CAPÍTULO XXXI

—El próximo testigo declarará en francés.

La doctora Susanne Parmentier subió al estrado de los testigos ayudándose con un bastón, pero rechazó obstinadamente la silla que le ofrecían. El juez Gilray estaba a sus anchas, pues hablaba el francés con desenvoltura y tenía así oportunidad de lucir sus méritos ante el público. Por consiguiente, saludó a la doctora Parmentier en la lengua materna de esta.

La testigo dio su nombre y dirección con voz fuerte y clara.

—¿Y cuándo nació?

—¿Debo responder a esa pregunta?

Gilray disimuló una sonrisa.

—No hay inconveniente en pasar por alto la pregunta —dijo Highsmith.

—¿Era pastor protestante su padre de usted?

—Sí.

—¿Perteneció usted alguna vez a un partido político?

—No.

—¿Dónde estudió Medicina?

—En París. En 1930 conseguí el título de psiquiatra.

—Veamos, señora Parmentier, ¿en qué situación particular se encontraba usted en la época en que fue ocupada Francia?

—El norte de Francia fue ocupado por los alemanes. Mis padres vivían en París. Yo trabajaba en una clínica del sur de Francia. Me enteré de que mi padre estaba gravemente enfermo y solicité un salvoconducto para visitarle. Era difícil conseguir tales permisos. Mi solicitud requirió días y días de investigaciones y papeleos, y yo tenía la viva sensación de que el tiempo apremiaba. Por eso intenté cruzar la línea de demarcación ilegalmente. Los alemanes me cogieron y encerraron en la cárcel de Bourges, a últimos de la primavera de 1942.

—¿Qué sucedió allí?

—Pues que había centenares de presos judíos, incluidos niños, en extremo maltratados. Como médico, se me dio permiso para trabajar en la clínica de la prisión. Finalmente, las cosas se pusieron tan mal que pedí hablar con el comandante.

—¿Era este del ejército regular, o de las SS?

—De las Waffen SS.

—¿Qué le dijo usted?

—Le dije que el trato que se daba a los judíos era una vergüenza; que eran seres humanos y ciudadanos franceses, y yo pedía que les dieran el mismo trato y las mismas raciones que a los demás prisioneros.

—¿Cómo reaccionó él?

—En el primer instante se quedó atónito. Me devolvieron a mi celda. Dos días después me llevaban a su oficina de nuevo. Dos oficiales más de las SS estaban sentados, uno a cada lado de la mesa. A mí me obligaron a permanecer de pie ante ellos y me dijeron que me sometían a juicio en aquel mismo lugar y en aquel mismo instante.

—¿Qué resultó de aquel pretendido juicio?

—Me dieron un emblema de ropa para que me lo cosiera en el vestido, con las palabras «amiga de los judíos», y a principios de 1943 me enviaron al campo de concentración de Jadwiga por mi crimen.

—¿La tatuaron?

—Sí, número 44.406.

—¿Y al cabo de un tiempo la enviaron al complejo médico?

—A finales de la primavera de 1943.

—¿Trabajó como subordinada del doctor Kelno?

—Sí.

—¿Y veía usted al doctor Lotaki?

—En ocasiones, como cualquiera de los que trabajaban en servicios médicos importantes.

—¿Conoció a Voss?

—Sí.

—¿Y se dio cuenta de que el doctor Lotaki y el doctor Kelno operaban en el Barracón V por encargo de Voss?

—Se sabía eso, ciertamente. Kelno no ponía ningún empeño en esconder el hecho.

—Por supuesto, se sabría cuando el doctor Kelno y el doctor Lotaki les reunieron a todos ustedes y hablaron de los problemas éticos de aquellas operaciones.

—Si se celebró alguna vez tal reunión, yo no asistí.

—¿Le dijeron los otros doctores si les habían consultado sobre el caso?

—El doctor Kelno no consultaba a los otros médicos; simplemente, les daba órdenes.

—Comprendo. ¿Cree que si la mencionada reunión se hubiese celebrado realmente, usted lo habría sabido?

—Claro que sí.

—El doctor Kelno ha declarado que no la recuerda a usted.

