—Sir Adam Kelno…
El aludido se levantó de la mesa del procurador, dirigió una leve sonrisa a Ángela y Terry y subió al estrado de los testigos, que se hallaba a la izquierda del banco de la reina, y encima mismo de las nutridas filas de periodistas.
—¿Sobre qué Biblia desea jurar?
—Soy católico romano.
—Por favor, traigan la Biblia Douay —dijo el juez y se volvió hacia Kelno—. Presumo que pasará usted mucho rato en el estrado de los testigos. Propongo que el ujier le traiga una silla.
—Muchas gracias, Señoría.
Con una serie de preguntas, sir Robert Highsmith trazó la historia de Kelno, desde el momento de conseguir el título en la Facultad de Medicina hasta la llegada de la guerra, el ingreso en la organización clandestina, la detención por la Gestapo, el espantoso interrogatorio y el encierro en el campo de concentración de Jadwiga, durante el verano de 1940.
—Nos registraron, nos bañaron, nos afeitaron todo el cuerpo y nos dieron unos uniformes a rayas —dijo Kelno.
—¿Qué clase de trabajo hizo usted al llegar?
—De todo, en general.
—¿Sabían los alemanes que usted era médico?
—Puede que sí, y puede que no. Entre la confusión de los millares de trabajadores esclavos que llegaban, es posible que no se fijaran en mis papeles. Al principio me daba miedo decir que era médico, debido a la política de los alemanes de eliminar a los polacos instruidos y de profesiones liberales.
—Pero más tarde cambió de idea, ¿verdad?
—Sí. Vi los sufrimientos de los prisioneros, y pensé que podía ser útil. No pude seguir escondiendo mi profesión.
—Usted mismo fue víctima de las condiciones de los primeros tiempos, ¿no es cierto?
—Caí enfermo de tifus exantemático, el que producen los piojos. Estuve muy mal durante varios meses. Cuando me restablecí, solicité que me trasladaran al recinto médico, y me lo concedieron.
—Además del tifus, ¿sufrió otras calamidades?
—Sí, indignidades personales.
—¿Una vez, dos veces?
—En docenas de ocasiones. Nos castigaban por infracciones reales o imaginarias. El cabo que nos mandaba nos obligaba a ir de un sitio a otro corriendo. No nos permitían que anduviéramos. Como castigo corriente, nos hacía poner en cuclillas y teníamos que andar así centenares de metros, y si nos caíamos de espaldas, nos pegaban. Hubo también un brote grave de disentería, y resulté contagiado. Entonces fue realmente cuando revelé que era médico. Los alemanes no podían contener la epidemia.
—¿Y cuando la epidemia cedió?
—Se me permitió que organizase una clínica de cirugía en un par de barracones médicos. Trataba casos de cirugía menor, tales como forúnculos, abscesos, heridas de poca importancia…
—Bien, estamos hablando de finales del año 1940. ¿Querría describir la situación general de los servicios médicos?
—Era mala. Andábamos escasos de todos los suministros, de modo que teníamos que hacer vendajes hasta de papel.
—¿Había otros prisioneros cirujanos, con título, que trabajasen con usted?
—Al principio, no. Tenía unos cuantos ayudantes. Los servicios del hospital se vieron atareados con los casos de hematomas.
—¿Quiere explicar eso?
—Eran mortificaciones graves, particularmente en las nalgas, que ocasionaban derrames sanguíneos en los tejidos, los que se ponían sépticos y se infectaban. A veces la herida contenía medio litro de pus. Eso afectaba los músculos, de forma que el paciente no podía andar, ni sentarse, ni estar tendido. Yo recurría a la cirugía para aliviar el sufrimiento mediante una incisión, un drenaje, una curación paulatina.
—¿Cuál era la causa de los casos de hematoma?
—Las palizas que daban los alemanes.
—Doctor Kelno, ¿realizó usted amputaciones en aquel primer período?
