Un murmullo de curiosidad expectante recorrió la sala cuando el profesor Oliver Lighthall fue llamado al estrado. Todo el mundo miraba atentamente, mientras el hombre a quien se consideraba el mejor ginecólogo inglés subía al lugar de los testigos. Vestía traje cortado a medida, aunque con el descuido propio de un estudioso. Había tomado una decisión adamantina de declarar como debía, resistiendo las enormes presiones de un buen sector de colegas suyos.
—Este testimonio será en inglés, por supuesto —dijo Tom Bannister, apuntándose la perogrullada del juicio—. ¿Quiere darnos su nombre y dirección?
—Oliver Leigh Lighthall. Resido y ejerzo en el número 2 de Cavendish Square, Londres.
—Usted es doctor en Medicina, miembro del Real Colegio de Obstetricia y Ginecología, por las Universidades de Londres, Cambridge y Gales, y, desde hace veinte años, director de Obstetricia en el University College Hospital.
—Todo ello es cierto.
—¿Cuánto tiempo hace que ejerce su profesión?
—Más de cuarenta años.
—Profesor Lighthall, si un ovario ha recibido radiaciones, ¿se obtiene algún beneficio médico, de la clase que fuere, extirpándolo por cirugía?
—Ninguno, en absoluto.
Dígame, un ovario o un testículo irradiados, ¿no están, frecuentemente, muertos?
—En lo que respecta a su función fisiológica. Por ejemplo, el ovario no podrá seguir produciendo óvulos, ni el testículo podrá producir espermatozoides.
—¿No ocurre también eso a una mujer cuando cambia de vida y, con frecuencia, a un hombre que haya sufrido ciertas enfermedades?
—Sí, el ovario cesa de funcionar después de la menopausia, y una enfermedad puede motivar que no se produzcan más espermatozoides.
—Pero uno no anda por ahí cortando ovarios por el hecho de que hayan sufrido un cambio de vida, ¿verdad?
—No, claro que no.
«Canalla arrogante —pensaba Kelno—, arrogante canalla inglés con su fachendosa clínica de Cavendish Square».
O’Conner pasó una nota a Shawcross y Cady:
«Aguarden a que caiga el rayo».
—¿Había dos escuelas científicas, en 1943, acerca de la conveniencia de extirpar un ovario que hubiese cesado en sus actividades?
—No, una sola escuela.
—¿Es cierto que no han empleado los rayos X para curar el cáncer?
—Algunos tipos de cáncer responden al tratamiento con rayos X.
—¿A grandes intensidades?
—Sí.
—¿Y puede decirse lo mismo de un testículo canceroso?
—Sí; los tratan con rayos X.
—Profesor Lighthall, se ha sugerido que en 1943 era posible que la irradiación produjese cáncer. ¿Qué opina usted?
—Es una perfecta idiotez, una gansada, un chisme que se aproxima a las majaderías de un curandero de tribu.
Adam Kelno se encogió. Oliver Lighthall le había arrojado a la cara el mismo argumento que él utilizaba en su lucha con los fakires de Sarawak. Detrás de su calma inglesa, Lighthall estaba indignado, evidentemente, y no reprimía sus sentimientos.
—Bien, si alguien realizase un experimento para ver si un testículo sigue fecundo, ¿le serviría de algo el testículo en cuestión, si lo extirpara un operador inexperto?
—Si el tejido hubiese de ser examinado más tarde en un laboratorio, sería esencial que lo extirpara un cirujano hábil.
—De modo que si un médico amenazase con servirse de un enfermero de las SS sin ninguna pericia, lo más probable sería que soltase una bravata, y nada más, porque arruinaría sus propios objetivos.
—Algunas cosas son tan lógicas que no es preciso discutirlas. He leído las declaraciones, y afirmo que Voss no tenía ninguna intención de permitir que un enfermero de las SS efectuara aquellas operaciones.