—Es muy raro. Estuvimos en contacto diario durante más de un año. Esta mañana me ha reconocido, ciertamente, en el pasillo de la sala, cuando me ha dicho: «Bien, aquí está otra vez la amiga de los judíos. ¿Qué embustes contará?»

Smiddy pasó un papelito a Adam, decía:

«¿Es cierto eso?»

«Me puse furioso», escribió Kelno como respuesta.

«Usted declaró que no la recordaba», volvió a escribir Smiddy.

«Al verla la he recordado de pronto», fue la nueva respuesta de Kelno.

—¿Conoce a un tal doctor Mark Tesslar?

—Sí, muy bien.

—¿Le veía en Jadwiga?

—Sí, después de haber observado los experimentos de Flensberg, iba casi todos los días al Barracón III para tratar de remediar la situación de las víctimas.

—¿Había prostitutas encerradas en el Barracón III?

—No, solamente personas esperando que las sometieran a experimentos, o aquellas que regresaban tras haberlos sufrido.

—¿Había prostitutas en el complejo médico?

—No, estaban encerradas en otro campo y disponían de servicios médicos en su propio barracón.

—¿Cómo lo sabe?

—Entre ellas se produjeron bastantes casos de trastornos mentales, y me enviaron a buscar en numerosas ocasiones.

—En el barracón de las prostitutas, ¿había médicos que practicaran abortos?

—No. A toda prostituta que quedara embarazada la enviaban automáticamente a la cámara de gas.

—¿Y para las mujeres kapos?

—Lo mismo. La cámara de gas. Era una norma rígida en Jadwiga para todas las hembras.

—Pero claro que no contaba eso para las esposas de los guardias de las SS y otro personal alemán, ¿verdad?

—Había poquísimas esposas. Y sólo a los más altos oficiales de las SS y a sus mujeres se les trataba en una clínica alemana particular.

—En otras palabras, doctora Parmentier, al doctor Mark Tesslar le hubiera sido imposible practicar abortos porque no se realizaba ninguno, de una manera organizada.

—En efecto, así es.

—Bien, si un médico prisionero encontraba a una mujer embarazada y quería salvarle de la cámara de gas, ¿le provocaba un aborto, en secreto?

—He ahí una situación extremadamente rara. Los hombres estaban separados de las mujeres. Claro, siempre encontraban maneras de reunirse, pero hablamos de casos aislados. Cualquier médico lo habría hecho para salvar la vida de una mujer, exactamente igual que se hace hoy, por el mismo motivo.

—¿Para quiénes servían las prostitutas?

—Para el personal alemán y los kapos de mayor categoría.

—¿Era posible que un guardia de las SS salvara la vida a una prostituta?

—Difícilmente. Las prostitutas eran unas pobres mujeres asustadas. Sólo actuaban para conservar la vida. Y se podía prescindir muy bien de una de ellas. Era muy fácil llevar mujeres al cobertizo de selección y obligarlas a prostituirse.

—De modo que, en cualquier caso, y por todo lo que a usted le consta, el doctor Tesslar no pudo estar mezclado, ni lo estuvo, en la práctica de abortos, en Jadwiga.

—No. Estaba ocupado día y noche en el sector de hombres del Barracón III.

—Pero eso es lo que declaró Adam Kelno.

—Kelno parece confundirse por completo en bastantes cosas —replicó Susanne Parmentier.

—¿Querría explicarnos ahora sus primeros encuentros con el coronel de las SS, doctor Otto Flensberg?

—Estaban Flensberg y su ayudante. Otto, que tenía el mismo rango que Voss, y el capitán Sigmund Rudolf, hermano menor de Otto. Ambos estaban en los Barracones I y II, en el área experimental restringida. Durante el verano de 1943 me llevaron ante Otto Flensberg. Se había enterado de que yo era psiquiatra y me dijo que estaba llevando a cabo unos experimentos importantes y me necesitaba. Yo había oído hablar de la clase de experimentos que realizaba y le contesté que no quería tomar parte en ellos.

—¿Qué respondió él entonces?

