Debido a la íntima e inmediata relación que Sheila Lamb había establecido con las víctimas, Bannister consultó con ella para establecer el orden de presentación de testigos. Necesitaba en primer lugar a una mujer, a fin de que los hombres se llenaran de coraje, y necesitaba una mujer con cierta autoridad, porte y sentido común; una mujer que, ya en el estrado, no perdiese la presencia de ánimo. Sheila le dijo que Yolan Shoret, aunque fuese la más callada del grupo, era la más fuerte.
Yolan Shoret, menudita y muy pulcra en el vestir, pareció perfectamente dueña de sí misma mientras aguardaba con Sheila y el doctor Leiberman en el segundo cuarto de consultas.
En la sala, el juez Gilray se dirigió a los periodistas.
—Yo no puedo dar instrucciones a la Prensa —les dijo—; lo único que puedo decirles es que, como uno de los jueces de Su Majestad, me sentiría aterrado, simplemente aterrado, si se publicara el nombre o la fotografía de alguno de los testigos que sufrieron aquellas terribles operaciones.
Sir Robert Highsmith torció el gesto al oír las palabras «terribles operaciones». En verdad, Bannister había plantado algo en la mente del juez, y acaso también en la de los demás.
—He manifestado ya mi punto de vista —añadió Gilray—, y estoy muy satisfecho de la discreción de la Prensa, por lo que sé de su conducta pasada.
—Señoría —dijo O’Conner—, los procuradores que me instruyen acaban de pasarme una nota diciendo que todos los representantes de la Prensa han firmado un compromiso, obligándose a no publicar nombres ni fotografías.
—Es lo que yo esperaba. Gracias, caballeros.
—Mi testigo declarará en hebreo —anunció Bannister.
Llamaron a la puerta del cuarto de consultas. El doctor Leiberman y Sheila Lamb acompañaron a Yolan Shoret por el pasillo. Sheila le oprimió la mano un momento antes de retirarse hacia la mesa del procurador, para empezar a tomar notas. Un centenar de pares de ojos se volvieron hacia la puerta. Adam Kelno miraba sin emoción mientras la testigo y el doctor Leiberman subían los peldaños del estrado de los testigos. La dignidad de la mujer había impuesto un silencio profundo en la sala. Ella y el doctor Leiberman juraron sobre el Antiguo Testamento, y el juez les ofreció sillas. Yolan Shoret prefirió continuar de pie.
Gilray dio unas cuantas instrucciones al doctor Leiberman acerca de las traducciones. El médico asintió con un gesto y dijo que hablaba fluidamente el hebreo y el inglés, y que el alemán era su lengua materna. Y como conocía a la señora Shoret desde hacía varios años, no tendría dificultad alguna.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Thomas Bannister.
—Yolan Shoret.
A continuación dio su domicilio, en Jerusalén, su nombre de soltera, que era Lovino, y su lugar y fecha de nacimiento: Trieste, 1927. Bannister la observaba con atención.
—¿Cuándo la enviaron a Jadwiga?
—En la primavera de 1943.
—¿Y la tatuaron con un número?
—Sí.
—¿Recuerda el número?
La mujer se desabrochó la manga del vestido y se la subió pausadamente hasta el codo. Parecía como si hubieran dado un martillazo a cada uno de los presentes en la sala. La testigo levantó el brazo, mostrando un tatuaje azul. En el fondo de la sala, alguien emitía fuertes sollozos; el jurado manifestaba su primera reacción.
—Siete, cero, cuatro, tres, dos, y un triángulo para denotar la condición de judía.
—Puede bajarse la manga —murmuró el juez.
El número quedó cubierto, pero no olvidado.
—Señora Shoret —continuó Bannister—. ¿Tiene hijos?
—Propio, ninguno. Mi marido y yo hemos adoptado dos.
—¿Qué hacía en Jadwiga?
—Durante cuatro meses trabajé en una fábrica. Hacíamos piezas para transmisores de campaña.
—¿Trabajaban mucho?
—Sí, dieciséis horas diarias.