—Sí, principalmente de apéndices pequeños, tales como dedos de las manos y los pies, helados por el frío, o rotos sin posible remedio por las palizas de los alemanes.
Highsmith se quitó las gafas y se inclinó exageradamente hacia el estrado de los testigos.
—Doctor Kelno —preguntó, levantando la voz—, ¿operó usted alguna vez no siendo necesario?
—Nunca. Ni entonces, ni más tarde. Nunca.
—Veamos, pues; durante aquel tiempo, desde finales de 1940 hasta 1942, ¿cómo le trataron?
—Me dieron numerosas palizas.
—¿Y cuál fue el efecto de aquellas palizas?
—Enormes cardenales, algunos del diámetro de una pelota de fútbol. El dolor era terrible. Tenía fiebre y las piernas se me hincharon hasta salirme varices. Luego se me formaron flebolitos, unos cálculos que me extrajeron después de la guerra.
—¿Cuándo cambiaron algo las cosas, en Jadwiga?
—A mediados de 1941, cuando los alemanes atacaron a Rusia. Jadwiga era uno de los mayores campos de trabajo de esclavos, y allí se fabricaban muchas cosas esenciales para el esfuerzo de guerra alemán. Se dieron cuenta de que tratando tan brutalmente a los prisioneros perdían muchos jornales, con lo cual decidieron instalar unos servicios sanitarios razonablemente adecuados.
—¿Recuerda algún acontecimiento particular que hiciera poner en marcha la instalación de los servicios necesarios?
—A mediados del invierno de 1941 se desató una ola de frío y tuvimos millares de casos de pulmonía, congelación de miembros y shock por llevar las manos al descubierto. Teníamos pocos medicamentos con que tratar esos casos; sólo les podíamos dar agua para beber. Los pacientes estaban tendidos en el suelo, en los barracones, codo con codo, sin espacio apenas para pasar por entre ellos, y murieron a centenares. Y como los muertos no pueden trabajar en las fábricas, los alemanes cambiaron de idea.
—Me gustaría saber, doctor Kelno, si los alemanes llevaban la cuenta de los muertos.
—Los alemanes sienten una verdadera pasión por las estadísticas minuciosas. Durante la epidemia, llevaban las cuentas mediante numerosas listas diarias, que empezaban a las cinco y media de la mañana. Los vivos habían de sacar fuera a los muertos. Había que dar cuenta de todos los que fallecían, sin olvidar uno.
—Comprendo; más tarde volveremos sobre este punto. De modo que después de la epidemia del invierno de 1941 le permitieron a usted que montase un servicio adecuado.
—Poco más o menos. No teníamos suministros suficientes, de modo que, por la noche, cuando el recinto estaba libre de los miembros de las SS, salíamos de «caza». Posteriormente nos proporcionaron más suministros, aunque nunca lo bastante. Sin embargo, cuando me asignaron otros médicos, la situación se hizo algo tolerable. Pude instalar una sala de cirugía bastante decente en el Barracón XX. Los médicos alemanes que enviaban para que colaborasen con los prisioneros eran más que mediocres, con lo cual los médicos prisioneros empezamos a tomar la dirección de los servicios.
—¿Y cuál era su posición personal en todo aquello?
—Durante dos años fui cirujano jefe; luego, en agosto de 1943, me nombraron supervisor titular de todo el servicio médico.
—¿Titular?
—Sí, el doctor de las SS coronel Adolph Voss era el verdadero jefe, y cualquier otro doctor de las SS tenía mando sobre mí y mis actividades.
—¿Iba Voss con frecuencia a verle a usted?
—Pasaba la mayor parte del tiempo en los Barracones del I al V. Yo me mantenía alejado todo lo posible.
—¿Por qué?
—Voss realizaba experimentos.
Sir Robert hizo una pausa y cambió la intensidad y el ritmo de su voz para denotar que formulaba una pregunta clave.
