Lena Konska había sufrido cuatro días de acoso intenso por parte de Aroni y Jiri Linka, pero era imposible hallar muchos fallos en su versión. Confesó haber visto a su primo Egon Sobotnik por breve tiempo, al final de la guerra, y manifestó que luego él le dijo que se iba muy lejos, pues no podía soportar los fantasmas.
Aroni no se desalentaba fácilmente. Al fin y al cabo, sabía que Lena Konska había sido lo bastante astuta como para vivir ilegalmente durante cinco años. Todos los días, Aroni traía periódicos que hablaban del juicio, y mezclaba las súplicas con las amenazas.
Mientras subían las escaleras del piso, Linka dijo que quería abandonar.
—Estamos perdiendo el tiempo. Aun suponiendo que sepa algo, es una vieja bruja, demasiado lista.
—Mientras Praga no halle informaciones nuevas sobre Sobotnik, hemos de continuar tras ella.
—Como quiera.
—Supongamos —dijo Aroni, unos momentos después, a Lena Konska— que descubriésemos que usted nos mintió.
—¿Hemos de volver sobre todo eso de nuevo?
—Sabemos que usted es lista, bastante lista para esconder un secreto a todo el mundo menos a Dios. Ante Dios habrá de responder por su comportamiento de ahora.
—¿Qué Dios? —replicó Lena—. ¿Dónde estaba Dios en los campos de concentración? Si me lo preguntan, les diré que me parece que Dios ha envejecido y ya no sirve.
—¿Usted perdió toda su familia?
—Sí, el Dios misericordioso se los llevó a todos.
—Bien, ahora estarían muy poco orgullosos de usted, señora Konska, si Adam Kelno gana esta causa porque usted se calla lo que sabe. Él recuerdo de sus familiares le atormentará. Puede darlo por seguro. A medida que entre en años, sus caras se le pintarán más vividamente. No se olvida. Yo lo intenté.
—Aroni, déjeme en paz.
—Usted ha estado en la sinagoga Pinker. Usted ha visto aquello, ¿verdad?
—Cállese.
—El nombre de su marido está en la pared de los mártires. Yo lo he leído, es Jan Konska. ¿Su retrato es aquel de más allá? Era un hombre apuesto.
—Aroni, usted mismo, ahora, se comporta como un nazi.
—Hemos encontrado a unos vecinos —dijo Aroni—. Se acuerdan de que Egon Sobotnik regresó. Se acuerdan de que vivió aquí, con usted, en este apartamento durante seis meses y luego, de un modo súbito, desapareció. Usted nos ha mentido.
—Ya le dije que había estado aquí corto tiempo. No conté los días. Él se mostraba inquieto.
Sonó el teléfono. Llamaban a Jiri Linka desde la jefatura de policía. Jiri escuchó un momento y luego entregó el auricular a Aroni, mientras desde el otro extremo repetían las palabras.
Aroni dejó el aparato poco a poco, alterada la arrugada faz y con una expresión de locura.
—Tenemos noticias de Praga.
Lena Konska no reveló lo que ocurría en su interior, pero vio una cosa terriblemente diferente en Aroni, el cazador.
—La policía ha encontrado declaraciones que datan de 1946; son tres declaraciones, y se dice en ellas que Egon Sobotnik estaba complicado en las operaciones de Kelno. Muy bien, señora Konska, ¿qué camino escoge? ¿Nos dice dónde está, o le busco yo por mi cuenta? Yo le encontraré, y usted lo sabe.
—No sé dónde está —repitió ella, con firmeza.
—Como usted quiera.
Aroni cogió el sombrero, hizo un ademán a Linka y ambos, apartando los cortinajes, pasaron del salón al vestíbulo.
—Un momento. ¿Qué le harán?
—Si me obliga a encontrarle, le ajustaremos bien las cuentas.
La mujer se humedeció los labios.
—Por todo lo que yo sé, su culpa es muy leve. Si le encontraran sin haber de buscarle…, ¿qué trato le darían?
—Si declara en el juicio, saldrá libre de la sala del tribunal.
La señora Konska miró a Linka con expresión ansiosa, desesperada.
—Le doy mi palabra de judío —dijo el policía.
—Juro…, juro… —dijo, y le temblaban los labios—. Se ha cambiado el nombre por el de Tukla, Gustuv Tukla. Es uno de los directores de las fábricas Lenin, de Brno.
Aroni susurró algo en el oído de Linka, y este hizo un gesto afirmativo.
—Vamos a dejarla detenida a usted, a fin de eliminar la tentación de llamarle antes de que hayamos entrado en contacto con él.