CAPÍTULO XXII

Abraham Cady, con los ojos enrojecidos, entró con su hijo en la sala del tribunal. Entre los dos cuartos de consulta había un retrete para hombres. Abe penetró en el urinario. Notó que tenía alguien al lado y miró por encima del hombro. Era Adam Kelno.

—Aquí hay un par de testículos judíos que no arrancarás nunca —le dijo.

—¡Silencio!

Helene Prinz era menudita y vestía pulcramente; se movía por la sala del tribunal con más seguridad que ninguna de las otras mujeres. Aunque exteriormente era la que las dirigía, Sheila comprendió que tenía los nervios tan tensos que era la que corría más riesgo de estallar.

A través de un intérprete de francés, dio Amberes como su lugar de nacimiento y el año 1922 como fecha del mismo, y leyó el número que le habían tatuado. Era un ritual que se había repetido ya muchas veces, pero que nunca dejaba de impresionar a los que lo presenciaban.

—Usted continuaba utilizando su apellido de soltera, Blanc-Imber, a pesar de que tanto usted como su hermana Tina se casaron después de estallar la guerra.

—Pues en realidad no nos habíamos casado. Mire usted, los alemanes enviaban fuera a las parejas casadas; por ello, mi hermana y yo pronunciamos las promesas en una ceremonia secreta celebrada en presencia de un rabino, pero el acto no se registró jamás. Ambos maridos perecieron en Auschwitz. Yo me casé con Fierre Prinz después de la guerra.

—¿Se me permite abreviarle las contestaciones a la testigo? —preguntó Bannister.

—No hay obstáculo.

—A usted la llevaron al Barracón III en la primavera de 1943, junto con su hermana Tina, y la sometieron al tratamiento por rayos X. Bien, conviene que esto quede bien claro; todo ello ocurrió algún tiempo antes de que llegaran al barracón las otras dos parejas de gemelas, las Lovino y las Cardozo, procedentes de Trieste.

—Completamente exacto. A nosotras nos irradiaron y nos operaron bastante antes de que llegasen las otras gemelas.

—Por aquel tiempo una médico, una mujer polaca llamada Gabriela Radnicki cuidaba de ustedes. Es la que se suicidó y fue sustituida por María Viskova.

—Exacto.

—Pues bien, antes de que las sometieran a los rayos X, las llevaron al Barracón V. ¿Quiere explicarnos lo que sucedió?

—El doctor Boris Dimshits nos examinó.

—¿Cómo sabe que era el doctor Dimshits?

—Nos lo dijo él mismo.

—¿Recuerda su aspecto?

—Parecía muy anciano, bastante débil y distraído, y recuerdo que tenía las manos cubiertas de eczema.

—Sí, continúe, se lo ruego.

—Nos envió a Tina y a mí al Barracón III. Dijo que la parte irradiada no había sanado lo suficiente para sufrir una operación.

—¿Estaba presente alguien más?

—Voss.

—¿Protestó Voss y le mandó que operase a pesar de todo?

—Se quejó, pero no hizo nada. A cabo de dos semanas, las manchas negras desaparecieron y fuimos llevadas al Barracón V. El doctor Dimshits dijo que nos operaría y prometió que nos dejaría un ovario sano. Me pusieron una inyección en el brazo y me entró mucho sueño. Luego recuerdo que me llevaron en camilla de ruedas a una sala de operaciones y me durmieron.

—¿Sabe qué clase de anestesia le dieron?

—Cloroformo.

—¿Cuánto tiempo pasó en la cama después de la operación?

—Muchas, muchas semanas. Tuve complicaciones. El doctor Dimshits nos visitaba a menudo, pero apenas nos veía en aquella semioscuridad. Desmejoraba muy aprisa.

—¿Y luego les dijeron que le habían enviado a la cámara de gas?

—Sí.

—La doctora Radnicki se suicidó entonces, ¿verdad?

—Sí, en el barracón.

—Y hacia finales del año, después de haber ingresado en el Barracón II las hermanas Lovino y Cardozo, fueron sometidas ustedes nuevamente a los rayos X, ¿es cierto?

—Esta vez, Tina y yo nos pusimos furiosas —dijo la mujer, y describió el tremendo alboroto en la sala de espera del Barracón V—. Yo luché. Tina y yo luchamos para que no nos separaran, pero me sujetaron y me inyectaron en la columna vertebral. A pesar de la inyección, mi cuerpo no quedó insensible. Continuaba sintiéndolo todo.

—¿No hizo efecto la anestesia?

—No.

—Y cuando la introdujeron en la sala de operaciones, ¿no le dieron nada para que perdiera el sentido?

—Yo estaba aterrorizada. Conservaba toda la sensibilidad, y así lo dije. Logré sentarme y saltar de la mesa. Dos de ellos me doblaron los brazos a la espalda y me arrastraron de nuevo hacia la mesa. El médico me dio varios cachetes, me golpeó en el pecho y me gritó con toda la fuerza de sus pulmones: «Verlichte Judin…!» (¡So judía maldita!) Yo le supliqué que me matase, porque no podía resistir el dolor. Sólo gracias al doctor Tesslar pude sobrevivir.

—¿Estuvo muy enferma después de la operación?

—Tuve una fiebre altísima y estaba enloquecida. Recuerdo haber oído, como a través de una niebla, los gritos de Tina… y luego no oí nada. No sé cuánto tiempo pasó hasta que pude volver a pensar con claridad. Debieron transcurrir muchos días. Pregunté por Tina, y entonces la doctora Viskoya me dijo que Tina había muerto de hemorragia la primera noche.

La testigo se contorsionó y sus puños golpearon la baranda del estrado de los testigos. De súbito se puso en pie de un salto, señalando a Adam Kelno.

—¡Asesino! ¡Asesino! —gritó, y de su garganta se escapó un gemido de agonía.

Abe se precipitó por el pasillo apartando a la gente que le estorbaba.

—¡Ya basta! —exclamó al mismo tiempo que dejaba atrás el recinto de la Prensa y rodeaba a la testigo con los brazos—. Me la llevo fuera de aquí.

El ujier miró al juez, quien hizo un gesto indicando que los dejara en paz. Mientras Abraham sacaba a la mujer de la sala, cargando casi con todo su peso, ella gritaba que le había defraudado, que no había cumplido debidamente con él.

—Deduzco que era Abraham Cady —dijo el juez.

—Sí, Su Señoría.

Gilray quería iniciar un discurso censurando la escena y advirtiendo que no toleraría otras similares, pero no pudo.

—¿Querrá repreguntar a la testigo, sir Robert?

—La testigo está demasiado afectada, es evidente, para continuar.

—El jurado lo ha visto y oído todo —replicó el juez—. No podrán olvidarlo. Miembros del jurado —dijo Gilray con voz forzada llena de cansancio—; sir Robert acaba de tener el gesto bondadoso que uno esperaría de un abogado inglés. Cuando yo les resuma a ustedes, más tarde, las pruebas presentadas, les pediré, de acuerdo con el espíritu del juego limpio, que recuerden que no se ha interrogado de nuevo a esta testigo. ¿Decretamos un aplazamiento?