El rostro de Adam Kelno tenía una expresión cruel, mientras observaba fijamente a Abraham Cady, desde la mesa del acusador. Las miradas de ambos se encontraron. Adam Kelno sonrió levemente; luego susurró algo a Richard Smiddy y ambos rieron.
—¡Silencio! —dijo el ujier, al entrar el juez.
Su Señoría el juez Gilray se sentó.
—Todos nos sentimos afligidos por la inesperada muerte del doctor Tesslar, pero me temo que no podemos hacer nada para remediarlo. ¿Qué intenciones tiene usted, míster Bannister, en cuanto a presentar la declaración del difunto como prueba?
—No será necesario —respondió Bannister.
Gilray parpadeó, incrédulo. Highsmith, que se prometía un largo y complicado forcejeo, quedó sorprendido.
Shimshon Aroni se deslizó al lado de Abe y le pasó una nota, que decía:
«Soy Aroni. Tenemos a Sobotnik».
—¿Cómo están ahora las cosas, míster Bannister? —preguntó el juez.
—Tengo otro testigo más a quien llamar.
La sonrisa abandonó el rostro de Adam Kelno, cuyo corazón se puso a latir con fuerza.
—Este testigo comparece en circunstancias más bien singulares. Señoría —continuó Bannister—, y quisiera pedir consejo a Usía sobre este caso. El testigo ocupaba un cargo importante en un país comunista, y anoche se fugó con su familia. Llegó a Londres a las dos de la madrugada y pidió asilo político, que le ha sido concedido. Nosotros habíamos buscado al caballero en cuestión durante más de un año, pero no teníamos idea de si continuaba viviendo ni de si se presentaría, hasta que ha aparecido en Londres.
—Su comparecencia en este juicio, ¿es absolutamente voluntaria?
—No tengo idea de qué pudo inducirle a hacer defección, Señoría.
—¿Qué problema se le presenta, pues? Si el testigo se ha presentado voluntario, no es caso de enviarle una citación. Si está aquí contra su voluntad…, sería un asunto feo, porque no sabemos si entra en la jurisdicción de los tribunales británicos, aunque haya pedido asilo.
—No, Señoría. El problema radica en que, cuando un hombre pide asilo político, se le suele tener escondido durante mucho tiempo, hasta que se le ha rehabilitado. No podemos descartar la posibilidad de alguna acción violenta contra ese testigo, y por ello ha venido a la sala del tribunal acompañado de varios miembros de Scotland Yard.
—Comprendo. ¿Llevan armas?
—Sí, Señoría. Tanto el Foreign Office como Scotland Yard opinan que deben estar a mano en todo momento. Tenemos la obligación de protegerle.
—Aflige de veras el pensar que pueda ocurrir en una sala de juzgado británica un acto delictivo. A mí no me gustan los juicios a puerta cerrada. Nosotros administramos justicia en público. ¿Pide usted que a este testigo se le escuche In camera?
—No, Señoría. El hecho de que hayamos expuesto el caso y de que todo el mundo esté enterado de la presencia de agentes de Scotland Yard, debería disuadir a todo el que se propusiera realizar un gesto ilícito.
—No me satisface que haya gente armada en mi tribunal, pero no voy a despojarla. Haré una concesión Por las circunstancias especiales en que nos hallamos. Llame a su testigo, míster Bannister.
—Declarará en checo, Su Señoría.
Adam Kelno hizo un esfuerzo por recordar el nombre de Gustuv Tukla. Un par de detectives abrieron paso entre el grupo de gente que había de pie, en el fondo de la sala. Entre ellos avanzaba un hombre pálido, de aire asustado. Fuera de la sala, otros agentes de Scotland Yard cerraron todas las salidas. Cuando al fin logró recordar, Adam Kelno contuvo una exclamación y garabateó una nota desesperada a Smiddy:
«Impidan que hable».
—Imposible —susurró Smiddy—. Domínese. Y en seguida este pasó una nota a sir Robert en la que decía:
«Kelno está extremadamente atemorizado».
Mientras registraban su comparecencia y se sentaba, a Gustuv Tukla le temblaban visiblemente las manos. Al tomarle juramento el intérprete, el testigo paseó su mirada por toda la sala con desesperación creciente.
