Llamaron a la primera víctima masculina, Moshe Bar Tov, que aguardaba en el cuarto de consultas. Moshe Bar Tov entró en la sala con aire de reto, aunque un poco cohibido dentro de su traje nuevo. Dirigió un leve ademán a David Shawcross y Abraham Cady, y luego miró con ojos encendidos y hostiles a Adam Kelno, quien se abstuvo de sostener su mirada. Por primera vez, Kelno parecía cansado, profundamente fatigado.
Moshe Bar Tov había sido el primero en responder a la llamada de Aroni; él fue quien trajo a los otros, y era el jefe indiscutible del grupo.
—Antes de tomar juramento a este testigo —dijo Anthony Gilray, volviéndose hacia la Prensa—, debo expresar mi preocupación y disgusto por un reportaje que ha llegado de un periódico de Jerusalén describiendo a una de las testigos como una mujer de poco más de cuarenta años, menudita de cuerpo, con dos hijos adoptivos y procedente de Trieste. Habrá personas en Jerusalén (y tengo entendido que siguen con mucho interés este juicio) que podrán identificar a la dama en cuestión. Repito que deberían abstenerse de toda descripción de los testigos.
El periodista culpable, un israelí, se hacía el atareado con sus notas y no levantó la vista.
—Doctor Leiberman, usted está todavía bajo juramento, y seguirá estándolo para los restantes testigos de lengua hebrea.
Brendon O’Conner se ocupó del interrogatorio mientras Tom Bannister lo estudiaba todo en actitud impasible.
—Su nombre, señor.
—Moshe Bar Tov.
—¿Y su domicilio?
—El kibbutz Ein Gev, en Galilea, Israel.
—Aquello es una colonia, una colectividad, una finca grande, ¿verdad?
—Sí, de muchos centenares de familias.
—¿Cambió alguna vez de nombre, señor?
—Sí, mi primer nombre fue el de Herman Paar.
—¿Vivía antes de la guerra en Holanda?
—Sí, en Rotterdam.
—¿Y fue deportado por los alemanes?
—A principios de 1943, con mis dos hermanas y mis padres. Nos transportaron a Polonia en vagones de ganado. Soy el único superviviente.
En contraste con Thomas Bannister, Brendon O’Conner interrogaba en tono impaciente, con la voz de un actor que representa a Shakespeare. Bar Tov mostró una dureza de acero al referirse a la muerte de su familia.
—¿Le tatuaron?
—Sí.
—¿Quiere leer su número al jurado?
—Ciento quince mil cuatrocientos noventa, y la marca de los judíos.
—¿Y qué le ocurrió en Jadwiga?
—Me enviaron a trabajar con otros judíos holandeses en una fábrica de la I. G. Farben, para producir piezas de obús.
—Un momento —interrumpió Gilray—. Yo no defiendo a ningún fabricante alemán en particular, pero aquí no hay ningún fabricante alemán para defenderse por sí mismo.
El doctor Leiberman y Bar Tov se enzarzaron en una conversación en hebreo.
—Doctor Leiberman, al tribunal le gustaría saber de qué se trata concretamente.
El médico judío enrojeció visiblemente.
—Su Señoría, preferiría no…
—Por el momento, lo expresaré en forma de una petición.
—Míster Bar Tov dice que tendrá mucho gusto enviándole a usted un ejemplar de los Juicios por crímenes de guerra en Jadwiga, en inglés, de la biblioteca del kibbutz. Insiste en que trabajó en una fábrica de la I. G. Farben.
Anthony Gilray se quedó perplejo, como afectado por una inusitada falta de palabras. Después de juguetear con el lápiz y refunfuñar un poco, se volvió hacia el estrado de los testigos.
—Bien, dígale a míster Bar Tov que celebro el conocimiento especial que tiene de la situación. Explíquele también que se encuentra ante un tribunal inglés, y que nosotros pedimos muy de veras que se respeten por entero las normas de este juicio. Si yo le interrumpo, no es ciertamente por deseo alguno de proteger a los nazis, o a los culpables, sino para atenerme a la conducta normal del juego limpio.
Al oír esto, Bar Tov comprendió que se había apuntado una victoria y saludó al juez con la cabeza, indicando que se portaría bien.
—Bien, míster Bar Tov, ¿cuánto tiempo trabajó en aquella fábrica de municiones de…, digo en la mencionada fábrica?
—Hasta mediados de 1943.
—¿Cuántos años tenía usted entonces?
—Diecisiete.
—¿Y qué pasó?