—¿Se guardaba algún registro de las operaciones y tratamientos realizados por usted?
—Yo insistí en que se llevasen registros fieles. Consideraba importante que más tarde no pudiera haber dudas respecto a mi conducta.
—¿De qué forma llevaban aquellos registros?
—En libros especiales para las salas de cirugía.
—¿Llenaron un solo volumen?
—No. Llenamos varios.
—¿Anotaban todas las operaciones y tratamientos?
—Sí.
—¿Y firmaba usted?
—Sí.
—¿Quién llevaba ese registro?
—Un escribiente. Un checo. Olvidé su nombre.
Abe pasó una nota a Shawcross:
«Me dan ganas de ponerme en pie y gritar Sobotnik, para ver si así lo recuerda».
—¿Sabe usted qué se hizo de los registros?
—No tengo idea. La mayor parte del campo era un caos, cuando llegaron los rusos. Ojalá Dios quisiera que tuviésemos esos libros aquí, ahora, porque serían una prueba de mi inocencia.
Sir Robert se quedó callado por la impresión. El juez se volvió pausadamente hacia Kelno.
—Sir Adam —le dijo—; refiriéndonos a su inocencia, recuerde que usted es el demandante, en esta causa, no el acusado.
—Quise decir… limpiar mi nombre.
—Continúe, sir Robert —ordenó el juez.
Highsmith se puso en pie de repente, como para borrar el efecto del traspié de sir Adam.
—Bien; en todo aquel tiempo, ¿seguía siendo usted un prisionero bajo supervisión alemana?
—Sí. Siempre fui un prisionero. Las SS tenían enfermeros que vigilaban todos mis pasos.
—¿Puede explicarnos el significado particular de la expresión Jadwiga Oeste?
—Era el servicio de exterminio.
—¿Lo sabe con certeza?
—Era del dominio público. Posteriormente, la historia lo ha confirmado. En realidad, yo nunca vi ese Jadwiga Oeste, pero fui informado en seguida por la organización clandestina.
—Y aquellos enfermeros alemanes mandados por el doctor Voss, ¿tenían alguna otra misión, aparte de la de espiarle a usted?
—Escogían de entre mis pacientes… las víctimas para la cámara de gas de Jadwiga Oeste.
Sobre la sala descendió un silencio total. Una vez más, lo único que se oía era el tic-tac del reloj. Los ingleses sólo habían oído hablar de aquello muy por encima. Ahora, aquí, ante ellos, sir Adam Kelno, con la piel color de yeso, había levantado el telón y estaba actuando en un escenario de recuerdos horrorosos.
—¿Desea usted descansar? —preguntó el juez.
—No —respondió Adam—. No pasa un solo día de mi vida sin que lo recuerde.
Sir Robert suspiró, cerró las manos alrededor de las solapas de su toga y bajó la voz hasta emitir un murmullo, de forma que el jurado tenía que hacer un esfuerzo para oír sus palabras.
—¿De qué forma llevaban a cabo la selección?
—A veces, un alemán se limitaba a señalar con el dedo a unos u otros mientras cruzaban la sala. Solía señalar a los que parecían menos capaces de sobrevivir.
—¿A cuántos?
—Dependía de los que trajeran a Jadwiga Oeste desde el exterior. Completaban la cabida de la cámara de gas con los del hospital. Unos cien por día. Algunos días, doscientos o trescientos. Cuando trajeron millares de húngaros, nos dejaron en paz durante un tiempo.
—¿A qué distancia estaba situado Jadwiga Oeste del complejo de ustedes?
—A unas tres millas. Lo veíamos. Y… lo olíamos.
Abraham Cady se sintió trasladado al tiempo de su propia visita a Jadwiga; todo se le reprodujo vivamente. Por un instante miró a Adam Kelno con remordimiento. En nombre de Dios, ¿cómo podía oponerse nadie a lo que ocurría allí?
