Se estaba creando ya una rutina.
Sir Adam Kelno tenía ocasión de cruzar el río para almorzar en casa, mientras que sus abogados escapaban corriendo hacia el reservado de un club privado.
La Three Tuns Tavern, de Chancory Lane, en la callejuela de Chichester Rents, tenía una pequeña habitación particular en el piso, y allí se retiraban Abe y Shawcross en compañía de quien se les hubiera reunido en la sala del juzgado. La minuta de la Three Tuns consistía en la selección, habitual en las tabernas londinenses, de tajadas frías, ensalada, huevos a la escocesa y un conjunto de carnes cocidas. Después de enseñar al camarero la manera de preparar un vermouth frío y seco, las cosas no marchaban tan mal. En el piso inferior, ante la barra, se formaban grupos de dos y tres de fondo compuestos de procuradores y jóvenes, secretarios judiciales, estudiantes y hombres de negocios, todos ellos enterados de que Abraham Cady estaba arriba, pero demasiado británicos en sus maneras para molestarle.
Y así continuaban todos los días. El tribunal se reunía a las diez y media de la mañana, hasta el descanso de la una, y por la tarde, desde las dos hasta las cuatro y media.
Después del primer encuentro con Bannister, Adam Kelno consideró que, pese a todas sus insinuaciones, el abogado contrario no había marcado muchos tantos, y los otros estimaban que no había causado verdaderos daños.
—Veamos, doctor Kelno —continuó Bannister, después del descanso.
La cadencia de su voz se hacía ahora más fácil de seguir. Al comienzo parecía sosa, pero uno iba captando su ritmo, y descubriendo entonaciones y matices dentro de las entonaciones.
—Antes del descanso usted nos ha dicho que conoció al doctor Tesslar de estudiante —añadió.
—Sí.
—¿Cuántos habitantes tenía Polonia antes de la guerra?
—Más de treinta millones.
—¿Y cuántos eran judíos?
—Unos tres millones y medio.
—Algunos de los cuales descendían de generaciones y generaciones de habitantes de Polonia… Sus antepasados vivieron allí durante siglos, ¿verdad?
—Sí.
—¿Había en la Universidad de Varsovia una asociación de estudiantes de Medicina?
—Sí.
—La verdad es que, debido a las opiniones antisemitas de la camarilla de oficiales polacos y de la Intelligentsia, la aristocracia y la clase superior, a los estudiantes judíos no se les admitía como miembros de la asociación.
—Los judíos formaban su asociación propia.
—Yo sugiero que ello se debía a que no les admitían en la otra.
—Es posible.
—¿No es también una realidad que a los estudiantes judíos les ponían en sectores aparte, en el fondo del aula, y que se les segregaba también de otros modos, en la vida de sociedad, lo mismo como estudiantes que como compatriotas polacos? ¿Y no es un hecho que la asociación de estudiantes celebraba días antijudíos, fomentaba motines contra los establecimientos judíos y se dedicaba de diversas formas a perseguir a los judíos?
—Esa situación no era obra mía.
—Pero sí era obra de Polonia. Polonia era antisemita por naturaleza, sustancia y acción, ¿no es cierto?
—Existía antisemitismo en Polonia.
—¿Y usted participó activamente en él siendo estudiante?
—Tuve que afiliarme a la asociación. Era forzoso. Yo no soy responsable de sus acciones.
—Yo sugiero que usted fue un miembro extraordinariamente activo. En fin, después de la invasión de Polonia, usted estaba enterado, por supuesto, de que había ghettos en Varsovia y en todo el país.
—Yo estaba encerrado ya en Jadwiga, pero me enteré.
Highsmith pasó una notita a Richard Smiddy.
«El curso de este interrogatorio no le llevará a ninguna parte. Tanto daría que hubiese descargado sus armas».
—A Jadwiga —siguió diciendo Bannister— se le podría describir muy acertadamente como un infierno inenarrable.
—Ningún infierno hubiera podido ser peor.
—Torturaron y asesinaron a millones de personas. Usted lo sabía porque veía algo de ello directamente, y porque la organización clandestina le informaba.
—Sí, sabíamos lo que sucedía.
—¿Cuántos campos de trabajo rodeaban a Jadwiga?
—Unos cincuenta, que albergaban a medio millón de trabajadores esclavos para las fábricas de armamento, la fábrica de productos químicos y muchas clases de talleres de armamento.
—Para aquellos trabajos, ¿utilizaban principalmente a judíos?
