16 de abril de 1967 Tribunal número 7
Alto Tribunal de Justicia
División del Tribunal de la Reina.
Ante el Lord Justice Gilray Sir Adam Kelno, M. D., contra Abraham Cady y otros.
Las efigies de Jesucristo, Salomón y el rey Alfredo daban categoría a la entrada de la fachada principal de los Royal Courts of Justice, que ocupan una longitud de ciento cincuenta metros, en el punto del Temple Bar en que el Strand se convierte en Fleet Street. Con las tres figuras citadas formaban grupo veinte obispos y eruditos de segunda fila.
Moisés cubría la entrada trasera, en Carey Street, a una manzana de distancia.
La torre del campanario, que tenía cincuenta metros de altura, contemplaba un conglomerado arquitectónico que podía calificarse de neogótico, neomonástico y neo-Victoriano. Una confusión aparentemente inexplicable de agujas, torres, miradores, contrafuertes en forma de cono agudo y molduras y nervaduras ornamentales normandas, todo ello de recia piedra gris, ennegrecida tras años y años de impregnarse de hollín.
A ambos lados de la entrada está el vestuario de los abogados. A la izquierda se hallan las cámaras. En un gran vestíbulo cubierto de mosaico se anuncia la lista diaria de causas. El vestíbulo mide ochenta metros de longitud y veinticinco de altura, y todo él está debidamente adornado con estatuas de hombres famosos. A todo lo largo de una bóveda de piedra, una serie de ventanas perpendiculares, afiligranadas con vidrios policromados, ostentan los escudos de armas de todos los lores cancilleres de Inglaterra.
La oficina del alguacil ocupa una galería, en el otro extremo del gran salón. Antiguamente, el alguacil era un funcionario que llevaba un bastón puntiagudo para denotar sus funciones; actualmente mantiene el orden dentro del juzgado como un sargento de armas.
Todo ese imponente edificio se levanta sobre unas tres hectáreas de terreno bordeado por St. Dustons, en el Oeste, y St. Clement Danes, templos de antigua y majestuosa fachada.
El tribunal se yergue como un planeta gigante de la justicia con sus satélites, los Inns que le rodean, y Chancory Lane.
La primera sala de juzgado estuvo en Westminster Hall, y data del siglo XIII. Fue sede del tribunal donde Carlos I y el mártir Tomás Moro hallaron una justicia de farsa, y en cuyas salas se escribió una agitada historia, desde la instauración de Cromwell hasta la condena de Guy Fawkes y Essex. Allí es donde los personajes regios, los nobles y los notables, están de cuerpo presente antes de enterrarlos en la abadía, al otro lado de la calle. Como Westminster Hall resulto anticuado y no estaba convenientemente situado respecto a los Inns de los tribunales, cobraron vida los Tribunales Regios a mediados de la época victoriana.
Thomas Bannister y Brendon O’Conner, vistiendo ya la toga, y tocados con sus pelucas, cruzaron el Strand junto a un agitado grupo de periodistas, entraron en el edificio y subieron las escaleras que habían de llevarles al cuarto de consulta opuesto al Tribunal número 7, donde se habían reunido ya Jacob Alexander, míster Josephson y Sheila Lamb.
En ese momento, sir Robert Highsmith y su novel, Chester Dicks, ambos con traje de etiqueta, paraguas y unas bolsas encarnadas y azules que contenían las togas —una de paño y otra de seda—, se encaminaban hacia el vestuario.
Sir Adam Kelno llegó acompañado de su esposa y Terrence Campbell, y entró prestamente en el edificio. Traía en la mano un cablegrama de su hijo.
—Aquellos dos son Cady y Shawcross.
—Míster Cady, ¿querría pronunciar unas palabras sobre…?
—Lo siento, amigos. Tengo órdenes estrictas. No hay comentarios.
—¿Quién es esa chica?
—Creo que es la hija de Cady.
Samantha y Reggie Brooke entraron sin que nadie se fijara en ellos.
Mientras se acercaba la hora, ujieres, reporteros de los tribunales, asociados, periodistas y espectadoras zumbaban por las proximidades del Tribunal número 7, en un frío pasillo de piedra.
El juez Anthony Gilray se arregló la peluca y el cuello de armiño de su túnica escarlata. Gilray, hombre de rostro aguileño, estaba acostumbrado desde antiguo a adoptar una expresión aparentemente impasible y aburrida, en un papel de juez que le gustaba sobremanera. Como otros muchos jueces y abogados, se había afiliado al Garrick Club, donde podía codearse con gente de teatro, cosa muy puesta en razón porque ellos, luego, utilizaban las salas de los tribunales como su escenario particular. Esto resultaba singularmente cierto con respecto a los abogados especializados en libelo y difamación, muchos de los cuales eran actores frustrados.
