Una de las primeras piezas de la maquinaria judicial británica es el sistema de los masters. Los masters son una especie de jueces adjuntos o árbitros. El master, antes de ser nombrado como tal, ha sido abogado de los tribunales durante diez años, por lo menos, y es el que establece el estilo y la preparación del juicio. Celebran sus sesiones en las cámaras del Royal Court of Justice, eliminando buena parte de las artimañas y frivolidades con que los abogados fastidian a los tribunales en otros lugares del mundo.
El master establecerá normas sobre el número de testigos permitido, el tiempo aproximado en el cual debe celebrarse una causa, el interrogatorio previo de los testigos, normas sobre las enmiendas a las demandas y alegatos presentados, y expedición de órdenes respecto a la presentación de documentos.
En ciertos casos, el master juzga una causa.
Sus normas son rápidas y concisas, perfectamente adecuadas para la aplicación de la ley, y pocas veces son desautorizadas luego por el tribunal.
Los despachos de los masters flanquean una gran sala llamada el Bear Garden (Jardín de los Osos), donde se reúnen los procuradores para comparecer ante los tribunales. Todos van allá en traje de etiqueta; todos: jóvenes esperanzados, viejos ajados, unos con cabello largo, otros con cabello corto.
El master está sentado detrás de una especie de mostrador, y cada pocos minutos llama a los procuradores de las partes litigantes y echa una ojeada a sus alegatos.
—Bien, ¿qué quieren ustedes?
Los procuradores discuten. Con frecuencia, un master listo exclamará:
—Hay cosas tan claras que no deberían discutirse, En este punto, los procuradores se retiran al Bear Garden, sabiendo que se les ha advertido delicadamente de que una de las partes está malgastando el dinero de sus clientes y el tiempo del tribunal. Hay que llegar a un arreglo inmediatamente y detener el proceso.
Antes de que se vea una causa en la sala del tribunal, el master habrá establecido claramente las normas del combate verbal.
Para un juicio importante como el de Kelno contra Cady, master Bartholomew suele llevar el asunto en su despacho particular, como atención a la presencia de abogados de la talla de Thomas Bannister y sir Robert Highsmith. En las cámaras de master Bartholomew tuvieron lugar las primeras verificaciones concernientes a la validez de ciertos testigos y documentos.
En el invierno de 1966 se prescindió ya de formalidades. Las cámaras y el apartamento de Tom Bannister estaban demasiado atareadas, muy a menudo con visitantes de carácter político. Las oficinas de Alexander, en Lincoln’s Inn, formaban un laberinto imposible de escondrijos y rincones incapaces de albergar el cúmulo de datos que llegaban en avalancha de todas las partes del mundo. Todos estaban convencidos ya de que la legendaria biblioteca de Shawcross habría de servir de cuartel general. Echando mano de una medida desacostumbrada, se reunían cada pocos días para examinar con esmero la correspondencia, discutir la estrategia a seguir y tomar decisiones.
El primer conflicto lo planteó la elección de un abogado novel. Después de una resistencia inicial, acabaron por ceder ante Tom Bannister, que quería a Brendon O’Conner, un idealista exuberante, caprichoso, brillante y sentimental, a quien se conocía como un heterodoxo de la profesión. Sus extravagancias y declaraciones públicas fuera de la sala del tribunal desataban innumerables clamores. O’Conner y Bannister representaban sendos estilos completamente distintos en el ejercicio de la profesión, pero el novel era un trabajador infatigable, y muy pronto se vio con toda claridad lo sensato que había sido el designarle.
La difamación era una de las seis categorías no criminales en que cada una de las partes podía solicitar el veredicto de un jurado. Aunque era extremadamente raro que se recurriese al jurado en asuntos civiles. Solicitar o no un jurado, es algo que tiene locos a los abogados desde que se instituyó la ley. Los miembros de un jurado pueden ser astutos o extremadamente bobos, o no responder debidamente a los debates de la sala del juzgado. Los aliados de Cady cedieron una vez más ante las recomendaciones de Thomas Bannister, quien sostenía que no se puede engañar a doce ingleses, y el novel solicitó del master la designación de un jurado. La petición fue concedida inmediatamente.
La lista de posibles testigos aumentaba. En manos de Bannister y O’Conner una causa débil podía convertirse en una fuerte. El punto flaco, evidente para cualquier observador perspicaz, lo constituía el contar con un testigo ocular único, el doctor Mark Tesslar, que era sumamente vulnerable.
Pieter van Damm habría podido ser un arma formidable, pero se hallaban sometidos al rígido mandato de Cady de que no debía comparecer como testigo.
Otra figura importantísima podía sacarles de apuros, y era Egon Sobotnik, el escribiente de los médicos de Jadwiga, en caso de que le encontraran y en caso de que le convencieran para que se presentase a declarar. En caso, en caso, en caso… Todas las pistas para dar con Sobotnik resultaron estériles. Ni siquiera el cazador obstinado, Aroni, que ahora dedicaba todo su tiempo a este asunto, pudo obtener los indicios en una pista aceptable.