—Sí.
—¿De todas partes de la Europa ocupada?
—Sí.
«En nombre de Dios, ¿adonde quiere ir a parar? —se preguntaba Kelno—. ¿Se propone atraerme simpatías?»
—¿Sabía usted que los recién llegados pasaban a un cobertizo de selección, y que los que sobrepasaban del número de cuarenta, además de todos los niños, eran enviados directamente a las cámaras de gas de Jadwiga Oeste?
—Sí.
—¿Eran millares? ¿Millones?
—He oído muchas cifras. Algunos dicen que en Jadwiga Oeste eliminaron a más de dos millones de personas.
—Y a otros les tatuaban y les obligaban a coserse varios tipos de distintivos en las ropas para dividirlos en distintas clases.
—Todos éramos prisioneros. No comprendo de qué clases habla.
—Bien, ¿qué tipos diferentes de distintivos había?
—Había judíos, gitanos, delincuentes alemanes, comunistas, partisanos y algunos prisioneros de guerra rusos. He declarado ya sobre mi distintivo, que diferenciaba según la nacionalidad.
—¿Recuerda otro distintivo usado por los kapos?
—Sí.
—¿Quiere explicar a Usía y al jurado quiénes eran los kapos?
—Eran prisioneros que vigilaban a otros prisioneros.
—¿Muy crueles?
—Sí.
—Y, por su cooperación con las SS, ¿gozaban de muchos privilegios?
—Sí…, pero hasta los judíos tenían kapos.
—Yo sugiero que había poquísimos kapos judíos en proporción al número de prisioneros judíos. ¿Está usted de acuerdo?
—Sí.
—La mayoría de kapos eran polacos, ¿verdad?
Adam se calló un momento, sintiendo la tentación de discutir. El blanco había tardado en aparecer, pero resultaba perfectamente claro.
—Sí —respondió por fin.
—Dentro del recinto principal de Jadwiga, unos veinte mil prisioneros, que aumentaron hasta cuarenta mil, construyeron el campo en sí y hacían funcionar el crematorio de Jadwiga Oeste.
—Doy crédito a las cifras de usted.
—Y los judíos que llevaban allá se traían las pocas cosas de valor que tenían, y los recuerdos de familia. Unos anillos de oro y de diamantes, etcétera, entre los pocos fardos que constituían su equipaje.
—Sí.
—Y cuando los enviaban a las cámaras de gas, desnudos, sus pertenencias eran saqueadas sistemáticamente. ¿Sabía usted todo eso?
—Sí, era horrible.
—¿Y sabía que el cabello lo utilizaban para rellenar colchones en Alemania y como estopa para sellar periscopios de submarino, y que a los cadáveres les arrancaban los dientes de oro, y que antes de quemarlos les abrían el estómago para ver si se habían tragado algo de valor? ¿Usted sabía eso?
—Sí.
Abe sentía náuseas. Se cubría la cara con las manos, deseando que esta clase de interrogatorio hubiera terminado. También Terrence Campbell estaba lívido, y toda la sala guardaba un silencio denso, a pesar de tratarse de una historia que habían oído ya otras veces.
—Al principio había médicos alemanes, pero más tarde quedaron encargados los prisioneros. ¿Cuánto personal estaba a las órdenes de usted?
—Un total de quinientas personas. Sesenta o setenta de las tales eran doctores en Medicina.
—¿Cuántos eran judíos?
—Quizá una docena.
—Pero en la jerarquía inferior, como enfermeros, gente de la limpieza, y por el estilo, ¿había médicos judíos?
—Si eran médicos con título, yo los utilizaba como tales.
—Pero los alemanes no, ¿verdad?
—No; los alemanes, no.
—Y su número estaba completamente fuera de proporción con el de internados, ¿no es eso?
—Yo utilizaba a los médicos con título, como médicos.
—Usted no ha contestado mi pregunta, doctor Kelno.
—Sí, el número de médicos judíos era pequeño, en proporción.
—Y usted estará enterado de otras cosas que hacían Voss y Flensberg, como experimentos sobre cáncer del cuello, provocar esterilidad inyectando líquido cáustico en las trompas de Falopio, y otros ensayos dirigidos a descubrir el punto de derrumbe mental de las víctimas.
—No lo sé con exactitud. Yo sólo iba al Barracón V a operar, y luego al III a ver a los pacientes.
—Bien, ¿habló usted de este asunto con una médico francesa, una tal doctora Susanne Parmentier?