—¿Les daban comida suficiente?
—No, mi peso descendió a unos treinta kilos.
—¿Les pegaban?
—Sí, los kapos lo hacían.
—¿Cómo era su barracón?
—Como uno corriente de un campo de concentración. Estábamos amontonados en yacijas de seis personas. Éramos trescientos o cuatrocientos por barracón, con una sola estufa en el centro, una pila, dos retretes y dos duchas. Comíamos en los barracones, en platos de estaño.
—¿Qué pasó al cabo de los cuatro meses?
—Los alemanes vinieron en busca de mellizos. Nos encontraron a mi hermana y a mí, y a las hermanas Cardozo, con las que nos habíamos criado en Trieste, y que fueron deportadas junto con nosotras. Nos llevaron en un camión al campo principal, al Barracón III del complejo médico.
—¿Sabían ustedes para qué servía el Barracón III?
—Pronto lo descubrimos.
—¿Qué descubrieron?
—Contenía hombres y mujeres a los que utilizaban en sus experimentos.
—¿Quién se lo dijo?
—Nos pusieron junto a otras gemelas, las hermanas Blanc-Imber, de Bélgica, a quienes habían aplicado los rayos X y luego las habían operado. No tardamos mucho tiempo en saber por todos para qué estábamos allí.
—¿Querría describir el Barracón III a Su Señoría y al jurado?
—A las mujeres nos tenían en la planta baja; a los hombres, en el piso. Todas las ventanas que daban al Barracón II estaban cegadas, porque fuera había un paredón de ejecución, pero lo oíamos todo. Las ventanas del otro lado permanecían cerradas la mayor parte del tiempo, de modo que estábamos siempre a oscuras, salvo por unas pocas lámparas eléctricas. El fondo del barracón lo habían aislado del resto y contenía unas cuarenta muchachas en las que el doctor Flensberg realizaba experimentos. La mayoría habían acabado perdiendo el juicio; estaban murmurando y gritando continuamente. Muchas de las otras muchachas, como las hermanas Blanc-Imber, se recobraban de operaciones motivadas por los experimentos de Voss.
—¿Tuvo usted conocimiento de alguna prostituta o de otras mujeres a las que se practicara abortos?
—No.
—¿Conoció a un tal doctor Mark Tesslar?
—Sí, estaba arriba, con los hombres, y de vez en cuando ayudaba a tratarnos.
—Pero, que usted supiera, ¿operó a alguna mujer?
—Nunca tuve noticia de ello.
—¿Quién les vigilaba a ustedes en el Barracón III?
—Cuatro mujeres kapos, mujeres polacas armadas de trancas que tenían un cuartito para ellas solas, y una mujer médico llamada Gabriela Radnicki, que tenía una celdita en el fondo del barracón.
—¿Una prisionera?
—Sí.
—¿Judía?
—No, católica.
—¿Las trataba mal?
—Muy al contrario. Era compasiva de veras. Trabajaba intensamente para salvar a las que habían sido operadas, y entraba sola en la jaula donde estaban encerradas las locas. Cuando se ponían histéricas, ella las calmaba.
—¿Qué fue de la doctora Radnicki?
—Se suicidó. Dejó una nota diciendo que no podía resistir más el espectáculo del sufrimiento sin estar en condiciones de aliviarlo. Todas sentimos como si hubiéramos perdido una madre.
Ángela sintió la mano de Terry cogiéndola con tal fuerza que casi lanzó un grito. Adam continuaba con la mirada fija en el estrado de los testigos, casi completamente ajeno a lo que se estaba diciendo.
—¿Fue sustituida la doctora Radnicki?
—Sí, por la doctora María Viskova.
—¿Cómo las trataba esta?
—También como una madre.
—¿Cuánto tiempo las tuvieron en el Barracón III?
—Unas semanas.
—Cuéntenos lo que sucedió luego.
