CAPÍTULO XX

Daniel Dubrowski, lamentable sombra de un hombre que en otro tiempo fue robusto, se acercó al estrado de los testigos. Era como el retrato de una tragedia abyecta, un objeto, una planta que no reía desde hacía veinte años. Una y otra vez, Bannister y el juez le pedían que hablase más alto, al dar su domicilio en Cleveland (Estados Unidos), y su lugar de nacimiento en Wolkowsky, que antes pertenecía a Polonia y ahora formaba parte de la Unión Soviética. Al comenzar la Segunda Guerra Mundial estaba casado, tenía dos hijas y enseñaba lenguas romances en un instituto judío.

—¿Le ocurrió algo de particular en 1942?

—Me transportaron, junto con mi familia, al ghetto de Varsovia.

—Y luego, ¿tomó parte en el levantamiento?

—Sí, en la primavera de 1943 hubo una rebelión. Aquellos de entre nosotros que habíamos sobrevivido hasta entonces, vivíamos en bunkers abiertos muy por debajo de la superficie del suelo. La lucha contra los alemanes duró más de un mes. Al final, cuando el ghetto estuvo en llamas, me metí por las cloacas, escapé al bosque y me uní a un grupo clandestino polaco.

—¿Qué sucedió?

—Los polacos no querían judíos en su seno. Nos traicionaron. La Gestapo nos cogió y nos transportaron a Jadwiga.

—¿Quiere continuar y hacer el favor de hablar más alto, señor?

Daniel Dubrowski bajó la cabeza y empezó a sollozar. Mientras la sala quedaba en silencio, el secretario escribió: «El testigo ha sido presa del dolor». El juez Gilray le ofreció un descanso, pero Dubrowski meneó la cabeza con aire abatido, y recobró la compostura.

—¿Se opondría Su Señoría y mi docto colega a que ahorrásemos a míster Dubrowski el referir los detalles de la pérdida de su esposa y sus hijas?

—No hay objeción.

—¿Se me permite que interrogue al testigo de forma que sólo tenga que contestar sí o no?

—No hay obstáculo.

—¿Es exacto todo esto? —dijo ahora al testigo—. A usted le sacaron de una fábrica de municiones, a finales de 1943, para llevarle al Barracón III, y posteriormente le irradiaron en el Barracón V y le extirparon un testículo en el mismo grupo de operaciones que a los testigos anteriores.

—Sí —murmuró—, es exacto.

—Y el doctor Tesslar, ¿estuvo presente durante la operación, y más tarde durante su restablecimiento?

—Sí.

—Tres meses después de haberle sido extraído el primer testículo, usted y míster Bar Tov, conocido entonces por Herman Paar, fueron irradiados por segunda vez.

—Sí.

—Por lo que ha declarado mister Bar Tov, podemos resumir que la primera vez él no quedó estéril, ¿verdad? Y que el coronel Voss quiso hacer una segunda tentativa. Quizá usted tampoco había quedado estéril. La segunda vez, ¿estuvieron expuestos más rato a los rayos X?

—Más o menos el mismo tiempo, pero oí que hablaban de una intensidad más fuerte.

—¿Querría explicar a Su Señoría y al jurado qué se dedujo de todo aquello?

—Después de habernos sometido por segunda vez a los rayos X, no nos quedaba la menor duda de que era sólo cuestión de tiempo el que nos operasen de nuevo y nos hicieran eunucos. Menno Donker —dijo, refiriéndose a Pieter van Damm— había sido ya enteramente castrado, lo cual nos advertía que correríamos la misma suerte. Una mañana, como sucedía muy a menudo, amaneció cadáver un prisionero, y el doctor Tesslar vino a hablarme de la cuestión de comprar a los guardias kapos y redactar un certificado de defunción falso. Lo mismo podía hacerse para Herman Paar y para mí. Ambos esperábamos la segunda operación.

—Permítaseme interrumpir. Míster Paar ha cambiado de nombre posteriormente, adoptando el de Moshe Bar Tov, y ha declarado en este juicio. ¿Es a él a quien se refiere?

—Sí. Yo tomé la decisión de que había que salvar a Paar. Era el más joven y tenía probabilidades de subsistir. Yo había vivido ya y tenía una familia.

—Con lo cual, Paar asumió la identidad del muerto y no fue operado por segunda vez, y usted sí. ¿Se enteró Paar de esta decisión?

Dubrowski se encogió de hombros.

—Lamento mucho —dijo Su Señoría el juez Gilray—, que el taquígrafo del tribunal no pueda dejar constancia de un gesto.

—Él era un muchacho, nada más. No comentamos su caso. Era la única solución humana.

—¿Quiere hablarnos de su segunda operación?

