CAPÍTULO III

Era casi medianoche cuando Terry llegó a casa de los Kelno. Ángela le preguntó:

—¿Dónde estuviste?

—Paseando, paseando nada más.

—¿Has comido algo?

—No tengo hambre. ¿Y el doctor Kelno, está levantado todavía?

—Sí, está en su estudio.

Adam Kelno estaba en una actitud rígida, de estatua, y no oyó los golpecitos a la puerta, ni vio entrar al muchacho.

—Doctor…

Adam levantó la vista, despacio, y luego se volvió.

—Doctor, anduve un rato por ahí. Quiero decir que estuve pensando en lo que he escuchado hoy, o tratando de comprenderlo. Imagino que ninguno de nosotros sabía de verdad cómo era aquel campo. No es lo mismo que leerlo en un libro. Doctor, yo no lo sabía, no lo sabía, se lo aseguro.

—¿Un poco fuerte para tu estómago, Terry? Pues lo que has oído hoy quizá sea la única parte agradable del relato.

—¡Oh, Dios mío, doctor! —Terry se dejó caer en un sillón y apoyó la cabeza en las manos—. ¡Ah, si hubiera sabido lo que hacía! Estoy avergonzado, terriblemente avergonzado de mí mismo.

—Se comprende. Quizá te resulte demasiado penoso escucharlo. Quizá no deberías volver a la sala del tribunal.

—No siga, por favor. Me siento como el canalla más despreciable. Es curioso que una persona como yo, que ha gozado de todas las ventajas, se dejase obsesionar de tal modo por sus propios problemas, su propio mundo, su propio egoísmo, que perdiese de vista las necesidades, los sentimientos y los sufrimientos de otras personas.

—Todos los jóvenes han sido egoístas —comentó Adam—, pero vuestra generación se lleva la palma.

—Doctor, ¿me perdonará algún día por haberle metido en esto?

—¿Perdonarte? Vaya, lo cierto es que no fuiste tú quien mandó a los alemanes a Polonia.

—Algún día le compensaré de todo esto.

—Basta con que estudies mucho y seas un buen médico. Es todo lo que tu padre necesita.

—Hoy, después de la sesión del tribunal, he sostenido una larga conversación con Mary, y hemos llegado a un acuerdo. Durante el juicio me gustaría vivir aquí, en casa.

—Por supuesto, me alegro mucho, Terrence. ¿Y Mary?

—No sé. De nada serviría aumentar la tensión con su presencia aquí. Sencillamente, tendremos que ver cuáles son nuestros sentimientos luego.

Ángela entró, llamando:

—Vamos, venid los dos; es preciso que comáis algo.

Terrence retuvo la puerta. Al pasar Adam, le puso una mano sobre el hombro, y luego se arrojó en sus brazos y lloró como no había llorado desde que era un niño.

El avión de lady Sarah Wydman aterrizó en el aeropuerto de Heathrow a las dos de la madrugada. El fatigado guardia de aduanas miró bostezando las diez piezas que constituían el equipaje de la viajera y le dio paso libre con un ademán.

Morgan, el chófer, ayudó a un mozo de cuerda a cargar el carrito, mientras Jacob Alexander besaba a la dama en una mejilla.

—No era preciso que viniera a estas horas de la madrugada, Jacob.

—¿Qué tal el vuelo?

—Como siempre.

El «Bentley» se puso en marcha, seguido de un taxi que llevaba el exceso de equipaje. Salieron del túnel y aceleraron por la doble autopista que conducía a Londres.

—¿Qué tal va el asunto?

—Bien; el primer asalto se lo apuntó sir Robert, naturalmente. ¿Y usted? ¿Dio fruto su viaje?

—¿Se sabe algo de Sobotnik? —preguntó ella, a su vez.

—Ni rastro de él. Tampoco Aroni nos da muchas esperanzas.

—Entonces, Abe tendrá que permitir que Pieter van Damm se presente a declarar.

—Sobre este punto, Abraham se muestra inamovible. He venido a recibirla esta noche porque necesito desahogarme en alguien, Sarah. Estoy preocupado por Mark Tesslar. Fuimos a Oxford a tomarle una nueva declaración y descubrimos que está muy enfermo. Hace muy poco que se ha restablecido de un ataque cardíaco grave. De todos modos, hemos probado suerte con ese tal Lotaki, el que ayudó a Kelno en algunas operaciones. Está en Polonia, en Lublín, de cirujano de un hospital. Es un mimado del régimen, contra el cual no se ha seguido ninguna acción. Hemos dado este paso basándonos en la teoría de que si él nos ayuda a nosotros en Londres, su gesto puede ayudarle a él en Polonia; dada esta condición, acaso venga a prestar testimonio.

—Por otra parte, acaso decida declarar en favor de Kelno, como la alternativa más cómoda para mantener limpio su propio nombre.

—Nos damos cuenta de ese peligro, pero hemos de jugar a la desesperada.

Penetraron en Londres y se internaron por Berkeley Square.

—Jacob, mañana no estaré en condiciones de aparecer por la sala del juzgado. Sea bueno y dígale a Abe que le telefonearé después de la sesión.

—Sarah…

—¿Qué?

—¿Por qué no permite que le diga a él el dinero que usted ha dado y el que ha recogido?

—No. Mire, Abe ha cargado con tanto peso que quiero que piense que tiene amigos invisibles por todo el mundo, respaldándole. Por lo demás, es un poco especial, respecto a los benefactores judíos.