Abe estaba sentado en la oscuridad. Un coche se paró delante de los mews. La puerta de la casa no estaba cerrada.
—¿Papá?
Ben buscó el interruptor de la luz y encendió. Su padre se hallaba al otro lado de la habitación, extendidas las piernas, un buen vaso de whisky en equilibrio sobre el pecho.
—¿Está borracho, papá?
—No.
—¿Achispado?
—No.
—Todo el mundo se ha reunido en casa de míster Shawcross, hace una hora al menos. Todos le aguardan a usted. Míster Shawcross ha organizado una hermosa fiesta; tienen un pianista que toca, y… en fin, lady Wydman me envía a buscarle.
Abe apartó el vaso a un lado, se levantó e inclinó la cabeza. Ben había visto así a su padre muchas veces. En Israel había entrado en más de una ocasión en su alcoba, que le servía también de escritorio, después de una larga jornada de escribir. Y había encontrado a su padre exhausto, a veces llorando por un personaje de su obra, a veces tan cansado que era incapaz de desatarse los zapatos. Ahora le veía así, sólo que peor.
—No puedo presentarme ante ellos —dijo Abe.
—Es preciso, papá. Desde el minuto que les salude, se olvidará de que son mutilados. Es un grupo animado, ríen y siguen la broma, y tienen unas ganas enormes de verle a usted. Esta mañana ha llegado de Holanda el hombre que faltaba, y también han llegado las mujeres de Bélgica y Trieste. Ahora ya están todos aquí.
—¿Por qué diablos quieren verme? ¿Por haberles traído a Londres, a presentarles en exhibición como fenómenos de un espectáculo de feria?
—Ya sabe por qué están aquí. Y no lo olvide: usted es su héroe.
—Un héroe de pacotilla.
—Usted es también un héroe para Vanessa y Yossi, y para mí.
—Claro.
—No crea que no sabemos qué objetivo persigue.
—Sin duda os hemos prestado un gran servicio. Aceptad el regalo de mi generación a la vuestra. Campos de concentración y cámaras de gas, y el estruendo de la dignidad humana. Vamos, aceptad nuestro regalo, chicos; entrad ahí dentro y sed civilizados.
—¿Qué me dice del don del coraje?
—Coraje. Tú te refieres al miedo de no poder resistir hasta el final, y al esfuerzo por vivir, luego, para uno mismo. Eso no es coraje.
—A ninguno de ellos le ha traído a Londres la cobardía. Venga acá, voy a ponerle los zapatos.
Ben se arrodilló delante de su padre y le ató el calzado. Abe tendió un brazo y le dio unas palmaditas en la cabeza.
—¿Qué demonios de fuerza aérea es la que te permite correr por ahí con un bigote como ese? Daría no sé qué porque te lo afeitaras.
Desde el instante que llegó allí se alegró infinito de que Ben le hubiera obligado a ir. Sheila Lamb continuó cuidando de que nadie se sintiera violento ni cohibido, y le acompañó hacia los seis hombres y las cuatro mujeres que había tomado a su cargo. Allí estaban todos, a su alrededor; Ben y Vanessa, para auxiliarle en su hebreo deficiente. Yossi estaba allí para adorar a su hija. La presencia de los tres jóvenes israelíes infundía una cierta dosis de valor en todos. No hubo apretones de manos. Hubo abrazos y besos, y todos fueron hermanos.
David Shawcross obsequió a todos con colecciones firmadas de los libros de Abraham Cady. Parecían soldados en vísperas de una batalla. Abe se acercó al doctor Leiberman y bromeó sobre el hecho de no tener más que un ojo, con lo cual les veía a todos más cerca todavía.
Después, Abe y Leiberman se apartaron un rato para estar a solas.
—Su abogado me ha llamado a consulta —dijo el doctor Leiberman—. Ha opinado que, como la mayoría de estas personas declarará en hebreo, convendría que yo actuase de intérprete.
—¿Y el testimonio médico que usted debe prestar? —inquirió Abe.
—Ellos opinan, y yo estoy de acuerdo, que ese testimonio resultará más efectivo viniendo de un médico inglés.
—Al principio se mostraban renuentes —dijo Abe—. Ya sabe usted la tendencia de los médicos, cuando se trata de prestar testimonio uno contra otro; pero luego ha venido a nosotros cierto número de elementos buenos.
Había sido una velada llena de incidentes agradables, inesperados, pero de pronto todos se sintieron cansados; con el cansancio vino una especie de torpeza, de desazón. Todo el mundo volvía la vista hacia Abraham Cady.
—No estoy lo bastante borracho como para pronunciar un discurso —dijo él.
Y luego, sin una señal previa, todos se le plantaron delante, mirando a su no-héroe, el cual, a su vez, miraba al suelo. Mas luego levantó la vista. Allí estaban David Shawcross, con el cigarro puro apagado, y lady Sarah, casi con figura de santa. Y la dulce Vanessa, que seguía conservando mucho de dama inglesa. Y Ben y Yossi, los leones jóvenes de Israel. Y las víctimas…
—Nuestra parte del proceso empieza mañana —dijo entonces el novelista, sintiéndose con fuerzas para dirigir la palabra a estas diez últimas personas—. Yo sé y ustedes comprenden lo terrible de la prueba que les espera. Pero estamos aquí porque no podemos permitir que el mundo olvide lo que hicieron con nosotros. Cuando suban al estrado de los testigos, recuerden todos ustedes las pirámides de huesos y cenizas del pueblo judío. Y cuando hablen, recuerden que hablan por seis millones de personas que ya no pueden hablar… Recuérdenlo bien.
Entonces se le acercaron, uno por uno, le estrecharon la mano, le besaron en la mejilla y salieron de la habitación. Sólo quedaron con él, a su lado, Ben y Vanessa.
—Dios mío —murmuró Abe—, infúndeles energía.