—Trató de convencerme. Dijo que Voss era un falso científico y que lo que hacía con los rayos X no tenía ningún valor. Y que su ayudante era igualmente inútil.

—¿Qué hacía el capitán Sigmund Rudolf?

—Trataba de provocar cáncer en el cuello cervical de la matriz, intentaba esterilizar mediante inyecciones de líquidos cáusticos en las trompas de Falopio, y hacía otros experimentos raros con sangre y esputos.

—Y su propio jefe decía que eran inútiles.

—Sí, y le concedió a su ayudante el Barracón I para que se entretuviera con sus juegos y enviara informes suficientes a Berlín para mantenerse alejado del frente ruso.

—¿Qué decía de su propio trabajo?

—Flensberg se consideraba importantísimo. Decía que había trabajado en Dachau, mediados los años treinta, cuando aquello era una cárcel de presos políticos alemanes. Más tarde efectuó experimentos sobre obediencia para las SS. Concebía toda suerte de pruebas para los cadetes de las SS, a fin de averiguar su fidelidad y obediencia instantáneas. Algunos de tales experimentos eran horribles, tales como tener que matar un cachorro criado y entrenado por ellos, apuñalar prisioneros a una voz de mando, y cosas así.

—¿Y Otto Flensberg se enorgullecía de eso?

—Sí, decía que demostraba a Himmler la obediencia absoluta del pueblo alemán.

—¿Qué le dijo de su traslado a Jadwiga?

—Himmler le había dado carta blanca. Hasta logró que nombraran a su hermano para venirse con él. Flensberg se quedó anonadado al descubrir que Voss era su superior. Existía una clara rivalidad entre ellos, y opinaba que Voss malgastaba material humano, mientras que su trabajo importaba mucho para que Alemania pudiera ocupar Europa durante siglos.

—¿Cómo?

—Opinaba que se había conseguido ya la obediencia total del pueblo alemán, que era un hecho consumado. Sin embargo, no había bastantes alemanes para dominar un continente entero de centenares de millones de personas. Quería encontrar métodos para adiestrar a los pueblos conquistados y controlar la población general. En resumen, pretendía conseguir una obediencia inmediata a las órdenes alemanas.

—¿Como con los kapos?

—Yo diría que se trataba de esterilizar la mente de las personas, de convertirlas en autómatas.

Una rara fascinación se apoderó de toda la sala. Era la irrealidad de un científico loco, un argumento de ficción. Pero no se trataba de fantasías, no; había ocurrido realmente. Y Otto Flensberg continuaba con vida; había huido a África.

—¿Quiere explicar a Su Señoría y al jurado qué clase de experimentos realizaba Otto Flensberg en el Barracón I?

Highsmith se puso en pie.

—Protesto por esta orientación del interrogatorio. No sé hasta qué punto está relacionado eso con lo que nos ocupa.

—Lo está hasta el punto en que un médico alemán realizaba experimentos en un campo de concentración, sobre los prisioneros, y se trajo a un médico prisionero para que le ayudase en tales experimentos.

—Yo creo que sí está relacionado —contestó el juez—. ¿Qué hacía el doctor Flensberg, doctora Parmentier?

—Una serie de experimentos sobre obediencia, en unas cuantas habitaciones pequeñas. En cada cuarto había dos sillas. Las personas estaban separadas por unas ventanas de cristal, de forma que pudieran verse. Delante de sus sillas había un cuadro de interruptores. Cada interruptor daba paso a un voltaje cada vez más alto, y estaba rotulado con palabras tales como shock ligero y de ahí hasta alcanzar los quinientos voltios, con las palabras muerte posible.

—¡Qué espantoso! —exclamó Gilray.

—Había una garita para el operador, en la que se situaba Flensberg, dotada asimismo de un cuadro de interruptores.

—¿Qué presenció usted exactamente, doctora Parmentier?

—Trajeron a dos prisioneros, dos hombres, del Barracón III y les ataron uno en cada silla, pero dejándoles las manos libres. Desde su garita, Flensberg llamaba al prisionero A y le ordenaba que aplicase un descarga de cincuenta voltios al prisionero B, el del otro lado del cristal, si no quería que él, Flensberg, le castigase por no obedecer.