—Esta vez vinieron cuatro guardias de las SS. Me golpearon, ataron y amordazaron, y me arrastraron al Barracón V. Como casi me ahogaba, me quitaron el pañuelo de la boca. Luego me bajaron los pantalones y me doblaron para clavarme la aguja en el espinazo. Aunque estaba atado, seguí luchando. Grité y caí al suelo.

—¿Qué sucedió entonces?

—La aguja se rompió.

En la sala del tribunal había una multitud de estómagos revueltos. Ahora los ojos se volvían más a menudo hacia Kelno, y le estudiaban, aunque evitando el contacto.

—Continúe, señor.

—Yo me revolcaba por el suelo. Entonces oí que alguien me hablaba en polaco. Por el aspecto y la voz, era el mismo médico que me había operado la primera vez. Llevaba la bata de operador y la mascarilla puesta, y se quejó de que estaba esperando a su paciente. Yo le supliqué a gritos…

—¿Qué hizo él?

—Me golpeó la cara con el tacón del zapato y me maldijo en polaco.

—¿Qué le dijo?

Przestan szezekak jak pies itak itdk mrzesz.

—¿Qué significa eso?

—Deja de ladrar como un perro. De todas formas morirás.

—¿Qué sucedió entonces?

—Me clavaron otra aguja y me colocaron en una camilla. Yo suplicaba que me ahorrasen otra operación. Decía: «Dlaczego mnie operujecie jeszcze raz prziciez juzescie mnie ras operowali». (¿Por qué operarme de nuevo? He sido operado ya una vez). Pero él siguió mostrándose rudo y brutal conmigo.

—¿Solían hablarles así los alemanes en Jadwiga?

—Siempre.

—Pero usted era polaco, y aquel médico era polaco.

—No es eso exactamente. Yo era judío.

—¿Desde cuándo eran ciudadanos polacos los antepasados de usted?

—Desde cerca de mil años.

—¿Esperaba que un médico polaco le hablara en aquel tono?

—No me sorprendió nada. Conozco a un polaco antisemita con sólo oírlo.

—Pediré al jurado —interpuso Gilray— que olvide esta última frase. ¿Quiere dejarlo así, míster Bannister?

—Sí, Señoría. Continúe, míster Dubrowski.

—Entonces entró Voss, con uniforme de las SS, y apelé a él. El médico, por su parte, me habló a mí en alemán. Dijo ruhig.

—¿Habla bien el alemán usted?

—En un campo de concentración, uno aprendía muchas palabras alemanas.

—¿Qué significa ese ruhig?

—Silencio.

—Voy a intervenir —dijo sir Robert—. Este testimonio es una continuación de la sugerencia, no demostrada, de que el doctor Kelno era la persona que realizaba la operación. Esta vez mi docto colega ni siquiera sugiere que Tesslar estuviera presente; únicamente el testigo piensa que el operador era el mismo que le operó antes. La implicación cala más hondo a causa de una conversación sostenida en polaco. Yo sugiero que en algunas traducciones se han tomado unas libertades extraordinarias. Por ejemplo, la palabra ruhig figura en el poema de Heine, Lorelei, con el sentido de dulce. Dulcemente corre el Rin. Si el operador hubiera querido decir «cállese», es más probable que hubiera ordenado «halte», calla.

—Comprendo lo que quiere decir, sir Robert. Y tomo nota de que el doctor Leiberman está hoy entre los espectadores. ¿Tendría la bondad de acercarse al tribunal y recordar que continúa bajo juramento? El alemán es su lengua materna, ¿verdad, doctor Leiberman?

—En efecto.

—¿Cómo traduciría usted ruhig?

—En este contexto es un mandato para que se callen. Cualquier superviviente de un campo de concentración lo atestiguara.

—¿A qué se dedica usted ahora, míster Dubrowski?

—Tengo una tienda de ropa usada en un barrio negro de Cleveland.

—Pero sigue capacitado como profesor de lenguas romances, ¿no es cierto?

—No me queda ningún deseo. Quizá… por eso me sometiera a la segunda operación, en el lugar de Paar… Estoy muerto desde que se me llevaron a mi esposa y mis hijas.

Moshe Bar Tov había sido llevado al cuarto de consultas, y mientras Dubrowski contestaba las repreguntas, el doctor Leiberman y Abraham Cady salieron de la sala y le explicaron. —Bar Tov lo supo por primera vez— el sacrificio que hizo por él aquel hombre.

—¡Oh, Dios mío!

Bar Tov lloró a gritos, acongojado, y dejóse caer contra la pared, que golpeó con fuerza. Luego sollozó en silencio. Al cabo de unos momentos abrióse la puerta para dar paso a Daniel Dubrowski. Moshe Bar Tov se volvió hacia él.

—Creo que será mejor que les dejemos solos —dijo Abe.