—Antes de seguir adelante —dijo Su Señoría el juez Gilray—, advierto que es evidente que este testigo sufre una tensión enorme. No toleraré que le hostiguen. Señor intérprete, tenga la bondad de informar a míster Tukla que está en Inglaterra, en el tribunal de Su Majestad, y que no será víctima de malos tratos. Avísele de que, antes de contestar, se asegure bien de si entiende claramente la pregunta.
Tukla consiguió sonreír levemente y hacer un gesto afirmativo. Dio su última dirección en Brno, dijo que había nacido en Bratislava, donde vivió hasta que estalló la guerra y donde trabajaba como ingeniero.
—¿Qué empleo tenía usted últimamente?
—Soy uno de los directores, y gerente de producción de las factorías Lenin, de Brno, importante empresa de la industria pesada que ocupa a varios millares de obreros.
En un esfuerzo por conseguir que el testigo perdiera el miedo, Gilray habló con él de varios artículos que había leído sobre la Feria de Muestras de Brno, y sobre la reputación de los checos en aquel campo.
—¿No era usted, en el momento de su defección, un dirigente del partido comunista? —empezó Bannister.
—Era presidente de distrito del Comité Industrial, y miembro del Comité Nacional del mismo grupo.
—Un puesto bastante importante, ¿verdad?
—Sí.
—¿Pertenecía al partido comunista cuando estalló la guerra?
—No. Ingresé oficialmente en el partido en 1948, cuando fui a trabajar a Brno como ingeniero.
—¿Ha cambiado usted de nombre, señor?
—Sí.
—¿Quiere explicarnos las circunstancias?
—Hasta la guerra me llamaba Egon Sobotnik. Soy judío por parte de padre. Después de la liberación cambié de nombre porque tenía miedo de que me encontraran.
—¿Por qué razón?
—Por algunas cosas que tuve que hacer, a la fuerza, en el campo de concentración de Jadwiga.
—Cuéntenos ahora, si tiene la bondad, cómo le enviaron a dicho campo.
—Cuando los alemanes ocuparon Bratislava, huí a Budapest y viví con documentos falsos. La policía húngara me detuvo y me devolvió a Bratislava, y luego la Gestapo me envió a Jadwiga, donde me destinaron al complejo médico. Esto era a finales de 1942.
—¿De quién recibía las órdenes?
—Del doctor Adam Kelno.
—¿Está en la sala?
Sobotnik señaló con dedo tembloroso. El juez dijo que el secretario del tribunal no podía transcribir un gesto.
—Es aquel.
—¿Qué clase de trabajo le asignaron?
—De escribiente. Redactar informes, principalmente. Por último llevé los libros de registro de clínica y cirugía.
—¿Se puso en contacto con usted, en algún momento, la organización clandestina? Me refiero a la organización clandestina internacional. ¿Comprende mi pregunta?
—¿Me permite Su Señoría que explique eso a míster Tukla? —solicitó el intérprete.
—Sí, adelante.
Testigo e intérprete conversaron un momento; luego Tukla movió la cabeza y respondió algo. El intérprete dijo:
—Míster Tukla lo entiende. Dice que había una organización clandestina pequeña formada por un grupo de oficiales polacos, y otra mayor que abarcaba a los demás. Durante el verano de 1943 la organización mayor se puso en contacto con él, informándole de que los experimentos médicos en curso causaban muchos temores. Por las noches, él y un judío holandés, Menno Donker, copiaban de los registros quirúrgicos las operaciones realizadas en el Barracón V y entregaban el informe a un enlace.
—¿Qué hacía el enlace?
—No lo sé, pero el propósito era el de pasar la información al exterior.
—Un asunto arriesgado.
—Sí, a Menno Donker le descubrieron.
—¿Sabe acaso qué le pasó?
—Le castraron.
—Comprendo. ¿No le pareció a usted algo raro que los alemanes quisieran llevar registros de aquellas actividades?
—Los alemanes tienen la manía de los registros y los informes. Estoy seguro de que al principio pensaban que ganarían la guerra. Más tarde creyeron que llevando registros y luego falsificaciones, podrían justificar gran número de defunciones.
—¿Cuánto tiempo se encargó usted del registro quirúrgico?
—Lo empecé en 1942 y lo llevé hasta la liberación, en 1945. Constaba de seis volúmenes.