—¿Hacía el prisionero A lo que le mandaban?

—Al principio, no.

—¿Y Flensberg le mandaba la descarga?

—Sí. El prisionero chillaba. Entonces Flensberg volvía a ordenarle que enviase una descarga al prisionero B. El prisionero A resistía hasta recibir casi doscientos voltios, y en este punto empezaba a obedecer las órdenes y mandaba descargas al prisionero B, a fin de no recibirlas él.

—De manera que la esencia de lo que ocurría era que se obligaba a unas personas a infligir castigo a otras, si no querían sufrirlo ellas.

—Sí. A obedecer por miedo.

—El prisionero A enviaba descargas al prisionero B por orden de Flensberg. ¿No veía y oía lo que estaba haciendo a su compañero?

—Sí.

—¿Cuánto voltaje aplicaba al prisionero A, si se lo mandaban?

—En ocasiones mataba al prisionero B.

—Comprendo —dijo Bannister, e inspiró profundamente mientras los miembros del jurado parecían desconcertados, como si no estuvieran seguros de lo que oían—. Después de enseñarle ese experimento, ¿qué hizo Flensberg?

—Primero tuvieron que calmarme. Yo pedía que interrumpiesen los experimentos. Un guardia me llevó, por la fuerza, a la oficina de Flensberg. Este me dijo que, en realidad, no tenía ningún interés en matar al sujeto, pero que a veces sucedía. Me enseñó gráficos, diagramas y notas. Él buscaba el punto crítico de cada individuo. El punto en que se convirtieran en autómatas para los mandatos de los alemanes. Más allá de dicho punto, tendían a perder el juicio. Me enseñó experimentos en los que obligaba a parientes directos a mandarse descargas mutuamente.

—Siento curiosidad, doctora Parmentier —dijo el juez—; ¿hubo personas que se negaran por entero a dañar a su prójimo?

—Sí, la resistencia crecía entre esposos, y padre e hijos. Algunos resistían hasta morir.

El juez siguió interrogando:

—¿Hubo casos de, digamos, un padre o una madre que matasen a su propio hijo?

—Sí…, pero me duele… que me hagan esas preguntas…

—Continúe, por favor, señora —dijo Gilray.

—Por ese motivo, Flensberg empezó a buscar gemelos. Opinaba que podría realizar una prueba definitiva en ellos. A las chicas de Bélgica y Trieste las trajeron al Barracón III para los experimentos de Flensberg, y entonces Voss les aplicó los rayos X. Esto molestó muchísimo a Flensberg, que amenazó con enviar una protesta a Berlín. Pero se apaciguó cuando Voss le prometió recomendar a Himmler que le dieran una clínica particular y le asignasen el doctor Lotaki como cirujano.

—¡Qué perversidad! —declaró Su Señoría, el juez Gilray.

—Permítasenos una disgresión momentánea —intervino Bannister—. Después de haber visto usted aquel experimento y haber leído los informes, ¿qué sucedió?

—Flensberg me aseguró que una vez vencida la sorpresa inicial, aquel trabajo me fascinaría. Era una rara oportunidad para un psiquiatra el contar con conejillos de Indias humanos. Y entonces me ordenó que trabajase a sus órdenes.

—¿Y qué respondió usted?

—Me negué.

—¿Se negó?

—En efecto, me negué.

—Bien, ¿qué se dijo entonces exactamente?

—Flensberg afirmó que, al fin y al cabo, en el Barracón III no había sino judíos. Yo le respondí que ya sabía que estaba lleno de judíos. Entonces él me dijo: «¿No se da cuenta de que ciertas personas son diferentes?»

—¿Qué le respondió usted?

—Le dije: «He observado la diferencia en ciertas personas, empezando por usted».

—Vaya, sin duda la sacó de allí y la hizo fusilar como castigo.

—¿Qué?

—¿Fue ejecutada usted? ¿La fusilaron, o la enviaron a la cámara de gas?

—¡Pues claro que no! Estoy aquí, en Londres. ¿Cómo podría estar si me hubiesen fusilado?