La sala se iba llenando lentamente por una entrada flanqueada de cortinajes verdes. Allá delante, desierto, estaba el banco de la reina, sobre una tarima elevada, dominando unos austeros bancos y mesas de madera para los procuradores, los abogados, la Prensa, el jurado y el público. Toda la sala estaba ricamente artesonada de roble, interrumpido por una serie de ventanas catedralicias, situadas arriba, a la altura de la galería. Del techo de piedra descendían un par de grandes candelabros con pantallas en forma de campana, y de aquí allá había una baranda de hierro forjado, un rimero de libros de leyes y un reloj incansable, que rompían la monotonía de la madera.
Cady y Shawcross ocuparon sus puestos detrás de Brendon O’Conner, en la primera fila de bancos destinados al público. David dio un codazo a Abe y señaló con un movimiento de cabeza más abajo de su propia fila, donde se habían sentado Ángela Kelno y un apuesto joven, Terrence Campbell.
Abe sonrió a Samantha y Vanessa, las cuales se colocaban detrás de ellos junto con Lorraine Shawcross, Pam y Cecil Dodd. Luego volvió la vista hacia la mesa de los procuradores, donde estaba sentado Kelno con una calma inalterable. Abe había entrevistado a millares de personas y supo captar una ansiedad que traicionaba la aparente calma, en el momento en que Adam volvía la vista atrás para mirar a su mujer y su hijo.
De pronto, Kelno y Cady se sorprendieron mirándose fijamente desde uno y otro lado de la sala. La primera mirada fue hostil; luego, se observaron con cautela. Abe continuaba sintiendo una cólera profunda, pero Kelno tuvo una repentina expresión de extrañeza, como si se dijera: «¿Qué hacemos aquí?»
La entrada del jurado desvió la atención de ambos. Eran ocho hombres y cuatro mujeres. Parecían totalmente anónimos. Doce ingleses corrientes que uno podía encontrar en cualquier calle.
Los últimos murmullos entre abogados y procuradores y un rumor de papeles.
—¡Silencio!
Todo el mundo se puso en pie al entrar el honorable señor juez Anthony Gilray por una puerta situada detrás del banco de la reina. Toda la sala le saludó con una inclinación de cabeza, mientras él se acomodaba en un sillón con alto respaldo de cuero.
Sir Robert Highsmith se puso en pie en seguida y charló en voz baja unos momentos con el juez, extraoficialmente, comentando que sin duda sería un juicio largo.
Thomas Bannister se puso en pie también. De mediana corpulencia y hermosas facciones inglesas, poseía una energía que emanaba de su interior. Tenía voz suave y aparentemente monótona, hasta que uno empezaba a descubrir el ritmo que la animaba. Estuvo de acuerdo, asimismo, en que el juicio sería largo.
Gilray hizo girar su sillón hacia los bancos del jurado, y preguntó a sus componentes si alguno ejercía su función en condiciones penosas. No hubo respuesta alguna.
—Desearía saber si alguno de ustedes perdió un familiar en un campo de concentración —inquirió finalmente.
Bannister y O’Conner se pusieron en pie a un tiempo. Bannister volvió la cabeza para mirar atrás, advirtiendo a su ayudante que no se le escapaba la cuestión, y dijo:
—Si Su Señoría establece esta condición para ser jurado, entonces nosotros tendremos que establecer condiciones contrarias, como, por ejemplo, si sienten una simpatía especial por los médicos, los caballeros, los antiguos nacionalistas polacos…; en fin, multitud de cosas.
—Quise decir —respondió el juez— que no desearía que una persona que haya perdido algún familiar en un campo de concentración tenga que soportar sufrimientos indebidos a causa de las revelaciones que se hagan en este juicio.
—En este caso, no tengo nada que objetar a la pregunta.
Una pregunta a la que no respondió ninguno de los componentes del jurado, a los que, acto seguido, se tomó juramento.
En la pared de la izquierda, entre filas de libros de leyes, el reloj desgranaba su tic-tac sonoro, mientras sir Robert Highsmith desplegaba sus notas sobre la mesa del estrado y erguía la figura, apoyando las manos en las caderas. Estudió al jurado un largo momento y carraspeó varias veces. En un tribunal inglés, el abogado tiene que estar de pie detrás de la baranda, lo cual limita su movilidad y su libertad de ademanes. No pudiendo desfilar por toda la sala del tribunal, ha de ser un orador de pensamiento rápido, que se exprese con claridad y en un estilo fácilmente asequible.
—Señoría, miembros del jurado —empezó Highsmith—. Nos encontramos ante una acción por daños emanados de un libelo. Un libelo, diría yo, más dañino que ninguno de los que se hayan visto nunca en un tribunal inglés. En la imaginación, tendremos que alejarnos de las comodidades del Londres de 1967, puesto que lo que ahora nos ocupa es la pesadilla de un campo de concentración alemán que existió hace más de veinte años, sobre el fondo más increíblemente infernal que el hombre haya creado nunca.