—Retrocedamos en el tiempo, señor. Usted ha dicho que cambió de nombre y, al parecer, de identidad después de la guerra, a causa de algo que le obligaron a realizar en Jadwiga. ¿Quiere contárnoslo?
—Al principio no hacía otro trabajo que el de escribiente. Luego Kelno descubrió que pertenecía a la organización clandestina. Afortunadamente, no supo que pasaba, en secreto, informes de sus operaciones. A mí me aterrorizaba el pensar que me entregaría a las SS. Y me obligó a ayudarle de varias maneras.
—¿Por ejemplo?
—Sujetando pacientes para que estuvieran quietos mientras les ponía la raquídea. En ocasiones me mandaba que las pusiera yo.
—¿Estaba entrenado para ello?
—Una vez se pasó unos minutos enseñándome.
—¿Qué otras cosas se vio forzado a hacer?
—Sujetar, asimismo, a pacientes sometidos a pruebas de esperma.
—¿Quiere decir, cuando les introducían un palo en el recto para provocar la eyaculación?
—Sí.
—¿Y quién lo introducía?
—El doctor Kelno y el doctor Lotaki.
—¿Cuántas veces vio al doctor Kelno en dicha tarea?
—Al menos en cuarenta o cincuenta ocasiones distintas. Y en cada ocasión se hacía eso a varios hombres en número variable.
—¿Sufrían ellos?
Tukla bajó los ojos y repuso:
—Muchísimo.
—Y aquello se hacía con hombres sanos antes de someterlos a los rayos X, y luego operarlos como parte del experimento, ¿verdad?
—Señoría —interpuso Highsmith—. Míster Bannister da las respuestas hechas al testigo para arrancarle conclusiones.
—Lo expresaré de otro modo —dijo Bannister—. ¿Colaboraba el doctor Kelno con los alemanes en los experimentos médicos?
—Sí.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Yo lo veía.
—¿Le vio operar en el Barracón V?
—Sí.
—¿Muchas veces?
—Al menos le vi efectuar de doscientas a trescientas operaciones en el Barracón V.
—¿En judíos?
—De tarde en tarde en otras personas por mandato judicial, pero en un noventa y nueve por ciento de los casos eran judíos.
—¿Vio usted al doctor Kelno practicando la cirugía en su clínica del Barracón XX?
—Sí, en muchas ocasiones.
—¿Y le vio atender a todo en general? Por ejemplo, ocuparse de cosas menudas, tales como forúnculos y cortes…
—Sí.
—¿Observó alguna diferencia significativa entre la conducta del doctor Kelno en el Barracón V, y la que seguía en su clínica regular?
—Sí, era brutal con los judíos. A menudo les pegaba y les maldecía.
—¿Estando en la mesa de operaciones también?
—Sí.
—Veamos, míster Tukla. Voy a referirme a una serie particular de operaciones verificadas a principios de noviembre de 1943. Fueron ocho hombres a quienes extirparon los testículos, y tres pares de gemelas a las que se practicó ovariotomías.
—Lo recuerdo con toda claridad. Fue la noche del 10 de noviembre; la noche que castraron a Menno Donker.
—Tenga la bondad de explicarnos cómo fue.
Tukla bebió un sorbo de agua, que escupió en seguida con labios temblorosos, y su cara perdió el color por completo.
—Me ordenaron que me presentase en el Barracón V. Allí había un pequeño ejército de kapos y SS. A eso de las siete trajeron las catorce víctimas a la antesala, y nos ordenaron que las afeitásemos y les pusiéramos inyecciones raquídeas.
—¿Eso era en la antesala y no en el quirófano?
—Siempre en la antesala. El doctor Kelno no quería perder tiempo cuando estaba en la sala de operaciones.
—¿Les habían dado una inyección previa a los que iban a ser operados?
—No. La doctora Viskova y el doctor Tesslar se quejaron en varias ocasiones, diciendo que era humanitario el ponerles morfina.
—¿Qué contestaba a ello el doctor Kelno?
—Decía: «Nosotros no ponemos morfina a los cerdos». En otras ocasiones se sugirió que sería mejor dejar inconscientes a aquella gente, dormirles como hacía en el Barracón XX. Pero el doctor Kelno replicaba que no podía perder el tiempo.
