El avión de la compañía Lot, de Varsovia, donde viajaba la doctora María Viskova, paró sus motores de origen soviético. La médico pasó por la aduana ataviada con un vestido muy serio, de dos piezas, zapatos de tacones bajos, y sin maquillar. A pesar de todo lo cual no podía esconder cierta belleza.
—Soy Abraham Cady. Mi hija Vanessa y mi hijo Ben.
—¿Ben? Conocí a su tío Ben en España. Era un muchacho excelente. Usted se le parece, ¿lo sabía?
—¿Qué tal el vuelo?
—Bien, muy bien.
—Le guardamos una sorpresa —dijo Abe, cogiéndola del brazo y llevándola hacia el vestíbulo, donde esperaban Jacob Alexander y Susanne Parmentier.
Las dos mujeres se acercaron una a otra, tras veinte años de separación; se cogieron de las manos, se observaron recíprocamente, y luego se abrazaron con dulzura, para salir de la terminal cogidas del brazo.
El juicio entraba en su tercera semana. El equipo de Shawcross y Cady manifestaba el cansancio de un fin de semana sin vacaciones y cargado de preparativos para el esfuerzo final. Hasta el frío Thomas Bannister mostraba los efectos.
Cuando María Viskova entró en la sala del tribunal, se detuvo un momento para mirar fijamente a Adam Kelno. Este desvió la mirada y fingió estar charlando con Richard Smiddy. Abe invitó a Susanne Parmentier a sentarse a su lado. Jacob Alexander le pasó una nota:
«Esta mañana he hablado con Mark Tesslar. Envía su más profundo pesar por no haber ido a esperar el avión de la doctora Viskova, pero se halla un poco decaído y quiere guardar las energías para prestar declaración. Tenga la bondad de pedir a la doctora Parmentier que se lo transmita a la doctora Viskova».
La doctora María Viskova habló y miró suavemente mientras se identificaba a través de su intérprete de polaco. Habían comprobado que no hablaba un inglés lo bastante correcto para prestar testimonio directamente.
—Soy María Viskova —respondió ante la pregunta de Bannister—. Vivo y trabajo en el sanatorio para mineros de Zakopane, Polonia. Nací en Cracovia, en 1910.
—¿Qué sucedió cuando hubo terminado su bachillerato?
—No pude ingresar en ninguna Facultad de Medicina de Polonia. Soy judía, y los cupos estaban completos. Estudié en Francia. Después de haber recibido el título, me trasladé a Checoslovaquia y ejercí en un sanatorio de montaña, para tuberculosos, en las montañas Tatra. Eso era en el año 1936.
—¿Y conoció a un tal doctor Viskski y se caso con él?
—Sí. También era polaco. Nuestro apellido checo es Viskova.
—Doctora Viskova, ¿está afiliada al partido comunista?
—Lo estoy.
—¿Quiere explicarnos las circunstancias?
—Mi marido y yo nos alistamos en la Brigada Internacional para luchar por los republicanos españoles. Terminada la guerra, huimos a Francia, donde trabajamos en un sanatorio para enfermedades respiratorias de la población de Cambo, en los Pirineos, junto a la misma frontera entre Francia y España.
—¿En qué clase de actividades tomo parte durante la Segunda Guerra Mundial?
—Mi marido y yo establecimos una célula clandestina en Cambo, para pasar en secreto soldados y oficiales franceses, a fin de que pudieran reunirse con las fuerzas francesas de África. También pasábamos armas desde España para la Resistencia francesa.
—Al cabo de dos años y medio de estas actividades clandestinas, la detuvieron y la entregaron a la Gestapo en la parte ocupada, ¿no es cierto?
—Si.
—¿Reconoció sus actividades el Gobierno francés, después de la guerra?
—El general De Gaulle me condecoró con la Cruz de Guerra con Estrella. A mi marido se la concedieron a título póstumo. Había muerto ejecutado por la Gestapo.
—Y a finales de la primavera de 1943 la enviaron a usted al campo de concentración de Jadwiga. ¿Quiere explicarnos qué ocurrió a su llegada?
—En el cobertizo de selección descubrieron que era médico y me destinaron al complejo médico, Barracón III. Vinieron a verme el coronel de las SS Voss y el doctor Kelno; me enteré de que una doctora polaca se había suicidado, y que yo debía ocupar su puesto y cuidar de las mujeres de la planta baja. Muy pronto me enteré de lo que se hacía en el Barracón III. Siempre había allí entre doscientas y trescientas mujeres, con las que realizaban experimentos, o que estaban esperando a que los realizasen.
—¿Entró en contacto con los otros médicos?
