—Antes de que yo siga con mi interrogatorio, Señoría, sir Adam querría dirigirse al tribunal.
—Deseo pedir excusas por mi arrebato de ayer, Señoría —dijo Adam, con voz temblorosa.
—Estas cosas ocurren de vez en cuando —comentó el juez Gilray—. Estoy seguro de que míster Smiddy y sir Robert le han advertido de la gravedad de un comportamiento semejante en un tribunal inglés. Con el debido respeto para nuestros amigos americanos, nosotros no permitiremos que una sala de juzgado inglesa se convierta en un circo. El tribunal acepta sus excusas, pero le advierte que toda repetición sería sancionada severamente.
—Gracias, Señoría.
—Puede usted continuar preguntando, sir Robert.
El aludido se puso en pie como pisando sobre la punta de los zapatos, se frotó las manos e hizo diversos movimientos para entrar en calor.
—Ayer a la hora del descanso, usted, sir Adam, declaró que cuando el coronel Voss les hubo informado a usted y al doctor Lotaki de que tendrían que operar para extirpar órganos muertos, usted habló con todos los médicos prisioneros excepto con el doctor Tesslar. ¿No es así?
—En efecto.
—Precisemos: ¿qué clase de decisión o entendimiento salió de aquella consulta?
—Teníamos el ejemplo del doctor Dimshits, enviado a la cámara de gas, y no había motivo alguno para pensar que, al amenazarnos a nosotros con lo mismo, hablaba en broma. Estaba en el aire la amenaza de que los pacientes serían mutilados por enfermeros de las SS sin ninguna preparación. Decidimos salvar todas las vidas que fuese posible y, al mismo tiempo, tratar de inducir a Voss a que suspendiera sus experimentos.
—Y entonces usted era llamado de vez en cuando, junto con el doctor Lotaki, al Barracón V para proceder a la extirpación de testículos y ovarios atrofiados.
—Sí.
—¿Cuántas veces le parece que se dio este caso?
—Ocho o diez veces. Sin duda, menos de una docena. No sé cuántas veces llamarían al doctor Lotaki. Casi las mismas, muy probablemente.
—¿Actuó usted de ayudante de él, además?
—En alguna ocasión.
—¿Cuántas operaciones, aproximadamente, llevaba usted a cabo en cada una de aquellas ocho o diez visitas que hizo al Barracón V?
—Una o dos.
—¿No eran una docena?
—No, claro que no.
—¿Ni unos centenares?
—No.
—¿Y consiguieron detener aquellos experimentos?
—No del todo, pero continuamos manifestando nuestra repugnancia, de tal modo que Voss realizaba sólo los ensayos imprescindibles para justificar, en Berlín, la utilidad del centro.
—¿Entró alguna vez Tesslar en el Barracón V cuando usted estaba operando?
—No, nunca.
—¿Nunca, ni una sola vez? ¿Nunca le vio operando?
—Mark Tesslar no me vio jamás operando.
Highsmith musitó repetidamente en voz baja, dando tiempo para que el jurado captase bien el detalle.
—Nunca, nunca —repetía, jugando con los papeles que había sobre la mesa—. Así, pues, con la plena aquiescencia de sus colegas, usted realizó, como máximo, dos docenas de aquellas operaciones necesarias contra unas veinte mil de las otras.
—Sí. Sólo extirpábamos órganos destruidos por los rayos X. Temíamos que si no los eliminábamos, podían causar tumores, cáncer. En cada caso particular, yo insistía para que se anotara la operación en el registro quirúrgico.
—Por desgracia —concluyó sir Robert—, el tal registro se perdió definitivamente. No entraremos en este punto. ¿Quiere explicar a Usía y al jurado de qué manera se llevaban a cabo tales operaciones?
—Pues las víctimas se hallaban en un estado emocional lamentable; por ello yo tenía un cuidado especialísimo en consolarlas y advertirles que lo que hacía era por su propio bien. Iba a salvar sus vidas. Yo ponía en juego mi mejor habilidad de cirujano, y administraba los mejores anestésicos de que disponía.
—Acerca de la cuestión de los anestésicos, sin duda usted sabe que eso forma parte de las aseveraciones difamatorias del demandado; o sea, dice que usted no utilizaba anestésicos.
—Es completamente falso.
—¿Quiere explicar qué clase de anestésicos administraban y de qué forma?
—Sí. Para operaciones por debajo del ombligo, yo opinaba que una inyección lumbar era mejor que un inhalante.
—¿Tuvo esta misma opinión en Varsovia, Londres y Sarawak?
