CAPÍTULO VI

Abe entró en la sala del tribunal, que ya le resultaba familiar, y por un enojoso momento se halló plantado junto a Ángela Kelno. Cruzaron una mirada.

—Dispensen —dijo Abe, y se internó por la fila siguiente, hasta donde se encontraban Sarah Wydman y Shawcross.

—El avión llegará de Tel Aviv después del fin de semana, pero Alexander dijo que no debíamos ir a recibirlos. Los veremos a mitad de semana —dijo Shawcross.

Bannister y Brendon O’Conner, que parecía muy cansado, entraban con Alexander y Sheila Lamb, desde el cuarto de consultas, en el mismo momento en que el jurado hacía su aparición. Dos mujeres y un hombre, entre sus componentes, traían cojines para aliviar la molestia de las largas horas de estar sentados sobre la dura madera.

—¡Silencio! —gritó el ujier.

Entró Gilray, y tuvo lugar la ceremonia habitual de levantarse y saludar con una reverencia.

El tribunal hizo un anuncio preliminar. Sir Adam Kelno había recibido cierto número de llamadas telefónicas amenazándole, y Gilray advertía severamente a todo el mundo que no toleraría cosa tal. Luego dijo a Thomas Bannister que entrara en funciones.

Bannister estiró las piernas mientras Adam Kelno volvía al estrado de los testigos, se sentaba y apoyaba las manos en la baranda, agradeciendo que el tranquilizante que había tomado empezara a obrar su efecto. Bannister jugueteaba con la «bolsa de honorarios» de su toga.

—Doctor Kelno —dijo, con una voz suave, que contrastaba con la de Highsmith. El tono de toda la sala descendió—. Tengo bien presente el hecho de que el inglés no es su lengua materna. Le ruego solicite que repita o exprese en otras palabras toda pregunta que no entienda bien.

Adam contestó con un gesto de asentimiento y bebió un sorbito de agua del vaso, para humedecer su reseca garganta.

—¿Cuál es el significado médico ordinario del término casus explorativus?

—Suele ser una operación realizada para ayudar en el diagnóstico; por ejemplo, para ver la extensión de un cáncer.

—¿Es así como definiría la extirpación de un testículo o un ovario?

—Sí.

—¿Se dice sin para referirse al izquierdo y dex para referirse al derecho?

—Sí —respondió escuetamente, acordándose de la recomendación de dar respuestas breves, y no añadir detalles por su cuenta.

—¿No sería acertado añadir que se efectuaría una operación de esta naturaleza como resultado de la exposición de una glándula a los rayos X?

—Sí.

—Por ejemplo, como parte de los experimentos de Voss.

—No —replicó vivamente el médico—. Yo no hacía experimentos.

—¿Castró alguna vez?

—Castrar es lo que se hace a un hombre sano. Yo nunca castré a nadie.

—¿No se forzaba a hombres y mujeres sanos a sufrir los efectos de los rayos X?

—No les forzaba yo.

—¿No es prácticamente corriente, pedir el consentimiento del paciente antes de operar?

—En un campo de concentración, no.

—¿No recibían orden, de vez en cuando, de los tribunales alemanes, de castrar a un homosexual o a otros indeseables?

—No recuerdo tales incidentes.

«Está de pesca», escribió Chester Diks en un papelito, que entregó a Highsmith; este indicó a Kelno, con un gesto de aprobación, que contestaba muy bien. La dulzura de la voz de Bannister y la falta aparente de objetivo de las preguntas habían tranquilizado a sir Adam.

—Si se hubieran dado tales casos, ¿habría pedido usted, ciertamente, que le enseñasen la orden del juez?

—No puedo especular sobre cosas que no sucedieron.

—Pero usted se habría negado a operar a un hombre sano.

—Nunca operé ninguno.

—Doctor Kelno, ¿hubo algún otro médico prisionero que saliera del campo de concentración de Jadwiga para trabajar en clínicas particulares alemanas?

—El doctor Konstanty Lotaki.

—¿Realizaba también operaciones en el Barracón V, en conexión con los experimentos de Voss?