Sir Robert levantó un ejemplar de El holocausto y, con lentitud intencionada, lo abrió en la página 167. Unos segundos más transcurrieron mientras él miraba fijamente a cada uno de los miembros del jurado. Luego leyó, haciendo las pausas con mucho cuidado:
—«… De todos los campos de concentración y exterminio, ninguno más infame que el de Jadwiga. Aquí fue donde el coronel médico de las SS Adolph Voss estableció un centro experimental con objeto de encontrar métodos de esterilización en masa, utilizando conejillos de Indias humanos; y donde el también médico de las SS coronel Otto Flensberg y su hermano llevaron a cabo, con los prisioneros, ensayos igualmente horrendos. En el famoso Barracón V existía una sala de cirugía dirigida por el doctor Kelno, quien realizó unas quince mil, o más, operaciones experimentales sin emplear anestesia». Señoras y señores del jurado, permitan que repita este párrafo: «quince mil o más operaciones experimentales sin emplear anestesia».
Aquí cerró el libro con ruidoso golpe, lo dejó caer sonoramente desde la barandilla a la mesa y se quedó con la vista fija en el techo.
—¡Qué! —gritó, de pronto—. ¿Puede existir un insulto más horrendo, difamatorio y rufianesco? —preguntó, haciendo rodar las erres vigorosamente, irguiéndose sobre la punta de los pies y amenazando al aire con energía—. ¿Qué mayor calumnia para un médico cuya reputación vaya más allá de los límites de su clínica? En este momento me gustaría leerles a ustedes las palabras que hemos anotado en la Declaración de Agravios del Demandante. Por ello sugiero que les proporcionen aquel paquete de alegatos.
—¿Tiene algún inconveniente, míster Bannister? —preguntó el juez.
—¿Qué se propone mostrar al jurado?
—Alegatos —respondió Highsmith—; un paquete de alegatos reconocidos.
Thomas Bannister cogió un legajo y lo pasó a O’Conner, que lo hojeó, y luego le susurró unas palabras.
—Aceptamos con reservas. Hay cierto número de procedimientos verbales y añadidos, y pueden surgir otras cosas importantes.
A cada miembro del jurado se le dio un legajo. Su Señoría el juez Gilray les pidió que no lo leyeran por sí solos. Fue el primero de una serie de pasos desorientadores en la instrucción de los miembros del jurado en materia de leyes.
—En una acción por libelo —prosiguió Highsmith—, el demandante debe demostrar tres cosas: Primera, si los demandados publicaron las palabras que se citan. Bien, los demandados no niegan este punto. Segunda, si las palabras en cuestión se referían al cliente del abogado que está en uso de la palabra. Tampoco niegan esto los demandados. Y, finalmente, si las palabras eran difamatorias. Técnicamente, mi intervención podría terminar aquí; podría yo limitarme a decir: «Siga usted y demuestre lo que pretende». Pero me propongo hacer que se presente sir Adam Kelno y dejar que ustedes juzguen el carácter de este hombre y, por consiguiente, la medida en que ha sido difamado.
Highsmith adoptó un tono sarcástico.
—¡Ah, bien!, la defensa dice que en realidad esa cifra de quince mil víctimas no es exacta, y de paso afirman que tal vez no operaba sin anestesia. Bien, dicen ellos, quizá fueran unos centenares, o unas docenas. Ya ven ustedes, en realidad no lo saben. Ustedes observarán, naturalmente, que sir Adam Kelno no era alemán, ni nazi, sino un prisionero polaco. Era un hombre del bando aliado, sujeto a toda suerte de terrores, salvado únicamente gracias a la circunstancia de ser un médico experto que utilizaba su pericia para auxiliar al prójimo. Era un hombre cuyo coraje personal salvó a millares de seres… Sí, quiero decir el número de millares con voz bien clara, millares de seres salvados de la enfermedad y la muerte. La verdad es que sir Adam Kelno realizó, o participó en ellas como ayudante, unas veinte mil operaciones; pero eran operaciones honradas, necesarias y, por añadidura, arriesgó la vida como miembro de una organización clandestina.
A continuación, sir Robert Highsmith explicó la huida de Kelno a Inglaterra, el acto de conferírsele la dignidad de caballero y sus distinguidos trabajos.
—Este hombre —prosiguió— ha venido aquí a limpiar su nombre. Los impresores de este libro —exclamó, cogiéndolo bruscamente y levantándolo en alto— han reconocido el mal que habían hecho y han tenido el buen sentido de presentar excusas en un juicio público. Uno habría pensado que Abraham Cady y David Shawcross harían lo mismo, en lugar de obligarnos a seguir este desagradable camino. Ustedes integran un jurado inglés y están encargados de juzgar la severidad de lo que se ha perpetrado en un libelo dirigido contra este hombre inocente.