—Sí. Fundamentalmente, sí. Una punción lumbar relaja mucho mejor los músculos y suele causar menos hemorragia.
—¿Tenía en Jadwiga alguien que pusiera las inyecciones lumbares?
—Las ponía yo mismo, debido a la escasez de personas expertas. Primero daba una inyección preliminar de morfina, a fin de insensibilizar la zona, y luego ponía la lumbar.
—¿Causa eso mucho dolor al paciente?
—No, si lo hace un especialista; es sólo un pinchazo.
—¿Dónde aplicaba usted la anestesia?
—En la sala de operaciones.
—¿Y qué nos dice de los cuidados postoperatorios?
—Le dije a Voss que tenía que tratar yo mismo a aquellos pacientes hasta su completo restablecimiento, y él estuvo de acuerdo.
—Y usted seguía visitándolos.
—Sí, diariamente.
—¿Recuerda algunas complicaciones?
—Sólo las dificultades postoperatorias normales, además de la falta de medios de Jadwiga. En aquellos pacientes, la cosa era más grave debido al trauma de haber perdido una glándula sexual, pero estaban tan contentos de haber salvado la vida que me saludaban calurosamente y les encontraba animados.
—Y sobrevivieron todos, ¿no es cierto?
—No falleció nadie a consecuencia de aquellas pocas operaciones necesarias.
—Gracias al esmero, la pericia y los cuidados postoperatorios de usted, ¿verdad?
Thomas Bannister se levantó pausadamente.
—¿No le da usted las respuestas hechas al testigo, sir Robert?
—Le pido excusas a mi docto colega. Permítame reconstruir la pregunta. ¿Hacía usted algo especial por aquella veintena, poco más o menos, de pacientes?
—Les llevaba raciones extras.
—Trasladémonos por un momento a otros dominios. Doctor Kelno, ¿fue usted miembro de la organización clandestina?
—Sí; pertenecí a la organización clandestina nacionalista, no a la comunista. Soy un nacionalista polaco.
—Entonces, ¿había dos organizaciones clandestinas?
—Sí. Desde el momento que entramos en Jadwiga, los nacionalistas nos organizamos. Preparamos fugas. Manteníamos contacto con la organización nacionalista clandestina de Varsovia y de toda Polonia. Nos introdujimos en puestos clave, tales como el hospital, la fábrica de radios, los empleos de escribiente, para conseguir más raciones y medicinas. Nos fabricamos nuestro propio aparato de radio.
—¿Cooperaban con la organización clandestina comunista?
—Sabíamos que los comunistas tenían el proyecto de ocupar Polonia después de la guerra, y en muchas ocasiones entregaban militantes nuestros a las SS. Había que tener mucho cuidado con ellos. Tesslar pertenecía a la organización clandestina comunista.
—¿Qué otras tareas realizó la organización clandestina?
—Mejoramos la situación con más raciones y medicinas, y construimos más servicios sanitarios. Aproximadamente, unos veinte mil prisioneros trabajaban en fábricas, fuera del campo, y la organización del exterior les daba cosas para que las introdujeran en el campo. De este modo conseguimos vacunas que evitaron otra epidemia de tifus.
—¿Diría usted que eso salvó muchas vidas?
—Sí.
—¿Millares?
—No pude evaluarlo.
—A propósito, sir Adam. Usted ha mencionado un aparato de radio para establecer contacto con el exterior. ¿Dónde lo tenían escondido?
—En mi sala de cirugía, en el Barracón XX.
—Hum —murmuró Highsmith, y luego continuó—: ¿Qué horario de servicio tenía usted en Jadwiga?
—Veinticuatro horas al día, siete días por semana. Después del horario para los pacientes normales, fijado por las SS, continuábamos trabajando en la sala de cirugía y las del hospital. Yo dormía unas pocas horas, cuando tenía ocasión.
Abraham iba observando al jurado mientras sir Robert y Adam Kelno levantaban ante ellos una montaña de heroísmo, coraje y sacrificio. Abraham volvió la vista hacia O’Conner, tremendamente ocupado, y hacia Bannister, que parecía muy tranquilo, con la mirada fija en el testigo. Abajo, la secretaria de Jacob Alexander, Sheila Lamb, escribía con gesto febril. En la mesa de los asociados, los taquígrafos se relevaban periódicamente. A los reporteros jurídicos del Times de Londres, abogados los dos, también se les había concedido un lugar especial en la sala, alejado de las atestadas filas de la Prensa, las cuales se llenaban cada vez más de periodistas extranjeros que iban llegando.