—Un día vino a la fábrica un oficial de las SS y se puso a seleccionar ciertas personas, entre ellas yo y varios otros muchachos holandeses de mi misma edad, aproximadamente. Nos llevaron al campo principal de Jadwiga y nos alojaron en el Barracón III del complejo médico. Al cabo de varias semanas, vinieron los de la III y nos llevaron al Barracón V. Me eligieron a mí y a otros cinco muchachos holandeses. Nos ordenaron que nos desnudásemos en una sala de espera. Luego, al cabo de un rato, me hicieron pasar a una habitación con una mesa de reconocimiento, y me dijeron que me pusiera encima, a cuatro patas.
—¿Preguntó por qué?
—Ya lo sabía, y me quejé.
—¿Qué le respondieron?
—Me respondieron que yo era un perro judío y que más valía que dejase de ladrar.
—¿En qué idioma le hablaron?
—En alemán.
—¿Quién se lo dijo?
—Voss.
—¿Quién más había en la sala?
—Guardias de las SS, kapos, y dos hombres que o eran médicos o eran enfermeros.
—¿Podría identificar alguno más, aparte de Voss?
—No.
—¿Qué sucedió entonces?
—Traté de saltar de la mesa y me dieron un puñetazo en la sien. Todavía estaba consciente, pero demasiado afectado por el golpe para luchar contra tres o cuatro de ellos, que me sujetaban a la mesa. Uno de los enfermeros sostenía una lámina de cristal debajo de mi pene, y el médico, o al menos un hombre vestido de blanco, me metió un largo palo de madera, como un mango de escoba, por el recto, obligándome a echar esperma sobre el cristal.
—¿Le dolió?
—¿Habla en serio?
—Completamente en serio. ¿Le dolió?
—Pedí misericordia, a gritos, a cada uno de los dioses que conocía y a todos los que no conocía.
—¿Qué sucedió después?
—Fui arrastrado a la fuerza a otra sala, al paso que me sujetaban, me pusieron los testículos sobre una lámina de metal, en una mesa. Luego enfocaron un aparato de rayos X sobre una de mis glándulas, de cinco a diez minutos. Después me devolvieron al Barracón III.
—¿Qué efectos le produjo todo aquello?
—Pasé tres días como atontado y vomitando constantemente. Luego aparecieron unas manchas negras en mis testículos.
—¿Cuánto tiempo estuvo en el Barracón III?
—Unas cuantas semanas.
—¿Sabe con certeza si a sus amigos les trataron igual?
—Sí, y a otros muchos hombres del barracón.
—Dice usted que estaba muy enfermo. ¿Quién le cuidó?
—El doctor Tesslar, y como había tantos holandeses en el barracón, un prisionero holandés. Su nombre, según recuerdo, era Menno Donker.
—¿Cuánto tiempo pasó en el Barracón III, antes de que le sacaran otra vez?
—Debieron de sacarme en noviembre.
—¿Por qué lo dice?
—Recuerdo que se habló de que liquidaban los ghettos en Polonia, y que a centenares de miles los embarcaban para Jadwiga Oeste. Eran tantos que los servicios de exterminio no podían con ellos. Fuera de nuestro barracón, un pelotón de ejecución actuaba continuamente; a todas horas se oían descargas y gritos.
—¿Quiere explicar a Su Señoría y al jurado cómo le sacaron del Barracón III?
—Las SS vinieron a buscarnos a los seis que habíamos recibido los rayos X en la misma sesión. Se llevaron también a un polaco, un hombre mayor, y a Menno Donker.
—¿Habían aplicado los rayos X a Menno Donker?
—No. A mí me extrañó que se lo llevaran. Lo recuerdo.
—Continúe, por favor.
—Nos condujeron al Barracón V, a los ocho, y, además, a seis mujeres de la planta baja del barracón. Entonces se produjo una escena de locura. Nos desnudaron y maniataron a todos, y nos sujetaron para ponernos las inyecciones.
—¿Cuántas inyecciones les pusieron?
—Sólo una, en la columna vertebral.
—¿Cómo y dónde se la administraron?
—En la sala de espera. Un fornido kapo me sujetó los brazos a la espalda, de modo que quedé inerme; otro me hizo meter la cabeza entre las piernas, y un tercero me dio el pinchazo.
—¿Fue indoloro?
—Desde entonces ya no tengo que inquietarme por el dolor, porque nada podría ser tan doloroso. Me desmayé.
—¿Y cuando despertó…?
—Abrí los ojos y vi una lámpara de reflexión. Quise moverme, pero tenía la parte inferior del cuerpo muerta, y unas correas me sujetaban. Cierto número de hombres se inclinaban sobre mí. Al único que conocí fue a Voss. Uno de los hombres vestido de blanco, y con la cara tapada por una mascarilla, sostenía con un fórceps mi testículo cortado y se lo enseñaba a Voss. Luego lo puso en un platillo, y recuerdo que leyeron el número de mi brazo y lo escribieron en una etiqueta pegada al platillo. Yo me puse a llorar. Entonces fue cuando advertí la presencia del doctor Tesslar a mi lado, tratando de consolarme.