En su informe al abogado, Jacob Alexander preparó un sólido documento que contenía las declaraciones de los testigos y el restante material referente al caso.
El informe empezaba por el año 1939, cuando Polonia fue atacada por Alemania, y luego retrocedía en el tiempo para ocuparse de unos cuantos hechos delicados de la vida de Kelno, en años anteriores a la guerra. A continuación seguía sus pasos hasta que entró en el campo de concentración de Jadwiga, como médico prisionero.
El documento proseguía explicando que hacia la mitad de la guerra, dos nazis, los médicos de las SS, coroneles Adolph Voss y Otto Flensberg, consiguieron que Himmler les dejara establecer un centro experimental en Jadwiga, utilizando conejillos de Indias humanos. La mayoría de experimentos realizados por Voss se dirigían a encontrar un método para esterilizar en masa a los judíos, y a otros a quienes los alemanes consideraban «indignos de una vida normal». A estas personas castradas se las podría utilizar como trabajadores esclavos del Tercer Reich, manteniendo una provisión controlada para cubrir las bajas de sus filas. A todos los demás, los exterminarían.
El informe citaba como referencia unos cincuenta libros, además de los juicios por crímenes de guerra. Voss se suicidó antes de ser juzgado, y Flensberg logró escapar, yendo a parar a una nación africana donde reside actualmente y ejerce su profesión. Cierto número de médicos de segunda fila y enfermeros, entre ellos el ayudante de Flensberg, hubieron de comparecer a juicio. La mitad fueron ahorcados, y los demás condenados a prisión.
Como ayudantes de Voss en sus experimentos, se citaba a tres prisioneros médicos: los doctores Adam Kelno, Konstanty Lotaki y un judío, Boris Dismshits.
El informe contenía un estudio exhaustivo de los experimentos médicos, el instrumental, los doctores que se negaron a cooperar…
Repasado todo el material, sopesadas las posibles alternativas y estudiadas las defensas, decidieron presentar una súplica de «justificación», en el sentido de que lo que decía El holocausto era sustancialmente cierto. La petición reconocía que los demandados eran el autor y el editor del libro. Luego declaraba que no podían confirmar la cifra de quince mil experimentos realizados sin anestesia. Y concedían que la cuestión del número carecía de importancia, dado que muchos experimentos fueron realizados de una manera brutal y, por consiguiente, el demandante no había sido gravemente calumniado.
La primera semana de abril de 1967, Abraham Cady llegó a Londres. Vanessa estaba allí para darle la bienvenida. Su novio Yossi y Ben llegarían de Israel en breve.
Samantha se había casado de nuevo con un sujeto perteneciente a la nobleza campesina, Reggie Brooke, que sabía cómo manejar los caballos, el heno y las cuentas. Los años habían moderado la acritud de Samantha para con Abe. Cuando supo que llegaba, ofreció el piso de Colchester Mews para que se alojase en él.
La oficina del Tribunal Supremo ordenó al sheriff de Londres que llamase a las setenta y cinco personas inscritas en el libro de los jurados.
El sheriff adjunto seleccionó un grupo mediante sorteo; se informó a los presuntos jurados y se hizo pública la lista de sus nombres, para que quien quisiera pudiese inspeccionarla.
En Inglaterra es raro que se recuse a un jurado, porque es preciso aportar para ello una primera prueba de su incapacidad para el caso. De este modo se ahorran muchos días y semanas de discusiones inútiles en la sala del juzgado.
En Israel, cuatro hombres inquietos, dos mujeres y el médico de todo el grupo, continuaban justificando el viaje inminente.
En Varsovia, la doctora María Viskova recogía su visado. En Roumbouillet, en Bruselas, en Trieste, en Sausalito, en Amsterdam…, las dudas atormentaban, las pesadillas se repetían. El juicio se celebraría pronto. Todo aquel pasado se reanimaría.
La fecha del juicio se iba acercando, sin que ninguna de ambas partes mostrase la menor inclinación a negociar un arreglo. La causa que «jamás pasaría a los tribunales» estaba a punto de verse, y cada una de las dos partes se preguntaba qué sabía la otra, en realidad.
El bando de Cady estaba enfrascado en una extensa y urgente caza del hombre desaparecido —y desde tanto tiempo—, Egon Sobotnik, el escribiente sanitario de Jadwiga.
En Oxford, el doctor Mark Tesslar apartó la vista del microscopio y se colocó bien las gafas. Su mano no temblaba siquiera, detalle bastante notable para un hombre que acababa de ver la prueba de que tenía cáncer.
—Lo siento, Mark —dijo su colega.
—Creo que debemos realizar un examen exploratorio.
—Cuanto antes mejor.
Tesslar se encogió de hombros.
—En verdad, después de dos ataques cardíacos, no creo que salga de esta. Quiero que opere usted, Oscar. Todavía no me preocupa mucho si el cáncer es incurable o no. Usted debe mantenerme vivo como sea, hasta que haya prestado declaración. Más tarde, discutiremos lo que puede hacerse.