—Puede continuar, señor Bannister.
Thomas Bannister fijó su atención en los ocho hombres y las cuatro mujeres que habían emprendido su tarea de jurados sin emoción perceptible. Algunos seguían llevando el «traje nuevo». Y casi todos entraban en la sala con algo que les sirviera de cojín.
Bannister jugueteó con sus papeles hasta que la sala quedó en silencio.
—Estoy seguro de que los miembros del jurado han sospechado que esta causa tiene dos caras. Gran parte de lo que ha dicho mi docto colega, sir Robert Highsmith, es enteramente cierto. Nosotros no negamos que los demandados son el autor y el editor del libro, ni que el párrafo es difamatorio, y estamos de acuerdo en que la persona aludida en el libro es el doctor Adam Kelno, el demandante.
Ahora el reservado de la Prensa estaba tan lleno que la primera fila de las tres que tenía la galería superior estaba llena de tablillas para escribir, para aquellos que no cabían abajo. Anthony Gilray, que había tomado innumerables notas, seguía quemando lápices.
—Usía les instruirá sobre todos los puntos de la ley. Pero en realidad, sólo hay dos caminos. Nosotros, en nuestra defensa, decimos que la esencia del párrafo es ese en que el demandante dice dos cosas. Dice que la esencia del párrafo es falsa, y que por ello tiene derecho a una gran suma por daños y perjuicios. Nosotros sostenemos que dado lo que el doctor Kelno hizo, su reputación no ha sufrido daño alguno, en realidad, y que, si bien ha sido víctima de un libelo, no se le debe el compensar sino con la moneda de menos valor de todo el reino, con una pieza de medio penique.
»Un libelo no depende de lo que el autor quiso decir, sino de cómo lo entiende la gente que lo lee. Nosotros presumimos que la mayoría de las personas que leyeron aquel párrafo no habían oído mencionar jamás a un tal doctor Kelno, ni lo asociaron con el doctor Kelno que ejercía en Elephant and Castle. Ciertamente, muchas personas sí sabían que era el mismo doctor Kelno. ¿Qué significaba eso para ellas?
»Estoy de acuerdo con mi docto colega en que el doctor Kelno se hallaba prisionero en un infierno indescriptible, y bajo el dominio alemán. Resulta muy fácil para nosotros, los que estamos en la alegre y cómoda Inglaterra, el censurar lo que la gente hizo entonces, pero cuando uno considera este caso, debe pensar, ciertamente, de qué forma habría actuado bajo circunstancias similares.
»Jadwiga… ¿Cómo pudo darse jamás una cosa como aquella? ¿En qué parte del mundo están las naciones más civilizadas, adelantadas y cultas? No representaría ningún menosprecio hacia Estados Unidos ni para nuestra Commonwealth el decir: “Las naciones cristianas de Europa occidental son la flor de nuestra civilización, la cumbre más elevada alcanzada por el hombre”. Y si uno hubiera preguntado: “¿Cree usted posible que dentro de unos años una de estas naciones introduzca millones de personas, desnudas, dentro de unas cámaras de gas?”, y entonces todo el mundo habría contestado: “No, no es posible. Vaya, hombre, hable en serio. El Kaiser y el militarismo pasaron ya. Alemania tiene un Gobierno democrático normal, como todas las naciones occidentales. No podemos concebir que nadie quiera hacer una cosa semejante, que le acarrearía el desprecio de todo el orbe. Si lo hiciera en tiempo de paz, pronto estaría en guerra con los que tratarían de impedírselo. E incluso en tiempo de guerra, ¿qué podrían ganar con una conducta semejante?”.
Thomas Bannister repitió el gesto maquinal de hacer rodar la bolsa de los honorarios, y su voz adquirió ahora las modulaciones sutiles de un contrapunto de Bach.
—Nos habrían contestado que no se hallarían personas capaces de cometer tales aberraciones. Nos habrían dicho: «El ejército alemán se compone de gente salida de oficinas, fábricas y tiendas. Gente que tiene sus propios hijos. Nadie conseguiría que un hombre que tiene familia meta niños dentro de una cámara de gas». Y si se nos hubiera sugerido, como remate de todo ello, que escogerían personas para conejillos de Indias y ante sus propios ojos, estando ellas conscientes, les arrancarían los órganos sexuales como parte de unos experimentos sobre esterilización en masa, nosotros habríamos contestado de nuevo (¿verdad que si?) que no era posible. Y todavía más, hubiéramos asegurado: «Esto tendría que hacerlo un médico, y no encontraremos jamás un médico dispuesto a realizarlo».
»Pues bien, nos habríamos equivocado, porque eso ha ocurrido; todo lo dicho ha ocurrido, y hubo un doctor, un médico polaco antisemita, que lo hizo. Y por las pruebas resulta evidente que ocupaba un puesto principal y que tenía una personalidad dominante. Han oído ustedes cómo el doctor Lotaki ha dicho que si el doctor Kelno se hubiera negado, él se habría negado también.