—¿Qué hacía usted personalmente, en relación a las selecciones de los alemanes?
—Pues cuando elegían a alguien, pintaban un número en el pecho de la víctima. Nosotros descubrimos que se borraba fácilmente con agua, y sustituíamos a los seleccionados con los pacientes que habían fallecido durante la noche. Como los alemanes no manejaban por sí mismos los cadáveres, el truco marchó bien durante un tiempo.
—¿Cuántas personas pudo salvar usted por este método?
—De diez a veinte de cada cien.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Muchos meses.
—¿Sería justo decir que salvó a varios millares de personas de este modo?
—Estábamos demasiado ocupados salvando vidas para pararnos a contarlas.
—¿Utilizó también otros métodos para engañar a los alemanes?
—Cuando sospecharon que enviábamos cadáveres a Jadwiga Oeste, confeccionaron listas de nombres. Y nosotros cambiábamos de nombre a quien convenía. Muchas personas que hoy siguen con vida llevaron años enteros el nombre de un difunto, en el campo. Por medio de la organización clandestina, estudiábamos los planes de los alemanes y a menudo sabíamos por adelantado cuándo iban a proceder a una selección. Entonces yo despejaba todo lo posible las salas del hospital, enviando gente a trabajar de nuevo, o escondiéndola.
—Al obrar así, ¿tenía en consideración el origen nacional o religioso de los prisioneros?
—Vidas eran vidas. Salvábamos a los que creíamos tenían más probabilidades de sobrevivir.
Highsmith dejó que todo esto penetrara bien, volviéndose hacia Chester Dicks, su novel, como si necesitara algún dato. Luego se dirigió nuevamente hacia el estrado.
—Doctor Kelno, ¿dio alguna vez su propia sangre?
—Sí, en numerosas ocasiones. Había ciertos intelectuales, profesores, músicos y escritores a los que estábamos decididos a salvar, y en ocasiones le dábamos nuestra propia sangre.
—¿Quiere explicar al tribunal cómo estaba instalado usted, personalmente?
—Estaba alojado en un barracón con otros sesenta miembros del personal masculino.
—¿Y la cama?
—Era una colchoneta llena de papel fuerte. Teníamos una sábana, una almohada y una manta.
—¿Dónde comía?
—En una cocinita, en un extremo de aquella misma habitación.
—¿Qué clase de instalación sanitaria tenía?
—Un retrete, cuatro pilas y una ducha.
—¿Qué clase de ropa llevaba?
—Una especie de traje de algodón a rayas.
—¿Con señales distintivas?
—Todos los prisioneros tenían un triángulo cosido sobre el bolsillo izquierdo del pecho. El mío era de color rojo, denotando la condición de prisionero político, y tenía sobrepuesta una «P» para significar que era polaco.
—Veamos, además de los servicios de exterminio de Jadwiga Oeste, ¿había otras maneras de matar gente?
—Además de las SS, resultaba que a los prisioneros alemanes por delitos comunes y a los comunistas alemanes los ponían al mando de los otros prisioneros, y con frecuencia aquellos eran tan brutales como las SS. A cualquiera que quisieran eliminar lo apaleaban hasta que moría; y entonces colgaban a la víctima con su propio cinturón y lo anotaban como un suicidio. Los de las SS, viendo que aquellos brutos les ahorraban trabajo, volvían la espalda.
—¿Hubo otras matanzas, oficiales o extraoficiales?
—Antes he mencionado ya que en el complejo médico los Barracones numerados del I al V constituían el centro experimental. Entre el Barracón II y III había una pared de hormigón. Cuando la instalación de Jadwiga Oeste no daba abasto, solían ejecutar desde unas docenas hasta unos centenares de prisioneros, fusilándolos ante la pared.
—¿Había otros métodos?
—Mediante una inyección de fenol en el corazón. Provocaba la muerte en unos segundos.