Highsmith empezó a ponerse en pie, se paró a mitad de camino y volvió a sentarse.
—¿Ha examinado a las cuatro mujeres que prestaron testimonio en este caso?
—En efecto.
La sangre se retiró de la faz de Adam Kelno. Highsmith volvía a fijar la mirada, insistentemente, en su cliente, tratando con desesperado esfuerzo de clavar una expresión pasiva en su rostro.
—Aquellas mujeres estuvieron expuestas a una irradiación por un período de cinco a diez minutos, ¿habría podido ver señales de ello un cirujano? ¿Acaso señales de quemaduras, ampollas o infección?
—Algunas quemaduras todavía eran visibles hoy —respondió Lighthall.
—¿Veinticuatro años después?
—En los casos que yo examiné, la pigmentación de la piel durará por el resto de sus vidas.
—Pues bien, si un cirujano ve tales quemaduras poco tiempo después de la irradiación, ¿debe concebir la idea de que habrá que extraer el ovario?
—Yo me inclinaría decididamente por lo contrario. Extirpándolo se expondría a toda clase de riesgos graves.
—Veamos, profesor Lighthall, cuando se lleva a cabo una ovariotomía y se administra una inyección raquídea, aquí, en Inglaterra, ¿es habitual que se ate después al paciente a la mesa de operaciones?
—Es un procedimiento muy poco habitual. Bien, quizá le atásemos los brazos, solamente.
Adam Kelno sentía como si fuera a estallarle el pecho. Un dolor terrible le acuchillaba desde el tórax hasta el estómago. Su mano buscó una píldora y la tomó lo más discretamente que pudo.
—¿No es una práctica corriente?
—No. El paciente está paralizado por la inyección.
—¿Podría explicarnos qué procedimientos quirúrgicos se siguen después de extirpar un ovario?
Lighthall pidió un modelo de plástico tamaño natural, y lo colocó sobre la baranda, de cara al jurado. Luego, se echó atrás el cabello, que se le caía sobre los ojos, y señaló con dedo experto:
—Aquí está el útero. Estas estructuras amarillas de ambos lados, que tienen el tamaño de una nuez y se hallan detrás del útero, son los ovarios. Lo que debe hacer el cirujano es cortar profundamente hasta el muñón, conocido por pedículo, y hasta el punto en que la arteria ovárica parte de la arteria principal. Entonces el cirujano coloca unas pinzas y hace una sutura para impedir que el muñón al descubierto sangre, a causa de la arteria principal.
El profesor bebió unos sorbos de agua. El juez le ofreció una silla, pero él dijo que prefería explicar de pie. En seguida continuó:
—El siguiente paso es como sigue. Existe una membrana muy delgada que cubre la parte interna del abdomen. Nosotros levantamos esta membrana y la utilizarnos para cubrir el muñón. En otras palabras, nos servimos de la membrana llamada peritoneo para cubrir este muñón al vivo, a fin de evitar adherencias y asegurarnos de que cicatrizará debidamente.
Bannister miró al jurado, que escuchaba con toda atención, y dejó que las palabras de Lighthall calasen bien hondo.
—Entonces, es muy importante dar ese paso. ¿Es realmente vital que el muñón al vivo se cubra con la membrana del peritoneo?
—Sí, imperativo.
—¿Qué pasaría si no se hiciera?
—Se dejaría un tejido al descubierto. El coágulo que se forma en la arteria corre peligro de infectarse y pueden formarse adherencias en el intestino. Si el muñón no estuviera debidamente cerrado y aislado, se producirían hemorragias, y sería posible una segunda hemorragia en una fecha posterior, de los siete a los diez días.
El testigo hizo un gesto al ayudante, quien retiró el modelo.
—¿Conoce bien las declaraciones del doctor Kelno?
—Las leí con atención extrema.
—Cuando yo le pregunté si era indicado cubrir el muñón con el peritoneo, como usted acaba de describir, me contestó que no había allí peritoneo.