—Hemos revisado el proceder de usted al administrar anestésicos en la sala de operaciones —repitió sir Robert, para dejar bien aclarado el punto—. Veamos, ¿se jactó usted en alguna ocasión de realizar las operaciones con gran rapidez?
—No. Pero como en Jadwiga había que operar mucho, me entrené para trabajar aprisa, aunque nunca tan rápido que pusiera en peligro a un paciente.
—¿Se lavaba las manos antes de toda operación?
—Naturalmente.
—¿Y cuidaba de que a los pacientes se les limpiase y desinfectase bien?
—¡Claro que sí, Dios mío!
—En el caso de una ovariotomía de las ordenadas por Voss, ¿qué métodos quirúrgicos adoptaba usted?
—Pues, cuando la inyección lumbar había obrado su efecto, la paciente era transportada a la mesa de operaciones en una camilla con ruedas; iba atada con correas.
—¿Atada? ¿A la fuerza?
—Por la seguridad de la propia paciente.
—Actualmente, en Londres y para la misma operación, ¿ataría también a la paciente?
—Sí. Es el proceder normal.
—Continúe, se lo ruego, doctor Kelno.
—Pues bien, la mesa de operaciones debe estar inclinada.
—¿Cuánto? ¿Una inclinación de treinta grados?
—No lo creo. Cuando se realiza una operación en una región baja, como la pelvis, por ejemplo, si no se inclina la mesa, los intestinos descienden por sí mismos, proporcionándole al cirujano un espacio para operar sin el estorbo de las asas intestinales. Yo practicaba una incisión abdominal, insertaba los fórceps para levantar el útero, colocaba otros fórceps entre el conductor y el ovario y cortaba este último.
—¿Qué hacía con el ovario extirpado?
—Comprenderán que no podía guardarlo en la mano. Se suele depositar en un plato u otra clase de recipiente que sostiene un ayudante. El ovario extirpado deja un pedículo o muñón. Este muñón se sutura, para evitar que sangre.
—El muñón o pedículo, ¿se sutura siempre?
—Sí, siempre.
—¿Cuánto rato se invierte en una operación como esa?
—En condiciones normales, entre quince y veinte minutos.
—Y todo eso, ¿se hace con instrumentos esterilizados?
—Naturalmente.
—¿Lleva guantes de goma, el cirujano?
—Yo prefiero llevar guantes de algodón, esterilizados, sobre los de goma, para evitar que se me deslicen los tejidos. Eso depende de las preferencias del operador.
—¿Quiere explicar a Usía y al jurado si la paciente, que está consciente a medias, y sin sensibilidad, puede observar todo ese proceso?
—No puede. Colocamos una pantalla hecha con una sábana esterilizada, de forma que la paciente no pueda ver nada.
—¿Para qué hacían eso?
—Para impedir que la paciente tosiera o escupiera sobre una herida abierta.
—De modo que la paciente no puede ver ni sentir. ¿Se hallará acaso en un estado de aflicción extrema?
—Veamos, sir Robert, nadie se siente muy feliz por hallarse en una mesa de operaciones, pero tampoco estaban en lo que usted llama «aflicción extrema», ni mucho menos.
—Y a pesar de que tales operaciones se realizaban en el campo de concentración de Jadwiga, ¿daría usted por seguro que se seguían los procedimientos quirúrgicos normales?
—Allí resultaba más difícil en muchos aspectos; pero, sí, se practicaba una cirugía normal.
Después del aplazamiento para el almuerzo, sir Robert Highsmith cuidó de que sir Adam Kelno fuese narrando su primer encuentro con Mark Tesslar, cuando estudiaban Medicina en Varsovia.
Después se encontraron en Jadwiga, donde Tesslar continuó operando prostitutas de las SS, y más tarde colaboró con los alemanes en los experimentos.
—¿Trató el doctor Tesslar algunos pacientes, o los cuidó en el complejo médico?
—Vivía en el Barracón III, en unas dependencias particulares.
—Dice usted que en unas dependencias particulares. ¿No vivía como usted, compartiendo el aposento con otros sesenta?
—En el Barracón III tenían a muchas víctimas de los experimentos. Es posible que Tesslar las cuidase. No lo sé. Yo le evitaba; cuando nos reuníamos, yo procuraba que la entrevista fuese breve.
—¿Se jactó usted ante él, alguna vez, de haber realizado millares de operaciones experimentales sin anestesia?
—No. Estoy orgulloso de mi historial de cirujano, y es posible que mencionase los millares de operaciones efectuadas por mí en Jadwiga.
—Operaciones honradas.