—Hacía lo que le mandaban.

—¿Le mandaban que extirpara testículos y ovarios?

—Sí.

—Y lo hizo, y también salió de Jadwiga para trabajar en una clínica particular alemana.

El primero y breve arrobo de contento empezaba a desaparecer del rostro de Adam Kelno, junto con la idea que pudiera haberse hecho de que lo pasaría bien con Bannister.

«Debo estar muy alerta —pensó—: debo meditar mis respuestas con mucho cuidado».

—Bien; cuando usted fue a Rostock a trabajar en una clínica particular, ya no usó las ropas de prisionero.

—No creo que a los altos oficiales navales alemanes les hubiese gustado ver a sus esposas tratadas por un hombre que vestía el uniforme a rayas del campo de concentración. Sí, me dieron un traje de paisano.

—Quizá no les hubiera gustado que las tratase un prisionero —comentó Bannister.

—No sé qué les hubiera gustado y qué no. Yo era, a pesar de todo, un prisionero.

—Pero un prisionero más bien especial, con privilegios especiales. Yo sugiero que usted cooperó con Voss para salirse con la suya.

—¿Qué?

—¿Quiere probar de nuevo, míster Bannister? —interpuso el juez—. El testigo quizá no ha entendido la expresión.

—Sí, Señoría. Al principio usted empezó como trabajador y recibió palizas y atropellos.

—Sí.

—Luego pasó a ser una especie de enfermo.

—Sí.

—Después un médico para prisioneros.

—Sí.

—Luego le pusieron al mando de un complejo médico bastante grande.

—Por decirlo así. Bajo control alemán.

—Y finalmente pasó a ser médico de esposas de oficiales alemanes.

—Sí.

—Sugiero que usted y el doctor Lotaki, los dos únicos prisioneros que soltaron de Jadwiga, fueron dejados en libertad por su cooperación con el coronel de las SS, doctor Voss.

—¡No!

Bannister permaneció inmóvil, exceptuando el repetido gesto de hacer girar la bolsa de los honorarios. Ahora bajó más todavía la modulación de su voz.

—¿Quién quería que se efectuasen aquellas operaciones?

—Voss.

—Usted sabía de sobra que realizaba experimentos sobre esterilización.

—Sí.

—Con rayos X.

—Sí.

—En realidad, doctor Kelno, la extirpación de un testículo o un ovario, ¿no era la segunda fase del mismo experimento?

—Estoy confundido.

—Procuraré aclarar la pregunta. Repasemos la situación paso a paso. Aquella gente eran todos judíos.

—Eso creo. Acaso hubiera algún gitano; pero, principalmente, judíos.

—Judíos jóvenes.

—Sí, eran jóvenes.

—¿Cuándo los llevaban al Barracón V para operarlos?

—Les tenían a todos en el Barracón III, como materia prima para los experimentos. Les aplicaban los rayos X en el Barracón V, y los sacaban para ingresarlos de nuevo al cabo de un mes.

—¿No omite un paso?

—No recuerdo.

—Yo sugiero que antes de aplicarles los rayos X los llevaban al Barracón V y les metían un pedazo de madera en el recto, a fin de provocar una eyaculación, y luego analizaban aquella esperma para ver si eran fecundos.

—No sabía nada de eso.

—¿Les afeitaban antes de la operación?

—Sí, los preparaban de la manera normal.

—¿Protestaban ellos?

—Claro que se sentían desventurados. Yo les hablaba y les decía que era necesario para salvarles la vida.

—Usted ha declarado, creo, que extirpaba glándulas muertas.

—Sí.

—¿Cómo sabía que estaban muertas?

—Era muy fácil deducirlo por las grandes quemaduras de las radiaciones.

—Y usted ha declarado que temía que esas quemaduras pudieran transformarse en cáncer.

—Sí.

—De modo que usted operaba como medico plenamente convencido de que obraba en beneficio del paciente.

—Sí.

—¿No le dijo nunca a ninguno de ellos: «Si no le arranco los suyos, los alemanes me arrancarán los míos»?

—Niego con toda el alma esa clase de mentiras.