—Vaya, no sabría imaginar dónde aprendió cirugía. Yo practico la obstetricia desde hace más de cuarenta años, y en el millar y pico de ovariotomías que he llevado a cabo, jamás he dejado de encontrar el peritoneo en esa zona.
—¿Existe, pues?
—¡Sí, por Dios!
—El doctor Kelno declaró luego que su método de suturar el muñón vivo consistía en efectuar un punto cruzado desde el llamado ligamento infundibulo-pélvico. ¿Qué diría usted a esto?
—Diría que es muy extraño, ciertamente.
Los ojos de todos estaban fijos en Adam Kelno, particularmente los de Terry, que se había quedado boquiabierto y permanecía como atontado en su asiento.
—¿Cuánto tiempo suele emplearse en una ovariotomía, desde la primera incisión hasta el final?
—Casi una media hora.
—¿Tiene algún mérito el hacerla en quince minutos?
—No, a menos que se haya producido un inconveniente, como, por ejemplo, una hemorragia abdominal. Yo opinaría que es de mal cirujano el operar tan aprisa.
—¿Puede haber alguna relación entre la celeridad y la hemorragia postoperatoria?
Lighthall fijó la mirada en el techo, meditando.
—Si uno trabaja contra reloj, no puede hacerlo con la pulcritud quirúrgica que yo he descrito. Trabajando con tanta celeridad, no se puede atar el muñón vivo y dominar la hemorragia, simplemente.
Bannister miró al jurado mientras Oliver Lighthall seguía reuniendo sus pensamientos.
—¿Tiene algo más que decir sobre este punto, profesor?
—Cuando examiné aquellas cuatro mujeres, no me sorprendió lo más mínimo que una compañera suya muriese la noche misma de la operación, y que otra no hubiera podido restablecerse. Yo opino —añadió, bajando la vista hacia la mesa del procurador, para mirar directamente a Adam Kelno— que ello se debió a no haber suturado bien el muñón.
Se estaba apreciando con toda claridad que el testimonio de Oliver Lighthall era una serie de protestas indignadas contra lo que había visto.
—Si en una sucesión de operaciones el cirujano no se lava las manos, ni esteriliza los instrumentos entre una y otra, ¿qué puede ocurrir?
—No imagino a un cirujano, a ninguno, que no respete estos principios básicos. Desde los días de Lister, eso equivaldría a una negligencia criminal.
—Negligencia criminal —repitió en voz baja Bannister—. ¿Y cuáles serían los resultados de esa negligencia criminal?
—Una infección grave.
—¿Y qué requisitos debe llenar el quirófano en sí?
—Todo debe estar convenientemente esterilizado… Mascarillas, batas, todo. Por ejemplo, ahora, en esta sala, nuestros vestidos están llenos de bacterias. Si se hiciera aquí una operación, las bacterias pasarían, por el aire, hacia la parte descubierta del cuerpo del paciente.
—Un paciente, ¿está más o menos expuesto a una hemorragia, según el anestésico que se haya elegido?
—Sí. Las inyecciones raquídeas se caracterizan por el riesgo de hemorragia que entrañan a causa del descenso de la presión sanguínea, y lo son doblemente si no se sutura como es debido el muñón.
—¿Cuánto tiempo tardará en sanar la herida, después de una ovariotomía normal, bien hecha?
—Una semana, poco más o menos.
—¿Pero no semanas enteras, o meses?
—No.
—En realidad, si tardase semanas, y las heridas supurasen y despidieran mal olor, ¿qué indicaría todo ello?
—Una infección en el momento de la operación; una operación mal hecha y falta de cuidados al desinfectar y esterilizar.
—¿Qué nos dice de la aguja?
—Pues, veamos. La han hundido en los tejidos del raquis. Ha entrado en el canal espinal y puede haber lesionado las membranas que recubren la médula espinal. Eso puede causar daños permanentes.
—¿Y dolores para toda la vida?