—¿Y le devolvieron al Barracón III?
—Sí.
—¿En qué estado se hallaba?
—Todos estábamos enfermos por la infección. Menno Donker era el que estaba peor, porque le habían arrancado ambos testículos. Recuerdo que a un muchacho, Bernard Holst, se lo llevaron aquella misma noche. Más tarde me dijeron que había muerto.
—¿Y le soltaron al cabo de un tiempo?
—No, continué allí. Nos llevaron al Barracón V y nos sometieron de nuevo a los rayos X.
—¿Sufrió una segunda operación?
—No, el doctor Tesslar me salvó. En el barracón había un cadáver. El doctor Tesslar pagó a los kapos para que llenaran el certificado de defunción con mi nombre. Yo adopté el nombre del muerto y pude continuar de ese modo hasta que nos liberaron.
—Míster Bar Tov, ¿tiene usted hijos?
—Cuatro; dos varones y dos chicas.
—¿Adoptados?
—No, míos propios.
—Tendrá que perdonarme por la pregunta que le haré a continuación, pero es de una importancia enorme, y no pretendo sentar ninguna ingerencia sobre la naturaleza de las relaciones de usted con su esposa. ¿Lo examinaron en Israel para saber con certeza si era usted fecundo?
Bar Tov sonrió.
—Sí. Soy demasiado fecundo. Ya tengo bastantes hijos.
Hasta Gilray hubo de sumarse a la breve carcajada general. Luego, silenció la sala con una mirada ceñuda.
—¿De modo que aunque le sometieron a una radiación fuerte en ambos testículos, no quedó estéril?
—En efecto, no.
—Y quien fuere el que le extirpó el testículo que le falta, muy bien pudo extirpar una glándula sana, y no una muerta.
—Así es.
—No hay más preguntas.
Sir Robert Highsmith se puso en pie y consideró rápidamente la situación. Aquella era la tercera víctima que desfilaba ante el tribunal. Evidentemente, Bannister se guardaba algunos triunfos para luego. La telaraña de las inducciones se iba tejiendo alrededor de Kelno, y el golpe definitivo lo asestaría el puño de Mark Tesslar.
Sir Robert balanceó un poco el cuerpo.
—Míster Bar Tov, ¿no tenía usted en realidad dieciséis años cuando llegó a Jadwiga?
—Dieciséis o diecisiete…
—Usted ha declarado que tenía diecisiete, pero tenía dieciséis. Hace mucho tiempo de eso, veinte años. Se hace difícil recordar exactamente muchas de aquellas cosas, ¿verdad?
—Algunas cosas las olvido; otras no las olvido jamás.
—Sí. Y las cosas que olvidó, se las refrescaron.
—¿Refrescar?
—¿No ha prestado testimonio, ni ha hecho alguna declaración en otras ocasiones?
—Al final de la guerra hice una declaración en Haifa.
—Y no hizo ninguna otra declaración hasta que fueron a buscarle estos meses pasados a Israel, ¿cierto?
—En efecto.
—¿Se puso en contacto con usted un abogado que le tomó la declaración en hebreo?
—Sí.
—Y cuando usted llegó a Londres, se sentó con otro abogado y el doctor Leiberman, y repasó lo que había dicho en Israel, ¿no?
—Así es.
—Y sobre muchos puntos se le refrescó el recuerdo de lo que había declarado en Haifa.
—Pusimos en claro algunos puntos.
—Comprendo. Sobre morfina…, la inyección previa… ¿Hablaron de estas cosas?
—Sí.
—Yo sugiero que usted se desmayó en la sala de espera, y no por el dolor de la raquídea, sino porque le habían dado morfina en el Barracón III, y su efecto se manifestó en el V.
—No recuerdo ninguna otra inyección.
—Y como estuvo inconsciente durante la operación, no recuerda ninguna brutalidad, no recuerda nada.
—He dicho que estuve inconsciente.
—Y, por supuesto, no identifica al doctor Kelno como el cirujano, ni como el hombre que le hizo verter esperma.
—No puedo identificarle.
—Supongo que ha visto fotografías del doctor Lotaki en los periódicos. ¿Puede identificarle?
—No.
—Veamos, pues, míster Bar Tov; usted está muy agradecido al doctor Tesslar, ¿no?
—Le debo la vida.
—En un campo de concentración, las personas salvan la vida de otras personas. Usted sabe que el doctor Kelno salvó vidas, ¿verdad?
—Me lo dijeron.
—Y desde la liberación, usted ha continuado en contacto con el doctor Tesslar, ¿es cierto?
—Perdimos el contacto.
—Comprendo. Pero usted le ha visto desde que llegó a Londres.
—Sí.
—¿Cuándo?
—Hace cuatro días, en Oxford.
—¿Y también a otros testigos?
—Sí.
—¿Para ayudarse a clarificar hechos?
