El piso de Colchester Mews aparecía pobremente iluminado cuando Vanessa abrió la puerta a lady Sarah. Abe levantó la vista, pero sólo divisó a medias a la recién llegada. Todos tenían los ojos inflamados por el llanto.
—Abe, no cargues este peso sobre tus hombros —dijo lady Sarah—. Estaba enfermo desde hacía mucho tiempo.
—No se trata solamente del doctor Tesslar —explicó Vanessa—. La Embajada se ha puesto en contacto, esta tarde, con Ben y Yossi, y les ha ordenado que regresen inmediatamente a Israel y se presenten a sus mandos. Hay movilización general.
—¡Oh, Santo Dios! —exclamó la dama, de pie ante Abe y acariciándole el cabello—. Abe, sé cómo estás ahora, pero hay decisiones que es forzoso tomar. Todos están reunidos en mi piso.
Él movió la cabeza, indicando que lo comprendía; se levantó y se puso la chaqueta.
Todos estaban allí, en el piso de lady Sarah, compartiendo el dolor común. Allí estaban Thomas Bannister, Brendon O’Conner, Jacob Alexander, Lorraine, David Shawcross, Josephson, Sheila Lamb, Geoffrey y Pam Dodd. También se hallaban Oliver Lighthall y otros cuatro: Pieter van Damm (Menno Donker) y su familia.
Abe abrazó a Van Damm. Permanecieron abrazados unos momentos, dándose recíprocas palmaditas a guisa de consuelo.
—Vine a París en avión, tan pronto como supe la noticia —dijo Pieter—. Mañana debo ocupar el estrado.
Abe se situó en el centro de la habitación y los miró a todos.
—Desde que me hallé metido en esta causa —dijo roncamente—, he tenido que llevar la voz cantante en un carnaval de horrores. He abierto viejas heridas, resucitado pesadillas y jugado con la vida de otras personas a las que debí dejar en paz. Yo me decía que continuarían el anonimato. Pero aquí tenemos a un hombre que es una figura internacional, y es imposible que el mundo no se entere. Miren ustedes, cuando perdí la luz de este ojo sucedió una cosa extraña. Por los bares topaba con extraños que intentaban pelearse conmigo. Cuando la gente sabe que estás mutilado, sus instintos sanguinarios suben a la superficie; uno es como un animal herido en el desierto, y sólo será cuestión de tiempo que los chacales y los buitres le devoren.
—Permítame interrumpirle —dijo Bannister—. En verdad, todos sabemos los problemas que se le presentarán al señor Van Damm en su vida privada. Por fortuna la ley inglesa toma en consideración situaciones así. Tenemos un procedimiento llamado In camera, que es el testimonio secreto prestado bajo circunstancias poco corrientes. Pediremos que despejen la sala.
—¿Quiénes quedarán?
—El juez, el jurado, los ayudantes de Su Señoría y los representantes legales de ambas partes.
—¿Y piensa usted de veras que la cosa podrá quedar en secreto? Yo no. Pieter, ya sabe usted qué crueles serán las bromas de que le harán objeto. ¿Cree sinceramente que volverá a ser capaz de tocar delante de un público de tres mil personas, todas con la mirada entre sus piernas? Bien, hay una cosa de la que no quiero ser culpable, y es la de privar al mundo de la música de Pieter van Damm.
—Lo que le pasa, Cady —dijo Alexander—, es que la idea del martirio le encanta. Yo pienso que le deleita el convertirse en una nueva figura de Cristo, y quiere inmortalizarse haciendo que le linchen.
—Usted está muy cansado —respondió Abe—, ha trabajado con exceso.
—Señores —advirtió Bannister—, sencillamente, no podemos permitirnos el lujo de pelearnos entre nosotros.
—Eso es —asintió Shawcross.
—Míster Cady —dijo Bannister—, usted se ha ganado el aprecio y la admiración unánimes de todos nosotros. Es un hombre razonable, lógico, y será preciso hacer que se dé cuenta de las consecuencias de no permitir que míster Van Damm declare en el juicio. Piense por un momento si Adam Kelno ganara este prolongado pleito. Usted seria responsable de la ruina de su amigo más íntimo, David Shawcross, que terminaría su distinguida carrera de editor con una nota negra. Pero más importante que Shawcross y que usted mismo sería lo que significase la victoria de Kelno a los ojos del mundo. Resultaría un insulto para todos los judíos, para aquellos hombres y mujeres valerosos que vinieron a declarar en esta causa; pero, sobre todo, sería hacer una afrenta abominable a los que fueron asesinados por Hitler. También le correspondería esa responsabilidad.