—No recuerdo tal persona.
—Una médico prisionera, una francesa, de religión protestante. Era psiquiatra y se llamaba Parmentier.
—Señoría —interrumpió sir Robert Highsmith, en tono de sarcasmo—. Todos estamos al corriente de las brutalidades de Jadwiga. En verdad, mi docto colega está tratando de establecer que sir Adam tuvo la culpa de las cámaras de gas y las otras maldades de los alemanes. Yo no veo la relación.
—Sí —dijo el juez—. ¿Qué objetivo persigue usted, míster Bannister?
—Yo sugiero que incluso dentro del horror del campo de concentración de Jadwiga había categorías entre los prisioneros, y que algunos de ellos se miraban a sí mismos como superiores a los otros. Había un sistema definido de castas, y se concedía privilegios a los que hacían el trabajo de los alemanes.
—Comprendo —respondió el juez.
Highsmith se recostó en el asiento, extremadamente receloso por la manera indirecta elegida por Bannister para llegar al punto que le convenía.
—Pues bien —continuó Bannister—; tengo aquí, en la mano, una copia de un documento preparado por sus abogados, sir Adam, y que se llama «Exposición de la Demanda». Tengo copias certificadas, que me gustaría enseñar a Su Señoría y al jurado.
Highsmith examinó la copia, movió la cabeza en señal de aprobación, y los ayudantes pasaron copias al juez, al jurado y una a sir Adam.
—En su demanda, usted afirma que era un asociado de los coroneles de las SS, doctores Voss y Otto Flensberg.
—Por asociado, quise decir…
—Sí, eso es, ¿qué quería decir exactamente por asociado?
—Usted está tergiversando una palabra perfectamente natural. Ellos eran médicos y…
—Se consideraba un asociado de ellos. Vaya, por supuesto, usted leyó esa Exposición de Demanda con todo cuidado. Sus procuradores la repasaron con usted, línea por línea.
—La palabra asociado es un desliz, un error.
—Pero usted estaba enterado de lo que hacían ellos, lo ha declarado así y sabe las sentencias dictadas contra ellos después de la guerra, y en su Exposición de Demanda dice que eran asociados de usted.
Bannister levantó otro documento, mientras Adam dirigía la mirada al reloj, esperando que se decretara un descanso para tener tiempo de reorganizar sus ideas. Al cabo de unos momentos de silencio, Bannister dijo:
—Tengo aquí una parte de la sentencia contra Voss. ¿Quiere mi docto colega aceptar esta copia como auténtica?
Highsmith miró el papel y se encogió de hombros.
—Nos hemos extraviado por el campo. Esta sentencia representa un paso más de la horrenda maniobra que intenta meter en un mismo saco a un prisionero y a un nazi criminal de guerra.
—Un momento, por favor —pidió Bannister, volviéndose hacia O’Conner, que revolvió entre las pilas de papeles de su mesa, y le entregó uno—. Aquí está su declaración jurada, doctor Kelno. Usted juró ante notario, y declaró lo siguiente: «Los párrafos primero y segundo dan la lista de los documentos referentes al caso». Tiene la declaración jurada en la mano. ¿Es su firma de usted, doctor Kelno?
—Estoy aturdido.
—Aclaremos, pues. Cuando usted inició esta acción judicial, presentó cierto número de documentos en su favor. Entre los documentos que presentó figuraba la condena de Voss. La presentó usted.
—Si mis procuradores lo consideran necesario…
—Cuando usted presentó este documento en apoyo de su causa, pensaría que era auténtico, ¿verdad?
—En efecto.
—Pues bien, voy a leer al jurado un trozo de la sentencia de Voss.
El juez miró a Highsmith, quien dirigió una mirada a la sentencia contra Voss.
—No hay objeción, Señoría —dijo entre dientes.
—«Cuartel General del Führer, agosto de 1942. Asuntos secretos del Reich, copia única. El día 7 de julio de 1942 se celebró en el campo de concentración de Jadwiga una conferencia entre los doctores Adolph Voss y Otto Flensberg y el Reischführer SS Heinrich Himmler sobre la cuestión de la esterilización de la raza judía. Y se acordó llevar a cabo una variedad de experimentos en judíos y judías sanos, fecundos». Bien, doctor Kelno, la segunda carta de la colección de documentos presentada por usted la dirigía Voss a Himmler, y dice que tiene que realizar sus experimentos en un millar de personas como mínimo para lograr resultados concluyentes. Doctor Kelno, usted ha declarado que entre usted y el doctor Lotaki intervinieron a un par de docenas de pacientes poco más o menos. ¿Qué fue del mínimo de novecientos setenta y cuatro personas más de la carta de Voss?
