CAPÍTULO VIII

«Este asunto, desde el principio hasta el fin, se me antoja de mal agüero. A finales de semana me sentía muy agotado, y estando Ben y Vanessa en Linstead Hall para el fin de semana, me marché con lady Wydman a París.

Vean sus habitaciones en el hotel Meurice. Grandeza al estilo antiguo. Aquí, nada de falso estilo Luis XIV. Cortinajes de brocado, tapicería de seda, camas de recio bronce.

Es buena chica, y yo sé mucho más de lo que ella querría que supiera sobre sus actividades en favor de la causa. Quizá sea este el motivo de que me sintiera obligado a no defraudarla. Pero es también una dama inglesa honesta y abrazarla a ella sería como abrazar a una estatua de mármol. Estoy demasiado exhausto para gimnasias de colchón en este fin de semana.

Se oye la ducha. Se está lavando bien para tío Abe. ¡Madre mía, ya sabía que vendrían momentos como este!

¿Qué hay que hacer para poner en situación a una mujer de esa clase? Quizá tendría que susurrarle al oído cositas de mi madriguera de Sausalito, con colchones desde una pared hasta la otra y espejos con todos los ángulos imaginables y su provisión de aceite aromático, polvos para aplicar con una pluma, vibradores, etc. ¿Qué sabe lady Sarah de los vibradores? Quizá debería insinuarle que me propongo amarla poco a poco, durante tres o cuatro horas… Pero estoy demasiado rendido…

Para una sesión rápida, quizá debí traerme algún afrodisíaco. Podría explicarle lo que hacíamos Laura Alba y yo, cuando ya se había casado, y venía a Nueva York y me telefoneaba a Sausalito. No podíamos vernos, pero hablábamos… y era igual. Amor por conferencia telefónica. ¿Qué te parece, amigo?

Bien, estamos en París. Quizá podría proyectar una película picante, tal como las que yo paso en mi madriguera, a cámara lenta…»

Abe continuó extraviándose un rato más por un horizonte de divagaciones eróticas. De pronto, lady Sarah descorrió las cortinas y se detuvo ante la mesita de café, de la que cogió un precioso bolso de cuentas; lo abrió, metió la mano y sacó dos cigarrillos y una boquilla que era una auténtica joya.

—Muy bien, compinche —dijo—, pongamos la función en marcha.