—Hay otra cuestión —adujo Oliver Lighthall—. ¿Qué será de la ética médica futura? ¡Sería terrible que los médicos, en lo futuro, señalaran este caso y lo utilizasen para justificar sus atropellos contra los pacientes!
—De modo que ya lo ve usted —insistió Bannister—; su actitud, por virtuosa que parezca, suscita una serie de responsabilidades todavía más importantes.
Abe observó a todos; pasó revista a aquel agotado grupito de idealistas.
—Señoras y señores del jurado —dijo con voz estremecida de pena—; me gustaría hacer unas declaraciones citando al efecto las palabras de Thomas Bannister, abogado de la reina, cuando aseguró que nadie, ni en sus fantasías más desbocadas, habría creído que pudiera existir la Alemania de Hitler, antes de que existiera en realidad. Y dijo que si el mundo civilizado hubiese sabido qué se proponía hacer Hitler, se lo hubiese impedido. Bien, aquí estamos, en el año 1967, y los árabes juran todos los días que terminarán el trabajo de Hitler. Ciertamente, el mundo no toleraría otro capítulo de este holocausto. Existe lo justo y lo injusto. Es justo que la gente quiera sobrevivir. Es injusto querer destruirla. El problema resulta, pues, muy simple. Pero ¡ay!, el reino de los Cielos sólo se preocupa de lo justo. Los reinos de la Tierra funcionan con petróleo. Pues bien, ahora el mundo debería asustarse ante lo que ocurre en Biafra. El hedor del genocidio se respira por todas partes. Ciertamente, después de la Alemania de Hitler, el mundo debería intervenir y detener el genocidio de Biafra. Sin embargo, eso no resulta práctico, si tenemos en cuenta que las inversiones de Inglaterra en Nigeria chocan con los intereses de Francia en Biafra. Y después de todo, señores del jurado, no son más que unos negros que matan a otros negros.
»Nos gustaría pensar —continuó Abe— que Thomas Bannister tenía razón al decir que debían haber más personas, incluidos los alemanes, que se expusieran a los castigos y a la muerte negándose a obedecer las órdenes. Nos gustaría creer que debiera producirse una protesta y preguntamos: “¿Por qué no protestaron los alemanes?” Hoy en día, los jóvenes desfilan por las calles y protestan contra lo de Biafra, lo del Vietnam, y del principio ese de asesinar al prójimo por medio de la guerra. Y nosotros les decimos: “¿Por qué protestáis tanto? ¿Por qué no vais allá y matáis, como mataron vuestros padres?”
»Olvidemos por un momento que nos encontramos en este Londres alegre y cómodo. Estamos en el campo de concentración de Jadwiga. El coronel de las SS, doctor Thomas Bannister, me ha llamado a su oficina y me dice: “Mire, tiene que dar su conformidad para la destrucción de Pieter van Damm. Por supuesto, la hazaña se realizará In camera”. El Barracón V es un lugar secreto, tal como lo será la sala del tribunal. Al fin y al cabo, estas cosas no se hacen en público. Y yo les cito de nuevo las palabras de Thomas Bannister, abogado de la reina, cuando dijo: “Llega un momento en la experiencia humana, en que la vida de uno no tiene sentido por sí misma, si se dirige a la mutilación y al asesinato del prójimo”. Y yo alego, miembros del jurado, que no puedo desencadenar mayor calamidad ni forma más positiva de destrucción sobre este hombre, que permitiéndole que suba al estrado de los testigos. Como final, digo que declino respetuosamente el asesinar a Pieter van Damm.
Abe se volvió y se encaminó hacia la puerta.
—¡Papá! —gritó Vanessa, y se abrazó a él.
—Déjame marchar solo, Vinny —pidió el padre.
Al llegar a la calle, se detuvo para recobrar el aliento.
—¡Abe! ¡Abe! —gritó lady Sarah, llegando a su vera—. Ven, subiremos a mi coche.
—No necesito un maldito «Bentley». Necesito un maldito taxi «Austin».
—Abe, por favor, déjame ir contigo.
—Señora, voy camino del Soho, donde tengo intención de coger una borrachera de cosaco para luego ir a acostarme con una prostituta.
—¡Yo lo seré sólo para ti! —gritó ella, cogiéndose a él—. Yo te amaré más que cualquiera de ellas. Con pasión, con violencia.
—¡Oh, Dios mío! —gimió el escritor, aferrándose a lady Sarah—. Tengo miedo. Tengo miedo.