CAPÍTULO XVIII

—Señoría, nuestro próximo testigo declarará en italiano.

Ida Peretz, una mujer rolliza, vestida de modo corriente, entró en la sala del tribunal con el aire aturdido del toro que se hallara de pronto en el ruedo. Sheila Lamb le hizo un gesto tranquilizador desde la mesa del procurador, pero ella no lo vio. Ida Peretz siguió recorriendo la sala con la mirada, mientras el intérprete de italiano prestaba juramento, y por fin pareció sosegarse, cuando vio a un joven de cerca de veinte años en la última fila de espectadores. Ella le dirigió un leve saludo con la cabeza, y él correspondió del mismo modo.

La testigo juró sobre el Antiguo Testamento, diciendo luego que su apellido de soltera era Cardozo, y que tenía el domicilio en la Vía Michaelangelo, en Trieste.

—¿Querría explicar, aproximadamente, a Su Señoría cuándo y bajo qué circunstancias la enviaron al campo de concentración de Jadwiga?

Hubo una prolongada y confusa conversación entre Ida Peretz y su intérprete.

—¿Ha surgido algún problema? —preguntó Anthony Gilray.

—Señoría, la lengua materna de madame Peretz no es el italiano. Su italiano se mezcla con otro idioma, de manera que parece que yo no podría dar una traducción verdaderamente fiel.

—Bien, ¿habla yugoslavo?

—No, Señoría. Habla una mezcla de cosas, una especie de español con el cual no estoy familiarizado.

Del fondo de la sala pasaron una nota a Abraham Cady, el cual la pasó a O’Conner. Este la discutió con Bannister, quien se puso en pie.

—¿Puede ilustrarnos sobre el caso? —preguntó Gilray.

—Parece, Señoría, que la señora Peretz habla ladino. Es este un idioma medieval español similar a lo que es el yiddish respecto al alemán, aunque más confuso. Lo hablan ciertas colonias judías de la orilla oriental del Mediterráneo.

—¿Podemos buscar un intérprete de ladino para escuchar a la testigo más tarde?

Hubo otro ir y venir de notas.

—En sus investigaciones particulares, mi cliente ha dado con el ladino, y dice que es una lengua muy rara por estos días, y que quizá no encontremos a nadie en Londres capaz de traducirla. No obstante, el hijo de la señora Peretz se encuentra en esta sala, ha hablado esa lengua toda la vida con su madre, y se ofrece como intérprete.

—¿Tendría la bondad ese caballero de acercarse al tribunal?

El hijo de Abraham Cady y Terry Campbell siguieron con la mirada a un joven de unos diecinueve o veinte años y aspecto muy italiano que avanzaba de costado hacia el pasillo central, se introducía en el grupo de espectadores puestos de pie, y tras cruzarlo, se acercaba a la mesa de los ayudantes. Arriba, en la galería, también el hijo de Pieter van Damm miraba, mientras el joven saludaba al juez con una reverencia envarada.

—¿Cómo se llama usted, joven?

—Isaac Peretz.

—¿Qué tal es su inglés?

—Estudio en el London College of Economics.

Gilray se volvió prestamente hacia la Prensa.

—Les pido que esta conversación quede suprimida. Evidentemente, si se publicase, a esta señora podrían identificarla fácilmente. Desearía decretar un descanso para estudiar la cuestión. Sir Robert, ¿querrían venir a mis cámaras usted y míster Bannister, junto con la señora Peretz y su hijo?

Después de recorrer la solemne galería que separaba las salas de tribunal de las cámaras, pudieron ver a Anthony Gilray sin peluca. El juez había adquirido de pronto un aspecto nada judicial, de ciudadano inglés corriente. Cuando los demás estuvieron sentados alrededor de su mesa, el ujier salió de la cámara.

—Si ha de ser del agrado de Su Señoría —dijo sir Robert—, nosotros aseguramos que el hijo de la señora Peretz, aquí presente, dará una traducción justa.

—No es eso lo que más me inquieta. En primer lugar, hay la cuestión esa de que puedan reconocer a la señora, y en segundo, el sufrimiento que quizá significaría para estas dos personas. Joven, ¿está bien enterado de las desdichas que hubo de sufrir su madre en otros tiempos?

—Sé que soy hijo adoptivo, y que a ella la sometieron a experimentos en el campo de concentración. Cuando me escribió que pensaba presentarse a declarar en Londres, yo fui del parecer que debía hacerlo.

—¿Cuántos años tiene usted?

—Diecinueve.

—¿Está bien seguro de que puede hablar de esas cosas referentes a su madre?

—Debo hacerlo.

—¿Y se da cuenta, por supuesto, de que en el London College of Economics pronto estarán enterados todos, y en Trieste igualmente?

—Mi madre no se avergüenza, ni tiene un interés extraordinario por quedar en el anonimato.

—Comprendo. Dígame una cosa para mi propia curiosidad. ¿Era su padre un hombre acomodado? No es demasiado corriente tener aquí a un estudiante de Trieste.

—Mi padre era un simple tendero. Mis padres deseaban que yo estudiara en Inglaterra o en América, y trabajaron muchísimo para pagarme los estudios.