—No lo sé.
—¿Qué se proponía al presentar estas cartas como pruebas?
—Únicamente demostrar que yo era una víctima. Lo hicieron los alemanes, no yo.
—Yo sugiero que en realidad hubo muchos centenares más de operaciones de esta índole que no han quedado anotadas.
—Acaso el judío Dimshits practicara la mayoría, y por eso le enviaron a la cámara de gas. Acaso las hiciera Tesslar.
—Cuando planteó esta acción judicial, sabía que nos encontraríamos en el caso de tener que admitir la palabra de usted contra la de Tesslar, dado que los registros quirúrgicos han desaparecido.
—Debo elevar y presentar la objeción más grave —dijo sir Robert—. No se puede aludir a un registro que no existe. Míster Bannister ha preguntado a sir Adam cuántas operaciones efectuó, y sir Adam le ha contestado.
—Míster Bannister —dijo el juez—, permítame llamarle la atención sobre el hecho de que de vez en cuando introduce comentarios sobre documentos en sus preguntas.
—Lo siento, Señoría. La rapidez, en el programa de esterilización en masa era también esencial para el objetivo de los alemanes. ¿Sería posible que tales operaciones hubieran sido realizadas en presencia del doctor Voss para demostrar palmariamente la celeridad con que podían ser efectuadas?
—Yo no operé nunca con una rapidez tal que pudiera perjudicar a un paciente.
—¿No estaba orgulloso, en verdad, de la celeridad con que extirpaba testículos a los judíos, y quería exhibirla ante Voss?
—Señoría —interpuso sir Robert—, esta protesta es obvia. Mi cliente ha declarado ya que no empleaba una celeridad indebida.
—Debo amonestarle de nuevo —dijo Gilray, y se volvió hacia el jurado, en un primer despliegue de autoridad judicial—. Al doctor Kelno se le molesta y aflige mediante suposiciones gratuitas. En el momento adecuado, yo les aconsejaré a ustedes acerca de lo que hace referencia al caso, y lo que no.
Bannister no parpadeó siquiera.
—¿Se acuerda del doctor Sandor?
—Sandor era un judío comunista.
—No, lo cierto es que no. El doctor Sandor es católico romano y no pertenece a ningún partido comunista. Era uno de los médicos a las órdenes de usted. ¿Le recuerda?
—Un poco.
—¿Y recuerda una conversación en la que usted dijo a Sandor: «He reunido veinte pares de huevos judíos para hacerlos hoy revueltos»?
—Yo nunca dije eso. Sandor era miembro de la organización clandestina comunista, y jurará lo que sea contra mí.
—Creo que nos hallamos en un buen momento para explicar a Su Señoría y al jurado lo que eran esas dos organizaciones clandestinas dentro de Jadwiga. Usted se ha referido a la organización clandestina a que pertenecía, como a una organización nacionalista, ¿verdad?
—Sí.
—¿Compuesta por qué clase de gente?
—Antinazis de todos los países de la Europa ocupada.
—Yo sugiero que no es así. Sugiero que el noventa y cinco por ciento de los componentes, en la organización clandestina de ustedes, eran polacos y que nadie que no hubiera sido oficial del ejército polaco ocupaba allí un puesto de mando. ¿No es este el caso?
—No lo recuerdo.
—¿Recuerda algún checo, holandés o yugoslavo que tuviera algún mando en la organización de ustedes?
—No.
—Pero sí recuerda, ciertamente, a oficiales polacos.
—Algunos.
—Sí, algunos que están en esta sala como espectadores y posibles testigos. Yo sugiero, doctor Kelno, que aquella organización clandestina nacionalista de Jadwiga era la misma camarilla de oficiales polacos antisemitas de antes de la guerra.
Kelno no respondió.
—Usted nos ha hablado de una organización clandestina comunista. ¿No era la misma organización clandestina internacional?
—Sí, compuesta de comunistas y judíos.
—Y de no comunistas y no judíos, superando a la camarilla de oficiales polacos en la proporción de cincuenta a uno, y cuyas filas y mandos sí que representaban a todos los países, en proporciones iguales. ¿No es así?
—Estaba dominada por los judíos y los comunistas.
—La celeridad con que un cirujano opera, ¿puede ser causa de hemorragias en el período postoperatorio? —preguntó Bannister, con su estilo, ya característico, de cambiar de tema.