—¿Vio usted los resultados de este método?
—Sí.
—¿Le ordenaron alguna vez que pusiera una inyección de fenol?
—Sí, me lo mandó un tal Sigmund Rudolf, capitán de las SS y ayudante del coronel Flensberg. Me dijo que administrase inyecciones de glucosa a varios pacientes, pero yo noté el olor especial y me negué. Los pacientes se alarmaron y los guardias de las SS los redujeron a la sumisión con unas palizas terribles. Luego los ataron a sendas sillas. Entonces Flensberg les administró dosis de unos cien centímetros cúbicos. Murieron casi instantáneamente.
—Como resultado, ¿le castigaron a usted?
—Sí, Sigmund Rudolf me acusó de cobarde y me rompieron varios dientes.
—Retrocedamos un momento, doctor Kelno, a los Barracones experimentales del I al V. Creo ha quedado aclarado que el coronel Voss y el mayor de los hermanos Flensberg, el coronel, eran los dos médicos directores. ¿Querría explicar a Usía y al jurado qué relaciones tenía usted con ellos?
—Yo tuve muy poco contacto con Flensberg. Voss hacía experimentos sobre esterilización. Uno de los métodos humanos consistía en una exposición prolongada de los ovarios y los testículos a la acción de los rayos X. Con Voss trabajaba un médico judío, un tal Boris Dimshits. Este debía de saber demasiadas cosas, porque le enviaron a la cámara de gas. Poco después, Voss nos llamó a mí y a otro médico polaco, Konstanty Lotaki, y nos dijo que de vez en cuando nos llamaría para operar en el Barracón V.
Por fin se abría la puerta del Barracón V, con sus espantosos secretos. Bannister y O’Conner tomaban nota rápidamente hasta de la última palabra. Gilray procuraba disimular una extraña emoción que le invadía.
—Continúe, por favor, sir Adam.
—Yo le pregunté a Voss qué clase de operaciones eran, y él me contestó que se trataba de extirpar órganos muertos.
—¿Cómo reaccionó usted ante todo eso?
—Lotaki y yo estábamos transtornados. Voss dio a entender claramente que si no colaborábamos, correríamos la misma suerte que el doctor Dimshits.
—Si se hubieran negado, ¿les habrían enviado a la cámara de gas?
—Sí.
—Habiéndose negado antes a inyectar fenol, ¿se le ocurrió a usted rehusar después?
—Ahora el caso era completamente distinto. Voss dijo que si nosotros nos negábamos, harían las operaciones los enfermeros. Nosotros decidimos discutir la cuestión con todos los demás médicos prisioneros. Todos llegamos a la conclusión de que permitir que operasen los enfermeros significaría una muerte cierta para las víctimas de Voss, y siendo en cambio nosotros cirujanos expertos, era obligado que Lotaki y yo salvásemos a aquella gente.
—¿Dice usted que habló con todos los médicos prisioneros?
—Con todos excepto con Mark Tesslar. Había que tener en cuenta el odio personal que sentía contra mí desde nuestros días de estudiantes en Varsovia. Más tarde, en Jadwiga, colaboró con Voss en los experimentos.
—Un momento… —intervino Thomas Bannister, poniéndose en pie.
Adam Kelno saltó fuera de su silla, agarrándose a la baranda y gritó:
—¡No permitiré que me impongan silencio! ¡Fueron Tesslar y sus mentiras lo que me expulsó de Polonia! ¡Todo eso es una conspiración de los comunistas para perseguirme hasta la tumba!
—Evidentemente —dijo Thomas Bannister, con aire tranquilo—, esta situación reclama una protesta; pero, no obstante, creo que no presentaré ninguna, por ahora.
—Bien, si usted no me pide que llame al orden al demandante, no lo haré —dijo Gilray—. Parece que las emociones se desbordan un poco. Creo que será un buen momento para suspender el juicio hasta mañana.