—Sí, honradas. Pero alteraron mis palabras. Yo advertí a Tesslar respecto a sus propias actividades, y le dije que tendría que rendir cuentas de sus crímenes. Aquello equivalió a firmar mi propia sentencia de muerte, porque cuando regresé a Varsovia, él ya estaba allí, y para cubrir sus crímenes, levantó cargos contra mí, y tuve que huir.
—Sir Adam —interrumpió el juez—. Desearía darle un consejo. Procure responder a las preguntas de sir Robert y no añada otros detalles por su cuenta.
—Sí, Señoría.
—¿Cuánto tiempo permaneció en Jadwiga?
—Hasta principios de 1944.
—¿Quiere explicar a Usía y al jurado en qué condiciones salió del campo de concentración?
—Voss abandonó Jadwiga para encargarse de una clínica particular destinada a las esposas de los altos oficiales alemanes cerca del Báltico, en Rostock, y se me llevó con él.
—¿Como prisionero?
—Como prisionero. Se referían a mí llamándome el perro de Voss.
—¿Cuánto tiempo estuvo en Rostock?
—Hasta enero de 1945, cuando Voss evacuó hacia el centro de Alemania. No me llevó con él. Hubo una confusión entre los alemanes. Yo me quedé en el sector para tratar a muchos esclavos y prisioneros que ahora vagaban libres. En abril llegaron los rusos. Al principio, a muchos de nosotros nos encerraron en campamentos por falta de papeles; luego me soltaron, y me dirigí hacia Varsovia. Llegué el Domingo de Pascua de 1945, e inmediatamente oí rumores y cargos contra mí. Como la organización clandestina nacionalista todavía existía, me procuraron papeles falsos para trabajar como obrero en una brigada de limpieza. Después huí a Italia para unirme a las Fuerzas Polacas Libres tan pronto como pudiera.
—¿Qué sucedió entonces?
—Hubo una investigación para eliminarme. Vine a Inglaterra y ejercí en el Hospital Polaco de Tunbridge-Wells. Allí continué hasta 1946.
—¿Qué ocurrió después?
—Fui arrestado y encerrado en la cárcel de Brixton, mientras los comunistas polacos trataban de conseguir mi extradición.
—¿Cuánto tiempo permaneció en la cárcel? —preguntó sir Robert, en tono áspero, disgustado por el tratamiento que los británicos habían infligido a su cliente.
—Dos años.
—Y después de dos años en Brixton, sumados a los cinco, casi, en el campo de concentración de Jadwiga, ¿qué sucedió?
—El Gobierno británico me presentó sus excusas, y yo ingresé en el Servicio Colonial. Me fui a Sarawak, en Borneo, y allí pasé quince años.
—¿Qué condiciones imperaban en Sarawak?
—Primitivas y difíciles.
—Bueno, ¿fue usted quien eligió el puesto?
—Por miedo.
—Entonces, ¿declara que ha pasado veintidós años de su vida, bien como prisionero, bien en el exilio, por delitos que no había cometido?
—Efectivamente.
—¿Qué rango alcanzó en el Servicio Colonial?
—El de oficial médico superior. Rechacé jerarquías más elevadas para seguir dedicándome a mis trabajos sobre desnutrición, y a elevar las condiciones de vida de los indígenas.
—¿Escribió artículos sobre ese tema?
—Sí.
—¿Cómo fueron recibidos?
—Bien. Me otorgaron el título de caballero.
—Humm, sí… —Sir Robert dirigió una mirada inflamada, casi de reto, al jurado.
—Después de lo cual, regresó usted a Inglaterra.
—Así es.
—Siento curiosidad, sir Adam. Veamos, siendo usted un médico inglés y con la dignidad de caballero, ¿cómo decidió ejercer en una clínica relativamente oscura de Southwark?
—Yo no puedo comerme más de dos pollos al día. Yo no ejerzo la medicina por dinero, ni para figurar en sociedad. En mi actual clínica puedo servir al mayor número de personas necesitadas.
—Sir Adam. ¿Sufría usted entonces, o sufre ahora, en su salud por los años pasados en Jadwiga, Brixton y Sarawak?
—Sí; perdí casi todos los dientes a consecuencia de los golpes de la Gestapo y las SS. Sufro de varices, hernia y trastornos gástricos por excesivas recaídas de disentería. Padezco síntomas neurológicos de ansiedad, con insomnio y presión sanguínea elevada, y tengo el corazón afectado.
—¿Cuántos años tiene?
—Sesenta y dos.
—No hay más preguntas —concluyó sir Robert.