—Sí.
—¿Quiere decirnos qué observó al examinar a las cuatro mujeres?
—Señoría, ¿puedo referirme a unas notas que tomé?
—Ciertamente.
El testigo se palpó los bolsillos y se puso unas gafas.
—Están por el mismo orden en que declararon. La primera señora, una de las mellizas de Israel, Yolan Shoret, presentaba una señalada deficiencia de la cicatriz. Tenía una brecha, un hueco, si lo prefieren, cubierto solamente por el grueso de la piel entre la capa más externa y la más interna que cubren la cavidad del abdomen. —Aquí miró al juez y levantó una mano—. Para manifestar el tamaño, usaría la distancia entre las yemas de los dedos.
—¿Lo entiende el jurado? —preguntó el juez.
Los miembros del jurado asintieron con un leve movimiento de cabeza.
—La cicatriz de la señora Shoret tenía una anchura de tres veces esa distancia y presentaba una hernia, lo que indica que había sanado mal.
El médico volvió a repasar sus notas y agregó:
—Su hermana, señora Halevy, tenía una incisión cortísima, de dos veces aquella distancia. Una incisión muy pequeña, ciertamente. También mostraba un defecto en el centro de la cicatriz, y una pigmentación pardo oscura a causa de los rayos X.
—¿Todavía se observa la quemadura?
—Sí. Ahora bien, la peor de todas era la tercera, la señora Peretz, de Trieste; la dama cuyo hijo le sirvió de intérprete. Su herida está cubierta, literalmente, por sólo el grosor de una hoja de papel. Presentaba el mismo notable defecto de las capas de la pared abdominal, y también una cicatriz pequeña, de dos distancias entre las yemas de los dedos.
—¿Puedo interrumpirle? —dijo Bannister—. Usted ha dicho que la herida estaba cubierta por el grosor como de una hoja de papel. ¿Cuál es el grosor de una pared abdominal normal?
—Está cubierta de varias capas, a saber: piel, grasa, capa fibrosa, capa de músculos y capa peritoneal. En dicho caso no había grasa, ni músculo, ni fibras. En realidad uno podía introducir el dedo casi hasta el espinazo, con sólo apretar la cicatriz.
—¿Como un agujero hasta la parte posterior del cuerpo, cubierto por un pedazo de papel?
—Sí.
—¿Y la última señora?
—¿La señora Prinz, de Bélgica?
Highsmith se puso en pie.
—Creo que acordamos que, debido al estado de aflicción en que se hallaba, yo no pude interrogarla.
—Lo que yo dispuse, sir Robert, fue que se llamaría la atención del jurado sobre este hecho. Pero ahora no estamos ante el testimonio de la señora Prinz, sino ante el del profesor Lighthall. Puede continuar, profesor.
—Dicha señora tenía dos cicatrices, de dos operaciones. Una era una cicatriz vertical, bastante más larga que la otra, parecida esta a las de las otras testigos. Eso me indica que la cicatriz vertical la hizo otro cirujano. La horizontal se veía de color muy pardo por la irradiación; presentaba también una depresión profunda, de un tamaño entre dos yemas de dedo. Es evidente que no sanó bien.
—La cicatriz larga, vertical, ¿estaba a la derecha o a la izquierda?
—A la izquierda.
—La señora Prinz declaró que el ovario izquierdo se lo extirpó primero el doctor Dimshits. ¿Qué diría usted de la situación de aquella cicatriz?
—No encontré pruebas de depresión, infección ni herida por la quemadura. Parecía una operación bien hecha.
—¿Y la otra no?
—No, era como las de las demás testigos, poco más o menos.
—Veamos, profesor; según la experiencia de usted, ¿cuál es la longitud normal de tales incisiones?
—Pues de siete a quince centímetros; según el cirujano y el caso.
—¿Pero nunca de dos y medio a cinco centímetros solamente? —preguntó Bannister.