»Nos hubiésemos equivocado al pensar que no podía ocurrir, porque había una causa poderosa que respaldaba y justificaba lo que sucedió. Esa causa monstruosa es el antisemitismo. Aquellos de entre nosotros que no tengan religión, se fiarán de su intelecto. Pero todos, religiosos o no, tenemos un concepto de lo bueno y lo malo.
»Mas cuando uno se permite pensar que hay personas que, a causa de su raza, su color o su religión, no son en realidad seres humanos, uno ha sentado la premisa que justifica el imponer a dichas personas toda clase de humillaciones.
»Este recurso resulta muy útil para el dirigente de una nación que necesita una cabeza de turco universal; alguien a quien culpar de todo lo que no marcha bien. De ese modo puede excitar a las masas hasta ponerlas frenéticas, en un estado de espíritu que les hace mirar a los perseguidos como animales… Sí, nosotros sacrificamos animales del mismo modo que se hacía en Jadwiga. ¿No era Jadwiga Oeste el final lógico de ese camino?
»Nos habríamos equivocado —continuó Bannister, en una oración que parecía hipnotizar a todos los que la escuchaban— porque…, en fin, si se hubiese ordenado a los soldados británicos que encerraran niños y ancianos en cámaras de gas (niños y ancianos que no hubieran hecho nada malo, excepto el ser hijos de sus padres), ¿pueden imaginarse ustedes a unos soldados británicos reaccionando de otro modo que con un motín ante tales órdenes?
»Bien, lo cierto es que hubo algunos alemanes (soldados, oficiales, sacerdotes, médicos y otras personas civiles) que se negaron a obedecer tales órdenes y dijeron: “No haré tal cosa, porque no me gustaría vivir teniendo cargos de conciencia. No los empujaré hacia el interior de la cámara de gas para alegar después que me lo mandaban, y justificar semejante acción diciendo que, al fin y al cabo, si yo no les empujaba, los habría empujado otro; y que yo no podía cambiar la situación; que otras personas los habrían empujado con mayor brutalidad y que, por consiguiente, más valía que les empujase yo, con mucha dulzura”. ¿Ven ustedes? El inconveniente estuvo en que no hubo bastantes personas que se negaron.
»De modo que son tres, ¿no es cierto?, los puntos de vista que pueden adoptar las personas que lean el párrafo del libro en cuestión.
»Consideremos el punto de vista del miembro de las SS que fue guardia de un campo, y al que ahorcaron después de la guerra. Este guardia, si pudiera, diría en defensa propia: “Miren, a mí me alistaron por las quintas y me encontré en las SS, en un campo de concentración, sin saber nada de lo que pasaba”. Aunque, naturalmente, se enteró de sobra de lo que pasaba, y si hubiese sido un soldado británico, se habría sublevado. Yo no sugiero que tales guardias de las SS hubieran de quedar en libertad, después de la guerra, pero si nos ponemos en su lugar, alistados en el ejército de Hitler, y si razonamos como ellos, quizá el ahorcarles fue una medida un poco severa.
»Tenemos ahora un segundo punto de vista. Un punto de vista que nos dice que hubiera habido personas que se habrían arriesgado y hubiesen aceptado castigos severos, y hasta la muerte, negándose, porque eso es lo que les debemos a las generaciones futuras. Hemos de decirles a las generaciones de mañana: “Si esto sucede otra vez, no podréis presentar la excusa de que teméis el castigo, porque llega un momento en la vida del hombre en que la vida de uno mismo ya no tiene sentido, si se dedica a mutilar y asesinar a su prójimo”.
»Y el último punto de vista nos advierte que no se trataba en este caso de un alemán, sino de un aliado, en cuyas manos estaban las vidas de otros camaradas aliados.
»Sabemos, por supuesto, que los médicos prisioneros corrían riesgos y recibían castigos. Nos hemos enterado también, ¿no es verdad?, de que los prisioneros dirigían los servicios médicos, y que uno en particular, el doctor Adam Kelno, era tenido en gran estima por los alemanes, y él mismo se consideraba un asociado de los alemanes. Nadie nos convencerá de que un oficial médico alemán se habría echado la zancadilla él mismo eliminando a una de las personas que le resultaban más útiles. Y sabemos que la orden de trasladar a una clínica particular a aquel médico tan valioso partió de Himmler en persona.
»La defensa afirma que la esencia del párrafo era cierta y que el demandante no tiene derecho más que a un miserable medio penique por daños y perjuicios, pues aun suponiendo que el párrafo hubiera dicho que Fulano de Tal había cometido veinte asesinatos, cuando en realidad sólo cometió dos, ¿qué verdadero daño se habría infligido a la reputación del asesino?
»El párrafo se equivocaba al declarar que se llevaron a cabo más de quince mil experimentos valiéndose de la cirugía. Se equivocaba también al decir que todo se hizo sin anestesia. Lo reconocemos.
»No obstante, ustedes son quienes tienen que decidir la clase de operaciones que se realizaron allí, cómo las efectuaban cuando se trataba de judíos, y cuánto vale la personalidad del doctor Kelno.