—¿No pronunció nunca esa frase?

—Nunca.

—Ha declarado que en ocasiones actuó como ayudante del doctor Lotaki.

—Quizá una docena de veces.

—¿Oyó que la pronunciara él alguna vez?

—No.

—Usted ha manifestado una preferencia por la anestesia raquídea.

—Dadas las condiciones y para aquel tipo de operación.

—Y ha declarado que daba una inyección preliminar de morfina.

—Sí.

—¿No es la inyección raquídea bastante dolorosa, incluso con morfina?

—Si la da un cirujano experto, no.

—¿Para qué entonces la inyección preliminar de morfina?

—Para provocar una sensación de calma y un estado de adormecimiento ligero.

—¿Y todo eso lo hacía usted en la sala de operaciones?

—Sí.

—Aunque hubiera una pantalla entre el sector de la operación y la vista del paciente, yo sugiero que este podía verlo todo gracias a la lámpara de reflexión colocada arriba.

—Como espejo, aquella lámpara daría una imagen muy alterada.

—De modo que usted no veía motivo alguno para sumir al paciente en una inconsciencia completa.

—Tenía que realizar tantas operaciones de todas clases, en un solo día, que me veía obligado a utilizar el método más rápido y seguro.

—¿Cuál era el verdadero estado de los pacientes?

—Estaban adormilados.

—Sugiero, doctor Kelno, que estaban perfectamente despiertos, porque no se les había administrado nada de morfina.

—Yo digo que les daba morfina.

—Bien; veamos, ¿estaba presente Voss en aquellas operaciones?

—Sí.

—Y él le explicó lo que estaba haciendo. Usted sabía que hacía experimentos para esterilizar a hombres sanos, fecundos.

—Sí, estaba enterado.

—Y, por supuesto, él llevaba a cabo aquellos experimentos, porque a la sazón nadie sabía de verdad si los rayos X podían o no podían esterilizar una glándula sexual.

Kelno se cogió a la baranda y se quedó confundido ante el obvio cepo que le ponía Bannister. Miró prestamente a sus abogados, pero ellos no se levantaron.

—¿Qué? —insistió Bannister, con suavidad extrema.

—Como médico y cirujano, yo conocía algunos de los efectos nocivos de los rayos X.

—Yo sugiero que nadie sabía nada sobre la cuestión. Yo sugiero que nunca se había trabajado en ese campo.

—Es posible que Voss consultara con un radiólogo.

—Yo sugiero que no, que ningún radiólogo puede decir qué dosis de radiación esterilizará a un hombre fecundo, porque no se ha llevado a cabo un trabajo pertinente en ese campo.

—Cualquier médico sabe que la radiación es perjudicial.

—Si ya se sabía esto, entonces, ¿por qué hacía Voss aquellos experimentos?

—Pregúnteselo a Voss.

—Ha muerto ya, pero usted, doctor Kelno, estaba estrechamente asociado con él cuando hacía esas cosas. Yo sugiero que Voss quería saber qué cantidad de radiaciones se necesitaban para esterilizar a un hombre sano, porque no lo sabía aún, ni lo sabía nadie, e insinuó que le explicó a usted lo que estaba haciendo, y sugiero que usted tampoco lo sabía. Veamos, doctor Kelno, ¿qué se hacía con los testículos extirpados?

—No lo sé.

—¿No los llevaban, en realidad, a un laboratorio para asegurarse de si seguían siendo fértiles o no?

—Acaso.

—Yo sugiero que la extirpación de los testículos constituía el segundo paso del experimento.

—No.

—Pero cuando a los hombres se les había sometido a la acción de los rayos X, el experimento no había terminado todavía, ¿verdad?

—Yo operaba para salvar vidas.

—¿Preocupado por la posibilidad de cáncer? ¿Quién aplicaba los rayos X?

—Un enfermero alemán llamado Kremmer.

—¿Era muy experto?

—No era competente, y he ahí la causa de que yo temiera un cáncer.

—Comprendo. No era competente. Le ahorcaron por lo que había hecho, ¿no es cierto?

—Protesto contra esta pregunta —intervino sir Robert, levantándose de un salto.