Kelno bebió un sorbo de agua y se secó la frente.
—Si un cirujano es experto, la velocidad puede reducir, con frecuencia, la posibilidad de un shock.
—Situémonos a mediados de 1943, cuando el doctor Mark Tesslar llegó a Jadwiga. Usted ya no era un trabajador que recibía palizas de los alemanes, sino un médico revestido de una autoridad considerable.
—Bajo dirección alemana.
—Pero tomaba decisiones por su cuenta. Por ejemplo, la de establecer quién podía ser admitido en el hospital.
—Me encontré siempre bajo una presión moral muy fuerte.
—Pero, por la época en que llegó allí el doctor Tesslar, usted estaba en buena relación con los alemanes; ellos le tenían confianza.
—De forma indirecta, sí.
—¿Y qué relación trabó con el doctor Tesslar?
—Me enteré de que Tesslar era comunista. Voss le trajo de otro campo de concentración. Cada uno puede sacar de ello la conclusión que más le guste. Cuando nos encontrábamos, yo me mostraba cortés con él; pero, como dirían ustedes los ingleses, procuraba poner mucha tierra de por medio. Me apartaba de él.
—Yo sugiero que usted conversó muchas veces con Tesslar, porque en realidad no le temía y él trataba desesperadamente de conseguir más alimentos y medicinas para las víctimas de las operaciones confiadas a sus cuidados. Yo sugiero que usted le habló de que había realizado unas veinte mil operaciones a una velocidad nada común.
—Puede usted sugerir hasta que la cabeza se le separe del cuello —soltó Adam.
—Pienso hacerlo. Veamos, pues; el doctor Tesslar ha declarado que en una ocasión, en noviembre de 1943, usted realizó catorce operaciones en una sola sesión. Ocho varones, siete de ellos holandeses, fueron castrados, o se les extirpó un testículo. Y a seis hembras les extirpó usted los ovarios. Se produjo tanta conmoción que las SS enviaron a un escribiente sanitario, un tal Egon Sobotnik, en busca del doctor Tesslar para que este fuera al Barracón V y calmase a los pacientes mientras usted operaba.
—Es una mentira descarada. El doctor Tesslar no entró jamás en el Barracón V mientras yo operaba.
—Y el doctor Tesslar ha declarado que usted no administraba las inyecciones raquídeas, que no lo hacían en la sala de operaciones, y que no se inyectaba previamente morfina.
—Es mentira.
—Pues bien, consideremos las ovariotomías de la declaración del doctor Tesslar. Olvide por un momento lo que dijo el mencionado doctor y repasemos una operación ordinaria de esa clase. Usted hace una incisión en la pared abdominal. ¿No es así?
—Sí, luego que han lavado al paciente, le han inyectado morfina y yo le he puesto una lumbar.
—Hasta en aquellos que presentaban quemaduras graves por radiaciones.
—No tenía otra opción.
—Usted introducía el fórceps, levantaba el útero y colocaba dicho fórceps entre el ovario y la trompa de Falopio; luego cortaba el ovario y lo depositaba en un platillo.
—Poco más o menos.
—Yo sugiero, doctor Kelno, que una vez hecho esto, usted no suturaba debidamente los ovarios, el útero y las venas.
—No es cierto.
—¿No llaman pedículos a los muñones en carne viva?
—Sí.
—¿No es lo correcto cubrir esos pedículos utilizando las membranas peritoneales?
—Usted es un buen abogado, míster Bannister, pero no tiene mucho de cirujano.
Bannister ignoró el murmullo de risas.
—Entonces, tenga la bondad de instruirme.
—No hay peritoneo alguno para cubrir los muñones. La única manera de mantenerlos abajo consiste en realizar un punto cruzado desde el ligamento infundíbalo-pélvico. Se cubre el muñón de este modo para evitar inflamaciones, adherencias y que sangre en exceso.
—¿Y usted lo hacía siempre así?
—Naturalmente.
—El doctor Tesslar recuerda que en seis ovariotomías realizadas por usted, en su presencia, no hizo eso.
—Tonterías. Tesslar nunca estuvo allí. Y aunque hubiera estado en la sala de operaciones, le habría sido casi imposible ver mi trabajo, a menos que hubiese tenido rayos X en los ojos. Con el personal del quirófano ayudándome, con Voss y los alemanes presentes y con una pantalla a la cabecera del paciente, donde asegura Tesslar que estaba sentado él, le habría sido imposible observar nada.