—De modo que las inyecciones se daban siempre en la antesala, sin morfina y por mano de personas inexpertas, o poco expertas.
—Así era, en efecto.
—¿Sufrían los pacientes?
—Un dolor terrible. Esa es mi culpa… Esa es mi culpa… —dijo, y meció el cuerpo hacia adelante y atrás, mordiéndose los labios para sofocar las lágrimas.
—¿Puede continuar, míster Tukla?
—Tengo que continuar. Llevo esto dentro desde hace más de veinte años. Debo terminarlo para que pueda tener paz. Fui un cobarde. Debí negarme, como se negó Donker.
El testigo sollozó, y exhalando una serie de profundos suspiros pidió excusas e indicó con un gesto que deseaba proseguir.
—Bien, señor, usted estuvo presente en la antesala del Barracón V la noche del día 10 de noviembre, y ayudó en la preparación de aquellas personas. Tenga la bondad de continuar.
—Menno Donker fue el primero. Kelno me dijo que entrase en la sala de operaciones y sujetase a Donker.
—¿Se lavó usted? ¿Hizo su propia asepsia?
—No.
—¿Quién más estaba presente?
—El doctor Lotaki como ayudante. Había un par de enfermeros y dos guardias de las SS. Donker gritaba que estaba sano; luego suplicó a Kelno que le dejara un testículo.
—¿Qué respondió Kelno?
—Le escupió. En ese momento se armó fuera un barullo tal, que Voss me mandó al Barracón V a buscar a Mark Tesslar. Regresé con él para hallarme ante una escena tan espeluznante que no la olvidaré un solo día ni una sola noche. Aquellas muchachas a las que habían arrancado la ropa…; los gritos de dolor a causa de la inyección…; los forcejeos y los golpes, hasta sobre la mesa de operaciones; la sangre… Sólo Mark Tesslar seguía mostrándose sereno y humano.
—¿Y estuvo usted presente en la sala de operaciones?
—Sí, yo hacía entrar y salir a las víctimas.
—¿Quién operaba?
—Adam Kelno.
—¿En todos los casos?
—Sí.
—¿Se lavaba entre una operación y otra?
—No.
—¿Esterilizaba sus instrumentos?
—No.
—¿Era considerado con sus pacientes?
—Era como un matarife trastornado, a quien hubieran dejado suelto, con un hacha en la mano, en un matadero. Aquello fue una carnicería.
—¿Cuánto tiempo duró la escena?
—Kelno trabajaba muy aprisa; una víctima cada diez o quince minutos. A eso de la medianoche me ordenaron que los llevara a todos al Barracón III. Había camillas, y los tendimos en ellas, uno al lado de otro. El suelo de la antesala estaba todo manchado de sangre. Luego los llevamos al barracón. Tesslar me suplicó que fuese a buscar a Kelno…, pero yo escapé horrorizado.
Adam Kelno escribió una nota:
«Voy a abandonar la sala».
«¡Quieto en su silla!», respondió Smiddy en otra nota.
—¿Cuál fue su próximo cometido en aquella situación, míster Tukla?
—A la mañana siguiente me ordenaron que fuese al Barracón V, a llenar certificados de defunción para uno de los nombres y una de las mujeres. Primero yo puse shock como causa de la muerte del hombre, y «hemorragia» para la mujer, pero los alemanes me hicieron modificarlo y poner «tifus» en ambos.
—Veamos, míster Tukla; ¿todo eso ha estado pesando sobre su mente durante largo tiempo?
—He vivido con el miedo constante de ser declarado criminal de guerra.
—¿Sabe qué ha sido de los seis volúmenes del registro quirúrgico?
—Cuando los rusos libertaron el campo hubo una confusión tremenda. Muchos huimos en cuanto se hubieron retirado las SS. No sé qué se hizo de cinco de los seis volúmenes. Yo guardé el sexto.
—Lo tuvo escondido todos estos años, ¿verdad?
—Sí.
—¿Por miedo a ser declarado cómplice?
—Sí.
—¿Qué período de tiempo abarca ese volumen?
—La segunda mitad de 1943.
—Señoría —dijo Bannister—, desearía presentar como prueba, en este momento, el Registro Médico del campo de concentración de Jadwiga.