—Sí. Poco tiempo después de mi llegada, el doctor Tesslar vino a encargarse de los hombres de la sección. Yo estaba muy enferma a causa del frío sufrido en el vagón descubierto en que hice el viaje a Polonia, y se me declaró una pulmonía. El doctor Tesslar me cuidó hasta que recobré la salud.
—¿De modo que veía al doctor Tesslar diariamente?
—Sí, éramos muy amigos.
—El doctor Kelno ha declarado que era del dominio público que el doctor Tesslar no sólo cooperaba con Voss en los experimentos, sino que practicaba abortos en las prostitutas del campo.
—Es demasiado ridículo para comentarlo. No es más que una mentira.
—Pues nosotros necesitamos sus comentarios, doctora Viskova.
—Trabajamos juntos día y noche durante meses. Era el hombre más humanitario que haya visto en mi vida, un hombre incapaz de una mala acción. El doctor Kelno levantó estas acusaciones sólo para encubrir sus propios delitos.
—Me temo que los comentarios de usted toman un carácter más bien polémico —dijo Gilray.
—Sí, ya sé. Aunque es difícil polemizar sobre un santo.
—Se ha declarado también que el doctor Tesslar tenía habitaciones particulares en el barracón.
María Viskova sonrió y meneó la cabeza, incrédula.
—Los médicos y los kapos tenían para alojarse un espacio de dos metros por dos y medio. Lo bastante para una cama, una silla y una mesita.
—Pero no un lavabo particular, ni inodoro, ni ducha. Pocos lujos, ¿verdad?
—Aquello era más pequeño que una celda de cárcel. Nos lo daban para que pudiéramos escribir los informes.
—¿Había otros médicos relacionados con aquel sector particular del complejo?
—La doctora Parmentier, una francesa. Era la única no judía del Barracón III. En realidad, vivía en el complejo principal, pero tenía acceso al Barracón III para que contribuyese a remediar en lo posible la situación de las víctimas de los experimentos del doctor Flensberg. Este Flensberg enloquecía con sus crueldades a la gente. La doctora Parmentier era psiquiatra.
—¿Cómo la describiría?
—Era una santa.
—¿Algún otro médico?
—Durante un corto tiempo, el doctor Boris Dimshits, judío ruso, y prisionero.
—¿Qué fue de él?
—Realizaba ovariotomías por orden de Voss. Me lo dijo él mismo. Lloraba por lo que hacía a sus compañeros judíos, pero no tenía energías para protestar.
—¿Cómo describiría usted su aspecto físico y su estado mental?
—Parecía muy anciano. Su mente empezaba a divagar; tenía las manos cubiertas de eczemas. Sus pacientes, a quienes yo cuidaba, venían de la sala de curas en peores condiciones cada día. Se veía claro que ya no servía.
—¿Qué observó usted en sus primeras operaciones?
—Parecía que las realizaba correctamente. Las cicatrices tenían unos ocho centímetros de longitud; ponía mucho cuidado y dormía a las chicas con anestesia general. Claro, siempre había complicaciones, a causa de la horrible falta de higiene, y de medicinas, y de alimentos apropiados.
—De modo que cuando el doctor Dimshits ya no fue apto para su trabajo, Voss le envió a la cámara de gas.
—En efecto.
—¿Está completamente segura de que no le enviaron por otros motivos?
—No, el doctor Kelno me contó lo que acabo de decirles, y era lo que Voss le había contado a él. Más tarde me lo repitió el mismo Voss.
—Como Dimshits era un inútil, ya no servía para operar. Comprendo. ¿Está Adam Kelno en esta sala?
La doctora señaló con dedo firme.
—¿Enviaron a otros médicos a la cámara de gas?
—No, por supuesto.
—¿Por supuesto? ¿No asesinaron a decenas de miles de personas en Jadwiga?
—Pero a médicos, no. Los alemanes necesitaban médicos desesperadamente. Dimshits fue el único, con certeza, enviado a la cámara de gas.
—Comprendo. ¿Veía usted a un tal doctor Lotaki?
—Muy de tarde en tarde.
—El doctor Kelno declaró que cuando Voss le informó de que debía encargarse de aquellas operaciones, él y el doctor Lotaki discutieron el asunto con los otros médicos. ¿Qué le dijo a usted?
—Nunca me habló de tal cosa.
—¿No? ¿No discutió con usted los conceptos éticos, ni pidió su aprobación, ni solicitó su consejo, ni procuró convencerla de que era lo mejor para los pacientes?
—No, lo dirigía todo con gran arrogancia. No pedía consejo a nadie.
—Acaso se debiera a que usted no pudiese salir del Barracón III. Acaso se olvidara de usted, por error…
—Yo podía moverme libremente por el complejo médico principal.
—¿Y podía hablar con los otros médicos?
—Sí.