—Para reunirnos como antiguos amigos.
—El doctor Tesslar tuvo una influencia muy grande sobre usted. Usted era muy joven cuando estaba en Jadwiga.
—Él era como nuestro padre.
—Y usted era muy joven y su memoria muy deficiente, y es posible que hubiera olvidado algunas cosas.
—Algunas cosas no las olvidaré nunca. ¿Le han metido alguna vez un mango de madera en el recto, sir Highsmith?
—Un momento —dijo Gilray—. Usted se limitará a contestar las preguntas.
—¿Cuándo oyó el nombre del doctor Kelno por primera vez?
—En el Barracón III, donde nos tenían encerrados.
—¿Quién se lo dijo?
—El doctor Tesslar.
—Y recientemente, en Londres, ¿le enseñaron un plano del Barracón V?
—Sí.
—Para tener presentes en la mente todas las dependencias, ¿verdad?
—Sí.
—Porque usted no recordaba exactamente en qué dependencia se encontraba en determinada fecha. Yo sugiero eso. ¿Y le enseñaron fotografías de Voss?
—Sí.
—Díganos ahora, ¿qué trabajo hace en el kibbutz?
—Estoy encargado de las compras y ventas, y de la cooperativa de camiones, junto con otros kibbutzim del sector.
—¿Y antes de eso?
—Durante varios años trabajé de tractorista.
—Hace mucho calor en su valle. ¿No era penoso el trabajo?
—Hacía calor.
—¿Y fue usted soldado del ejército?
—En dos guerras.
—Y sigue cumpliendo su servicio militar todos los años, ¿cierto?
—Sí.
—De modo que, con cuatro hijos, aquella operación no le estropeó la salud.
—Dios fue más benévolo conmigo que con otros.
A continuación, Bannister desencadenó un ataque frontal decisivo, presentando tres hombres más: un holandés y dos israelitas, que estuvieron con Bar Tov aquella noche de noviembre. A medida que la historia se perfilaba mejor, a fuerza de repeticiones, se producían menos y menos diferencias en los testimonios. Cada uno de los testigos insistió en que el doctor Tesslar estaba presente en la sala de operaciones, preparando así el camino hacia el punto crucial del alegato de la defensa. La diferencia principal consistía en que ellos no habían tenido hijos propios, como Bar Tov, que fue más afortunado.
Después de declarar el tercero de los mencionados, Bannister llamó todavía a otro, un antiguo holandés llamado Edgar Beets y que ahora era profesor —el profesor Shalom— de la Universidad hebrea.
En esta batalla de desgaste, Highsmith se fatigó de pronto, y confió la tarea de preguntar a Shalom a su ayudante, Chester Dicks.
El profesor Shalom fue muy lógico y congruente. La tensión cedió, mientras tenía lugar una nueva exposición de los hechos. Cuando Dicks dio por terminado el interrogatorio, Bannister se puso en pie, diciendo:
—Antes de que el testigo se retire, debo someter a la atención de ustedes el hecho de que mi docto colega no ha discutido o rebatido al testigo puntos que constituyen los fundamentos del alegato del demandante. Por ejemplo, no ha rebatido al testigo el hecho de que las víctimas chillaran, no ha discutido que el doctor Tesslar estuviera en la sala de operaciones, no ha discutido sobre la inyección previa de morfina. Yo llamo la atención de Su Señoría sobre el hecho de que ninguno de mis doctos colegas ha sugerido que el testimonio de alguno de estos testigos podía ser falso.
—Sí, comprendo lo que quiere decir —respondió el juez—. Bien, ¿cuál es la situación, míster Dicks? —Gilray inclinó el cuerpo adelante, en su profundo sillón, aguardó unos momentos y luego añadió—: Creo que el jurado tiene derecho a saber si usted cree que los testigos han dejado correr libremente la imaginación, o si han soñado todo lo que nos han explicado, o si opina que son hombres y mujeres perfectamente sinceros y dignos de toda confianza. Veamos, ¿qué alega usted, míster Dicks?
—Creo que no se les puede dar crédito —contestó Dicks—, debido a lo terrible de aquella situación.
—¿No sugerirá —repuso el juez Gilray— que todos ellos nos han contado una sarta de mentiras?
—No, no…, Usía.
—Lo normal —intervino Thomas Bannister— es que uno discuta con el testigo, si no acepta las pruebas que el testigo aporta. Usted no ha discutido ninguno de los puntos más importantes.
—Yo acabo de hacer algunas preguntas sobre la presencia del doctor Tesslar.
—No es necesario interrogar a cada testigo sobre todos los puntos —dijo Gilray, un poco irritado con Bannister.
—Yo sugiero que el doctor Tesslar no estaba en la sala de operaciones —alegó Dicks.
—Sí, allí estaba —replicó mansamente Shalom.