—Vinieron unos guardias de las SS y nos llevaron a las tres parejas de gemelas. Nos condujeron al Barracón V, a un cuarto que tenía un aparato de rayos X. Un enfermero de las SS nos habló en alemán, que nosotras no entendíamos bien. Otros dos enfermeros nos quitaron la ropa y, una después de otra, nos colocaron una placa en el vientre y otra detrás. El enfermero miró el número que tengo en el brazo, lo anotó y luego me aplicaron los rayos X de cinco a diez minutos.
—¿Qué resultado dio aquello?
—Se me formó una mancha color oscuro en el abdomen y luego vomité muchísimo.
—¿Les ocurrió lo mismo a todas?
—Sí.
—¿Dolía la mancha aquella?
—Sí, y pronto formó pus.
—¿Qué sucedió entonces?
—Nos quedamos en el Barracón III, no sé si unas semanas o un mes. Resultaba difícil llevar la cuenta del tiempo. Pero recuerdo que la atmósfera se enfriaba, de modo que había de ser hacia noviembre. Los de las SS vinieron a buscarnos, a las tres parejas de mellizas, bajaron de arriba a varios hombres, y nos condujeron nuevamente a todos al Barracón V, donde nos metieron en una especie de sala de espera. Recuerdo que estábamos muy turbadas porque íbamos desnudas.
—¿En una sola habitación?
—Nos separaba una cortina, pero pronto estuvimos mezclados todos juntos, en confusión.
—¿Desnudos?
—Sí.
—¿Cuántos años tenía entonces, mistress Shoret?
—Dieciséis.
—¿Procedía de una familia religiosa?
—Sí.
—¿Con poca experiencia de la vida?
—Sin ninguna experiencia. Hasta entonces, ningún hombre me había visto desnuda, ni yo había visto el miembro de un hombre.
—¿Y les afeitaron la cabeza?
—Sí, a causa de los piojos y el tifus.
—Y allí estaban mezclados todos. ¿Se sentían mortificados?
—Nos degradaban como animales, y estábamos aterrorizados.
—¿Y luego?
—Unos enfermeros nos tendieron sobre unas mesas de madera y nos afeitaron nuestras partes íntimas.
—¿Y luego?
—Dos hombres me sentaron en un taburete, me hicieron bajar la cabeza hasta tenerla entre las piernas, y otro hombre me clavó una aguja en la columna vertebral. Yo gritaba de dolor.
—¿Gritaba de dolor? Un momento, se lo ruego. ¿Está bien segura de que no se encontraba ya en la sala de operaciones?
—Estoy bien segura de que me hallaba en la sala de espera.
—¿Sabe qué es una inyección? ¿Una inyección corriente?
—Me han puesto muchas.
—Bien, ¿no le pusieron una inyección corriente, antes de la raquídea?
—No, sólo esta última.
—Siga.
—En unos minutos, la parte inferior de mi cuerpo quedó como muerta. Me echaron sobre una camilla y me sacaron fuera de la sala. Por todo mi alrededor había hombres y mujeres gritando y resistiéndose. Llegaron más guardias, con porras, y les pegaban.
—¿Y usted fue la primera que sacaron de allí?
—No, estoy segura de que el primero fue un hombre. A mí me llevaron a la sala de operaciones y me ataron sobre una mesa. Recuerdo la lámpara de encima de mi cabeza.
—¿Estaba completamente consciente?
—Sí. Tres hombres con mascarillas se inclinaron sobre mí. Uno llevaba el uniforme de oficial de las SS. De pronto, la puerta se abrió con furia y entró otro hombre, que se puso a discutir con los cirujanos. No entendía mucho de lo que decían porque hablaban casi exclusivamente en polaco, pero comprendí que el que había entrado últimamente protestaba de que nos hicieran aquello. Al final se vino a mi vera, se sentó cerca de mí, me acarició la frente y me habló en francés, que yo entendía mejor.
—¿Qué le dijo aquella persona?
—«Valor, palomita mía, el dolor pasará pronto. Valor, yo la cuidaré».
—¿Sabe usted quién era aquella persona?
—Sí.
—¿Quién?
—El doctor Mark Tesslar.