—Pero ¿y si estaba sentado a un lado y no había pantalla?
—La suposición resulta muy hipotética.
—Entonces, ¿usted declara que el doctor Tesslar no le avisó de que las pacientes sufrirían una hemorragia, o contraerían peritonitis?
—En efecto, eso declaro.
—Y el doctor Tesslar, ¿no discutió con usted por el hecho de que usted no se lavase las manos entre una operación y otra?
—No.
—¿Ni porque usara los mismos instrumentos, sin esterilizarlos?
—Soy un cirujano competente y pundonoroso, míster Bannister. Estas insinuaciones me ofenden.
—¿Llevaba usted notas para recordar si debía extirpar el testículo derecho o el izquierdo, o el ovario derecho o el izquierdo?
—No.
—¿No es cierto que hubo médicos que amputaron el dedo de la mano o del pie que no debían, u otra cosa, por no haber consultado sus notas?
—Aquello era Jadwiga, no el hospital Guy’s.
—¿Cómo sabía usted lo que debía operar?
—El cabo Kremmer, el que había aplicado los rayos X, estaba presente. Él me decía si había de ser el derecho o el izquierdo.
—¿Kremmer? ¿El cabo Kremmer? ¿El radiólogo inexperto se lo decía?
—Él aplicaba los rayos X.
—Y si el doctor Tesslar no estaba allí, es imposible que discutiera con usted acerca de las quemaduras por radiaciones, o porque no se administrara una anestesia general.
—Lo he repetido. Yo utilizaba morfina y una inyección raquídea, que ponía por mi propia mano. Operaba con rapidez porque era la manera más segura de evitar la pulmonía, el colapso cardíaco y Dios sabe qué más. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo?
—Hasta que todo quede bien claro.
Bannister hizo una pausa, estudiando la fatiga del testigo. Hay un punto de ruptura en el que se corre el riesgo de que las simpatías del juez y del jurado se inclinen al testigo. Hay también un momento en que el reloj dice que hay que insistir hasta llegar al punto culminante del examen.
—¿De modo que todo lo dicho por Mark Tesslar es puro invento? —agregó.
—Todo es mentira.
—Hombres y mujeres chillando, en el sufrimiento espantoso de la operación.
—Mentiras.
—Y tratar a los pacientes de una manera brutal y expeditiva en la mesa de operaciones.
—Estoy orgulloso de mi historial como cirujano.
—¿Por qué cree que el doctor Tesslar habrá contado todas estas mentiras contra usted?
—A causa de nuestros primeros choques.
—Usted ha declarado que en ocasiones, cuando usted ejercía en Varsovia, envió una mujer de su propia familia a Tesslar, sin que él lo supiera, para que le practicase un aborto. Yo le pido ahora que identifique a esta mujer de su familia, en la que el doctor Tesslar provocó un aborto.
Kelno miró a su alrededor, como pidiendo ayuda.
«Domínate —se dijo a sí mismo—, domínate».
—Me niego —manifestó.
—Yo sugiero que no hubo tales abortos. Sugiero que el doctor Tesslar tuvo que salir de Polonia para terminar sus estudios de Medicina a causa de las actividades antisemitas de la asociación a que pertenecía usted, y sugiero que el doctor Tesslar nunca practicó abortos, ni hizo experimentos para las SS en Jadwiga.
—Tesslar contó esas mentiras contra mí para salvarse —gritó Kelno—. Cuando regresé a Varsovia, él pertenecía a la policía secreta comunista y tenía orden de perseguirme porque yo soy un nacionalista que clama por la pérdida de su amada patria. Las mentiras quedaron de manifiesto hace dieciocho años, cuando el Gobierno británico se negó a conceder mi extradición.
—Sugiero —dijo Bannister, con una calma absoluta, contrastando con el estallido, cada vez más agudo, de Kelno—, que cuando usted regresó a Polonia y se enteró de que Tesslar y otros varios médicos habían sobrevivido, huyó corriendo, y posteriormente inventó contra él unos cargos completamente falsos.
—No, no.
—¿Y usted nunca golpeó a una paciente en la mesa de operaciones, ni la llamó judía maldita?
—No, y mi palabra vale tanto como la de Tesslar.
—La verdad —interpuso Bannister—, es que no se trata ahora de la palabra de Tesslar, sino la de la mujer a quien usted abofeteó; una mujer que sigue con vida y que en estos momentos está camino de Londres.