El tribunal fue convocado de nuevo mientras Isaac Peretz prestaba juramento y se situaba detrás de la silla de su madre, apoyando la mano en el hombro de esta.

—Tomamos en consideración la relación del intérprete con la testigo, y el hecho de que no se trate de un intérprete avezado, y confiamos que sir Robert nos concederá una razonable libertad de acción.

—Naturalmente, Señoría.

Thomas Bannister se puso en pie.

—¿Quiere leer el número que tiene tatuado su madre?

El joven no leyó en el brazo de su madre, lo recitó de memoria.

—Señoría, dado que gran parte del testimonio de la señora Peretz es idéntico al de las señoras Shoret y Halevy, me pregunto si mi docto colega tendría algo que objetar a que yo guiara a la testigo.

—No tengo nada que objetar.

Una vez más se repitió la consabida historia.

—¿Y está segura de la presencia del doctor Tesslar?

—Sí. Recuerdo su mano acariciándome la frente mientras yo veía roja, como mi propia sangre, la lámpara de arriba. Voss hablaba en alemán. Macht schnell, repetía: «¡Más rápido, más rápido!» Decía que deseaba el informe para Berlín, a fin de establecer la cantidad de operaciones que se podían efectuar en un día. Como yo sabía algo de polaco, gracias a mi padre, entendí que el doctor Tesslar discutía diciendo que los instrumentos no estaban esterilizados.

—¿Se hallaba usted completamente consciente?

—Sí.

La historia de cómo la doctora Viskova y el doctor Tesslar le habían salvado la vida, aparecía acerbamente clara en su mente.

—Emma, o sea mi hermana gemela, y Tina Blanc-Imber eran las que estaban peor. Nunca olvidaré los gritos de Tina pidiendo agua. Estaba en la cama vecina, con una hemorragia intensa.

—¿Qué fue de Tina Blanc-Imber?

—No lo sé. Por la mañana ya no estaba allí.

—Veamos, si el doctor Kelno hubiera visitado el barracón para examinarlas a ustedes, ¿las habría encontrado animadas?

—¿Animadas?

—Él declaró que habitualmente encontraba a sus pacientes animados.

—¡Dios mío, nos estábamos muriendo!

—¿Y el morirse no las confortaba?

—No, ni pensarlo.

—¿Cuándo volvieron a trabajar en la fábrica de armas usted y su hermana?

—Varios meses después de la operación.

—¿Querría explicárnoslo?

—Los kapos y las SS de aquella fábrica eran particularmente crueles. Ni Emma ni yo habíamos recobrado la salud que tuvimos antes. Apenas teníamos energías para llegar al final de cada jornada. En esto, Emma empezó a desmayarse sobre el banco de trabajo. Yo enloquecía en mis deseos de salvarla. No tenía nada con que sobornar a los kapos, ni podía esconderla en ninguna parte. Me sentaba a su lado y le hablaba horas enteras para mantenerla con la cabeza levantada y las manos en actividad. Esto continuó así varias semanas, pero un día se desmayó y no pude conseguir que recobrase el conocimiento. De modo que… se la llevaron… a Jadwiga Oeste y le aplicaron el gas.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Ida Peretz. La sala estaba en silencio; todos se hallaban inmóviles.

—Creo que nos convendría un corto descanso.

—Mi madre preferiría continuar —dijo el muchacho.

—Como quieran.

—Luego, después de la guerra, usted regresó a Trieste y se casó con Yesha Peretz, tendero.

—Sí.

—Señora Peretz, me resulta extremadamente penoso hacerle la pregunta que formularé ahora, pero interesa mucho que la hagamos. ¿Le ocurrió algo desacostumbrado, físicamente?

—Encontré a un doctor italiano que puso un interés especial en mi caso, y al cabo de un año de tratamiento se reanudó mi período menstrual.

—¿Y quedó embarazada?

—Sí.

—¿Qué ocurrió?

—Tuve tres abortos, y el médico creyó conveniente extirparme el otro ovario.

—Veamos, pongamos esto bien en claro. A usted le aplicaron los rayos X en ambos ovarios, ¿verdad?

—Sí.

—A la vez en ambos y por el mismo período de tiempo, de cinco a diez minutos. ¿Digo bien?

—Sí.

—Entonces, habiendo sido usted capaz de concebir con un ovario irradiado, debemos presumir que ambos ovarios estaban igualmente vivos.

—Mis glándulas no estaban muertas.

—De modo que lo cierto es que le habían extirpado un ovario sano.

—Sí.

Sir Robert Highsmith husmeaba la atmósfera de la sala, y pasó una nota a Chester Dicks que decía:

«Encárguese de preguntar, y tenga mucho cuidado con no intimidarla».

Dicks fue interrogando de forma que pudiera terminar sugiriendo que Kelno no había sido el cirujano.

—Usted y su madre pueden irse cuando gusten —dijo Gilray.

La mujer se puso en pie y su hijo le pasó un brazo por la cintura, sosteniéndola. A su lado, todos los presentes en la sala se levantaban.