—Aceptada la protesta.

—¿Qué fue del cabo Kremmer? —insistió Bannister.

—Protesto, Señoría. Mi docto colega trata claramente de implicar a sir Adam como cómplice voluntario. Sir Adam no era nazi, ni se ofreció voluntario para aquel trabajo.

—La índole de mi pregunta, Señoría, es muy pertinente al caso. Yo sugiero que aquellas operaciones eran parte integrante de los experimentos y, por consiguiente, hay que calificarlas de cirugía experimental. Otros han sido ahorcados por su participación en tales experimentos, y yo sugiero que el doctor Kelno no tenía necesidad de realizar aquellas operaciones, y que las realizó para comprarse la salida del campo.

Gilray meditó, y luego dijo:

—Bien, bien, todos sabemos ya que el cabo de las SS, Kremmer, fue colgado. Pido al jurado que guarde esta información con las mayores reservas. Puede continuar, míster Bannister.

Sir Robert se acomodó de nuevo en su asiento, pausadamente, mientras Bannister daba las gracias al juez.

—Así, pues, usted vio aquellas dos docenas de personas, poco más o menos, en su sala de operaciones y observó los resultados de una exposición prolongada a las radiaciones.

—Sí.

—Y ha declarado que el cabo Kremmer no era demasiado experto, y que usted temía los resultados de los rayos X. ¿Es eso lo que ha dicho?

—Eso es.

—Veamos, doctor Kelno, supongamos que no fuese el cabo Kremmer quien aplicaba los rayos X, sino que los administrase el radiólogo más experto. ¿No correría peligro el otro testículo, o el otro ovario?

—Creo que no le entiendo.

—Muy bien, aclararemos de nuevo. Los testículos masculinos se hallan en compartimientos distintos, pero contiguos, separados únicamente por uno o dos centímetros, ¿es cierto?

—Sí.

—Y los ovarios femeninos están separados por una distancia de quince centímetros, aproximadamente.

—Sí.

—En el caso de un testículo expuesto a una dosis extremadamente fuerte de radiaciones por un técnico poco experto, yo sugiero que el otro testículo quedaría dañado también. Usted declaró que presentaban graves quemaduras y que esto le preocupaba.

—Sí.

—Pues bien, si temía un cáncer, ¿cómo no extirpaba ambos testículos?

—No lo sé. Quiero decir que Voss me ordenaba lo que debía hacer.

—Yo sugiero, doctor Kelno, que la primera idea sobre este pretendido peligro de cáncer se le ocurrió cuando estaba detenido en la cárcel de Brixton, esperando la extradición a Polonia.

—Eso no es cierto.

—Yo sugiero que usted no sentía el menor interés por el bienestar de los pacientes, pues de lo contrario no habría dejado en su sitio un testículo o un ovario cancerosos. Yo sugiero que todo eso se lo inventó más tarde.

—No es cierto.

—Entonces, ¿cómo no extirpaba todo lo dañado?

—Porque Voss presenciaba las operaciones y tenía poder sobre mí.

—¿No es verdad que, en diversas ocasiones, Voss les dijo, a usted y al doctor Lotaki, que si hacían aquellas operaciones los sacaría de Jadwiga?

—Claro que no.

—Yo sugiero que es impropio y peligroso operar a una persona que sufre quemaduras graves debidas a radiaciones. ¿Qué le parece?

—En Londres, quizá sí; pero no en Jadwiga.

—¿Sin morfina?

—Le digo que yo administraba morfina.

—¿Cuándo conoció por primera vez al doctor Tesslar? —preguntó Bannister, cambiando de tema súbitamente.

La mención de Tesslar motivó que Kelno se sonrojara, que sintiera un cosquilleo en la carne y se le humedecieran las palmas de las manos. Un taquígrafo relevó al otro. El reloj desgranaba su tic-tac.

—Creo que este resulta un momento apropiado para un descanso —dijo el juez.

Adam Kelno bajó del estrado de los testigos con la primera mancha que desluciera su figura. Nunca más volvería a tomar a Thomas Bannister a la ligera.