—¿Hubo alguna vez en que otro médico le hablase de conversaciones con Kelno, en las que este les pidiese consejo o consentimiento?
—Nunca me habló nadie de conversaciones parecidas. Todos sabíamos que…
—¿Qué sabían?
—Todos sabíamos que los experimentos eran una comedia, una excusa que utilizaba Voss para continuar lejos del frente oriental, y no tener que luchar contra los rusos.
—¿Cómo lo sabían?
—Voss bromeaba con ello. Decía que mientras fuera enviando informes a Berlín no se vería en una acción de guerra, y que si se iba granjeando el aprecio de Himmler, con el tiempo le concederían una clínica particular como recompensa.
—¿De modo que el mismo Voss se daba cuenta de que sus experimentos no tenían ningún valor científico?
—Le gustaba hacer de matarife.
Bannister se permitió levantar la voz en esta rara ocasión.
—¿Sabía el doctor Kelno que los experimentos de Voss no servían para nada?
—Es imposible que no lo supiera.
Bannister jugueteaba con unos papeles.
—Veamos, pues, ¿qué observó usted después de la muerte del doctor Dimshits?
—La calidad operatoria degeneró. Se nos presentaban toda suerte de complicaciones. Las operadas se quejaban continuamente de terribles dolores, a causa de las inyecciones raquídeas. El doctor Tesslar y yo llamamos muchas veces al doctor Kelno, pidiéndole que viniera. Nunca nos hizo caso.
—Llegamos ahora —dijo Bannister, con voz monótona, aunque suave y agorera— a una determinada noche de mediados de octubre de 1943, en que la llamaron a usted para que acudiese a la oficina del doctor Voss, en el Barracón V.
—Lo recuerdo —musitó ella, llenándosele los ojos de lágrimas.
—¿Qué sucedió?
—Estaba sola con Voss, en su oficina. Él me dijo que Berlín quería más informes sobre los experimentos, y que iba a intensificar estos. Necesitaba más médicos y me destinaba a cirugía.
—¿Qué respondió usted?
—Le respondí que no era cirujano. Él me dijo que administraría el anestésico y ayudaría. Los doctores Kelno y Lotaki pasaban apuros con algunos pacientes rebeldes.
—¿Qué respondió usted a eso?
—Le dije que no lo haría.
—¿Quiere decir que se negó?
—Si.
—¿Rechazó la orden de un coronel de las SS con poder para enviarla a la cámara de gas?
—Sí.
—¿Qué hizo Voss, entonces?
—Gritó, soltó las maldiciones de rigor y me ordenó que al día siguiente me presentase de nuevo en el Barracón V, para colaborar en las operaciones.
—¿Qué sucedió entonces?
—Regresé a mi cuarto del Barracón III, lo medité todo bien y llegué a una decisión.
—¿Qué decisión fue?
—La de suicidarme.
Una docena de exclamaciones contenidas quebraron el silencio sepulcral. Adam Kelno se secó el sudor del rostro.
—¿Qué intención tenía?
La dama se desabrochó la parte alta de la blusa, metió una mano en el escote y sacó un relicario. Después de abrirlo, sacó una píldora y la enseñó.
—Tenía esta tableta de cianuro. La he conservado hasta hoy, para acordarme —dijo, y se quedó mirándola, como la había mirado, sin duda, un millar de veces.
—¿Está en condiciones de continuar, doctora Viskova? —preguntó el juez.
—Sí, naturalmente. Guardé esto en una caja de madera que utilizaba como mesita de noche, junto a mi catre, cogí un cuaderno y escribí una nota de despedida al doctor Tesslar y a la doctora Parmentier. En esto se abrió la puerta. La doctora Parmentier abrió y vio la píldora.
—¿Se alarmó mucho?
—No. Continuó perfectamente tranquila. Se sentó a mi vera y me quitó el lápiz y el papel de las manos… Luego, me acarició el cabello y me dijo palabras que yo he recordado en todos los momentos difíciles de mi vida.
—¿Querría explicarle a Su Señoría y al jurado qué le dijo?
Las lágrimas corrían por las mejillas de María Viskova y por las de más de uno de los que escuchaban.
—Me dijo: «María, ninguno de nosotros vivirá y podrá salir de este campo… Al final, los alemanes nos matarán a todos, porque no pueden permitir que el mundo exterior se entere de lo que hacen aquí». Y luego agregó: «Lo único que nos queda es cuidar de los demás, durante el corto tiempo que vamos a continuar como seres humanos… y como médicos. No podemos dejar que sufran solos…»
Thomas Bannister clavó la mirada en Adam Kelno y preguntó:
—¿Y al día siguiente no se presentó usted en el Barracón V para ayudar en las operaciones?
—No me presenté.
—¿Qué hizo Voss, entonces?
—Nada.