—En verdad que no.
—¿Cómo juzga aquellas cicatrices, en comparación con las ovariotomías que ha visto usted en otras partes?
—He practicado la cirugía aquí, en Europa, en África, en Oriente Medio, en Australia y hasta en la India. En todos mis años, nunca había visto cicatrices así. Hasta la sutura final era horrible. Todas las heridas se abrieron de nuevo.
Mientras Lighthall volvía a ponerse las notas en el bolsillo, una abrumadora sombra de incredulidad descendía sobre la sala. Sir Robert comprendió que había recibido un severo golpe, y que debía neutralizar el testimonio. Comenzó diciendo:
—Por su declaración, se ve que usted aprecia la diferencia existente entre las refinadas comodidades de las clínicas de lujo de Wimpole y Wigmore y las del campo de concentración de Jadwiga.
—Ya lo creo, muchísimo.
—Y que se da cuenta de que el Gobierno de Su Majestad ha nombrado caballero a este hombre por su pericia como médico y cirujano.
—Me doy cuenta.
—Una pericia tan evidente que, a pesar de los distintos procedimientos quirúrgicos que se puedan emplear por uno o por otro, nos diría es imposible que sir Adam Kelno realizase las operaciones que usted ha descrito.
—Yo me inclinaría a pensar que ningún cirujano auténtico las hubiera hecho, pero, evidentemente, alguien las hizo.
—Pero no sir Adam Kelno. Veamos, pues; usted está enterado de los centenares de miles de personas a quienes se dio muerte en Jadwiga con una rápida emanación de gas.
—Sí.
—Y sabe que aquello era un infierno, y no era Cavendish Square; era un infierno total, donde la vida humana no tenía apenas ningún valor.
—Sí.
—Y estaría de acuerdo, ¿verdad?, en que si usted hubiese sido un médico prisionero, trabajando sin horario y en una lucha a vida o muerte, aunque entrara en su sala de operaciones un oficial de las SS sin mascarilla ni bata, usted habría podido hacer muy poca cosa para remediarlo, ¿cierto?
—Estoy de acuerdo.
—Y usted sabe, ¿verdad que sí, profesor Lighthall?, que el British Medical Journal está lleno de artículos sobre los riesgos de las irradiaciones, que podrían causar leucemia e impedir el alumbramiento, y alterar los efectos genéticos; y que han habido mujeres irradiadas que echaron al mundo monstruos o fetos deformes.
—Sí.
—Y usted sabe que hubo médicos y cirujanos que murieron a causa de las irradiaciones, y que en 1940 no se tenía la pericia que se tiene hoy. ¿Lo sabe?
—Lo sé.
—¿Concibe que un médico arrancado de su mundo y arrojado a un infierno de pesadilla podría sufrir una grave alteración psíquica?
—Tengo que conceder que sí.
—¿Y no concebirá que hubiera muchas opiniones distintas sobre la longitud de una incisión, por aquellos tiempos, y sobre el tiempo necesario para realizar ciertas operaciones?
—Un momento, sir Robert, me siento un poco atropellado en este punto. La cirugía desmañada y la prisa indebida son mala cosa, y los médicos polacos lo reconocían, aun por aquellos tiempos.
—¿Quiere decirles a Su Señoría y al jurado, si un médico británico puede permitirse el ser mucho más conservador que un médico polaco?
—Puedo declarar con mucho orgullo que nosotros practicamos una cirugía esmerada, esforzada, cuidadosa. Pero he declarado ya, acerca del examen de la señora Prinz, a la que operaron dos médicos polacos, que uno seguía las normas debidas y el otro no.
Sir Robert saltó literalmente, y la toga se le cayó de los hombros.
—Yo sugiero que hay tantas teorías diferentes entre los cirujanos ingleses y los del continente, que se podría celebrar una convención de un año entero sin llegar a un acuerdo en algunos puntos.
