilidad de que este libro registro fuese presentado aquí, mientras se pensó que todos aquellos volúmenes se habían perdido para siempre, el doctor Kelno dijo que podía utilizarlos como prueba implícita en su favor. Pero ¡ay!, uno de los volúmenes extraviados se ha conservado y ha venido a parar a este tribunal, y ahora el demandante canta otro cantar muy distinto.
—Gracias, caballeros.
Su Señoría el juez Gilray se puso a estudiar la petición de Bannister. Legalmente, estaba en orden. Era el tipo de documento que un juez inglés podía aceptar inmediatamente.
Sin embargo, por alguna razón, seguía con la vista fija en el papel, aunque su mente pensaba en otra cosa. Ante los ojos de su alma pasaba de súbito el inmenso desfile.
Aquel juicio le dejaba impresionado para el resto de su vida. Cuando los veía, unos seres humanos… mutilados… La cuestión fundamental no era la culpabilidad o la inocencia de Kelno. El problema se centraba en lo que había ocurrido a unos seres humanos en manos de un hombre, de uno de sus semejantes. Por un instante pudo cruzar la barrera y comprender aquella extraña fidelidad del judío a lo suyo. Porque aquellos que vivieron libres en Inglaterra, se encontraron aquí y no en Jadwiga, ¡sólo por un puro capricho del destino! Y todo judío, en todas partes, sabía que las víctimas del genocidio pudieron ser él y su familia, de no mediar aquel capricho del destino.
Al juez Gilray le impresionaban singularmente aquellos dos hermosos jóvenes, el hijo y la hija de Cady. Al fin y al cabo, eran mitad ingleses.
Y sin embargo, mientras el tiempo permanecía como en suspenso, Gilray era, de pies a cabeza, un gentil que nunca comprendió a los judíos. Podía mostrarse amistoso y hasta trabajar con ellos, pero no los entendía del todo. Era, de pies a cabeza, el blanco que jamás comprendería a los negros, o el negro que jamás entendería a los blancos. Era el hombre perfectamente normal que podía tolerar y hasta defender a los homosexuales…, pero nunca los entendía del todo.
Todos tenemos dentro esta línea de demarcación que nos impide comprender por entero a los que son diferentes.
Los ojos de Gilray se levantaron del papel para encontrarse ante la mirada expectante de toda la sala.
—La solicitud de los demandados, pidiendo una enmienda de la relación del alegato, es aprobada. Por esta decisión, el Registro Médico del campo de concentración de Jadwiga queda admitido como prueba, y será señalado como el documento letra W de los demandados. Para ser equitativo con el demandante, decreto un descanso de dos horas, a fin de que estudien dicho documento y puedan preparar una defensa adecuada.
Y con esto, salió de la sala.
¡El mazazo había caído! Highsmith continuaba petrificado. El juez había dicho: «Y puedan preparar una defensa adecuada». El doctor Adam Kelno, el acusador, había pasado a ser el acusado, hasta en la mente del tribunal.