CAPÍTULO XXI

Ya se han marchado todos, menos Helene Prinz, la dama de Amberes. La doctora Susanne Parmentier está con ella; no le falta, pues, ninguna atención.

Han regresado a Israel, a Holanda, a Trieste. Echaré de menos, infinitamente, al afable doctor Leiberman.

Moshe Bar Tov partió trastornado aún por la revelación del proceso, y ha convencido a Daniel Dubrowski de que vaya a pasar una temporada en su kibbutz para colmarle de afecto, para borrar su ingratitud con la persona que le cedió su masculinidad.

¡Qué vacío me sentí viéndolos marchar! Una comida de despedida, brindis, pequeños regalos y riadas de lágrimas… Lo que ellos hicieron aquí reclama una clase especial de coraje que yo no comprendo todavía, pero sé que gracias a ese coraje serán siempre los protagonistas de un fugitivo momento de la historia.

La más afectada por la partida ha sido Sheila Lamb. Desde el momento que llegaron los tomó por su cuenta, completamente decidida a no dejarles vacilar, ni a que se sintieran faltos de amor.

Estuvo presente cuando examinaron a las mujeres. Cuando vio las cicatrices no se permitió ninguna manifestación externa de la revulsión que aquel cuadro le producía.

Durante la comida de despedida, en casa de lady Sarah, Sheila abandonó la mesa bruscamente, corrió hacia el cuarto de baño y estalló en lágrimas. Las mujeres fueron a buscarla. Y ella les mintió, diciendo que estaba desazonada porque le venía la regla. Como ninguna de ellas la tiene, aquello se convirtió en un momento de excitación y, luego, en risas.

No me permitieron que fuese a Heathrow a despedirles. No sé por qué. Los ingleses no se meten en los asuntos de los demás.

Ben y yo paseamos un rato, que nos pareció una eternidad, por las orillas del Támesis, tratando de analizar todo lo que estaba ocurriendo. Desembocamos en los inmensos céspedes del Temple y subimos por el paseo del Middle Temple.

Era la una de la madrugada, pero la luz continuaba encendida en el despacho de Thomas Bannister y Brendon O’Conner. ¿Quieren saber algo de esos hombres? O’Conner no ha pasado ni una sola noche con su familia desde hace dos semanas antes de que empezara el juicio. Alquiló un cuartito en un hotel vecino para poder trabajar a todas horas del día. Muchas veces ha dormido en el sofá de su despacho.

Todos los días, después de la sesión del tribunal, Sheila transcribía las declaraciones y las llevaba al Temple. O’Conner, Alexander y Bannister las estudiaban, junto con el trabajo para el día siguiente, y todas las noches, a las once, se reunían y trabajaban hasta las dos o las tres de la madrugada. Los finales de semana eran una bendición; pero esos hombres los pasaban trabajando sin descansar un momento.

¿Y Sheila? Su jornada empezaba a las siete de la mañana en un hotel, con los testigos. Desayunaba con ellos, los acompañaba al tribunal, ya sosegados, hacía su jornada de trabajo en el juzgado y transcribía las declaraciones. Luego comía con los testigos, los llevaba a teatros y museos, a nuestras comidas particulares y, en los finales de semana, al campo. Todas las noches estaba con ellos, animándolos, bebiendo con los hombres, o haciendo lo que conviniere. Yo la veía envejecer ante mis ojos por el dolor que llevaba dentro.

Ben y yo salimos del Temple y nos plantamos ante el tribunal. Yo amo a los ingleses. No podía creer que aquella gente se volviera contra mí.

Miren las colas en Oxford Street. Nada de empujones, nada de cortar las filas. Cuarenta millones de personas amontonadas en un clima tan malo que enloquece a los escandinavos. Y de todo ello nace un sistema de orden fundado en el respeto a nuestros vecinos y en las aspiraciones razonables de la vida, con la recompensa cumbre de la elevación a la dignidad de caballero.

Miren la calma con que han tomado a la generación nueva. Caballeros bigotudos con traje oscuro, sombrero hongo y paraguas, haciendo cola detrás de una pollita con la falda hasta las nalgas, y delante de un muchacho que más parece una chica.

Por nuestra vera pasa un guardia y se lleva el dedo al casco para saludar. No lleva armas. ¿Se imaginan una cosa igual en Chicago?

Hasta los manifestantes se sujetan a las reglas. Protestan con una razonable falta de violencia. No rompen cristales, no incendian edificios, no se amotinan. Protestan airada pero noblemente y, en compensación, la policía no les da porrazos.

Diablos, ningún jurado británico me condenara.

Cuando regresaron a los mews, Ben y su padre se hallaban en ese estado de espíritu que permite pasar la noche entera charlando.

—¿Qué te parece de Vanessa y Yossi? ¿Sabrá hacerle feliz ese muchacho?

—Es oficial de paracaidistas. Ha estado confinado toda su vida en Israel, siempre de espaldas al mar. Ya sabes lo rudo que es. Yo creo que este viaje le ha beneficiado mucho. Le conviene ver gente amable, gentil, mundana. El procura disimularlo, pero Londres le ha impresionado profundamente. Ahora que lo ha visto, se contagiará más y más de las cosas de Vanessa.

—Así lo espero. Es inteligente, no cabe duda. —Abe se llenó el vaso, y Ben cubrió el suyo con una mano, indicando que no quería más—. Estás adquiriendo malos hábitos en Israel, como el de no beber.

Ben soltó una carcajada. Era una risa franca, sin inhibiciones. Se le notaba rebosante de energía. Luego se puso serio.

—A Vinny y a mí nos fastidia verle caminar por la vida sin compañía, padre.

Abe se encogió de hombros.

—Soy escritor. Estoy solo hasta en medio de un salón de baile completamente atestado. Esa es mi carga.

—Acaso no estuviera tan solo si empezara a mirar a mujeres como lady Sarah de la manera que ella le mira a usted.

—No sé, hijo. A veces pienso que quizá a tu tío Tom, a ti y a mí, nos fundieran en un mismo molde. Ninguno de nosotros soporta a las mujeres, en sociedad, más de quince minutos seguidos. Las mujeres sólo sirven para la cama, y ni siquiera en eso hay muchas que merezcan el aprobado. Nuestro problema radica en que nos gusta estar entre hombres. Bases aéreas, vestuarios de club, bares, clubs de lucha, donde no tengamos que soportar el parloteo femenino. Luego encontramos una mujer como Sarah Wydman, casi tan completa como es posible en una hembra, y ni aun así nos basta. Porque no puede ser mujer y hombre al mismo tiempo. Pero aunque ella comprendiera esta necesidad, no creo que ninguna mujer merezca el castigo de ser la esposa de un escritor, Yo fastidié a tu madre. Si una mujer tiene algo que dar, la dejo sin nada. Estoy contento de ser escritor; pero, te lo aseguro, no querría que mi hija se casara con ninguno.

Abe suspiró y apartó la vista de su hijo, temiendo abordar la cuestión que le había atormentado todo el día. Por fin se decidió:

—Os he visto, a ti y a Yossi, con el agregado militar de la Embajada israelí.

—La situación no es buena, papá —contestó Ben.

—¡Malditos canallas rusos! —exclamó Abe—. Ellos son los que empujan a los otros. ¡En nombre de Dios!, ¿cuándo tendremos un día de paz?

—En las llanuras del Paraíso —musitó Ben.

—Ben…, hijo, escúchame. Hijo, por amor de Dios…, no seas un piloto temerario.