Oliver Lighthall aguardó hasta que la última ráfaga de furor de sir Robert se hubo disipado.
—Sir Robert —contestó, dulcemente—, no puede haber dos pareceres distintos en lo tocante al examen de aquellas mujeres. Aquello fue una cirugía tosca, deficiente. En términos no médicos, yo la calificaría de una carnicería.
El silencio y el brillo de las miradas entre ambos eran como una mecha encendida, a punto de provocar una explosión.
«Dios mío —pensó Gilray—, aquí tenemos a dos ingleses eminentes arremetiendo el uno contra el otro como salvajes».
—Desearía interrogar al profesor Lighthall sobre diversas cuestiones de la ética médica —anunció prestamente el juez, para salvar la situación—. ¿Le parece mal, sir Robert?
—No, Señoría —respondió el abogado, contento de que le sacaran del atascadero.
—¿Y a usted, míster Bannister?
—Creo, ciertamente, que el profesor Lighthall está facultado para contestar, y considero muy del caso que Su Señoría le pregunte.
—Gracias —respondió el juez, y en seguida dejó caer el lápiz, apoyó la cara en la mano y coordinó sus pensamientos—. Lo que se nos presenta aquí, profesor, es el testimonio de dos médicos, quienes dijeron que les habrían condenado a muerte a ellos, o que las operaciones hubieran sido efectuadas por personas sin la pericia debida. Míster Bannister ha discutido enconadamente si de verdad aquellas operaciones podría haberlas efectuado; un enfermero inexperto de las SS. No obstante, bajo las circunstancias de Jadwiga, podemos presumir que la amenaza era auténtica, y que habría sido llevada a efecto, aunque no hubiera sido más que como ejemplo para otros médicos, a quienes pudieran llamar después. Por lo demás, no hemos llegado en esta causa a demostrar que las mencionadas operaciones fuesen realizadas por sir Adam Kelno. Lo que yo le pido a usted es un concepto ético. A su modo de ver, ¿se justifica el hecho de que un cirujano realice una operación con un objetivo médico discutible contra la voluntad del paciente?
Lighthall se retiró una vez más al santuario de la meditación.
—Señoría, eso es completamente contrario a toda la práctica médica que yo he conocido.
—Comprenda que estamos hablando de una práctica médica de la que nadie había tenido noticia jamás. Digamos que en un país árabe a un hombre le hubieran condenado, por ladrón, a que se le cortase la mano, y que usted fuese el único cirujano hábil de por allí. Y la alternativa es que, o se la corta usted, o se la corta otra persona.
—En tal caso, yo le hubiera dicho al individuo que no tenía otra alternativa.
Adam Kelno movió la cabeza asintiendo y sonrió levemente. Lighthall continuó:
—Si el paciente no hubiera estado de acuerdo, nada me habría forzado a tomar en cuenta la posibilidad, y nada podría obligarme a practicar una cirugía de salvajes. Pero yo creo, Señoría, que si tuviera que hacer esa operación tendría la energía suficiente para volver el bisturí contra mí mismo.
—Por fortuna —dijo Gilray—, esta causa se resolverá según la ley, y no según la filosofía.
—Señoría —repuso Oliver Lighthall—, voy a disentir de su punto de vista sobre la cuestión del ejercicio de la Medicina en situaciones adversas. Concedido, Jadwiga estaba en el fondo de la sima, pero los médicos han ejercido en toda clase de infiernos, en toda suerte de calamidades, en campos de batalla, cárceles y en todas las situaciones adversas imaginables. A pesar de lo cual estamos siempre obligados por el juramento hipocrático, en vigor desde hace dos mil cuatrocientos años y que nos conjura a ayudar a nuestro paciente, pero jamás a dañarle ni hacerle nada malo. Mire usted, Señoría, un prisionero tiene derecho a ser protegido por el médico, porque el «juramento» dice también: «Me abstendré de ultrajar los cuerpos de hombres y mujeres, sean libres… o esclavos».