Jerusalén, abril de 1965.
El doctor Leiberman respondió a una llamada del timbre de su piso, en David Marcus Street.
—Soy Shimshon Aroni —anuncióse el hombre que tenía delante.
—Esperaba que me encontraría —contestó el doctor Leiberman.
Aroni, el famoso cazador de nazis, siguió al doctor, entrando en el estudio de este. Sus sesenta y ocho años engañaban; detrás de un rostro duro y arrugado se escondía un hombre activo y perspicaz. En cambio, Frans Leiberman era blando y paternal.
—He leído los relatos que ha publicado usted en periódicos y revistas. ¿Qué ha descubierto?
—A un tal Moshe Bar Tov, en el kibbutz Ein Gev. Él me dio los nombres de los otros. En resumen, cuatro hombres y dos mujeres a los cuales usted ha tratado durante años. Ya sabe qué ocurre en Londres. He acudido a usted a causa de su relación con las personas mencionadas. Sería más fácil convencerlas de que deben prestar testimonio, si su médico colaborase.
—No colaboraré. Ya han sufrido bastante.
—¿Sufrir? Ser judío es sinónimo de sufrir. Nunca se deja de padecer. ¿Qué me dice de su familia, doctor Leiberman? ¿Cuántos familiares perdió?
—Mi querido Aroni, ¿qué quiere? ¿Exhibirlos como animales? ¿Hablar públicamente, en una sala de juzgado, de sus mutilaciones? Las mujeres, en particular, nunca estarán bien. Con un tratamiento esmerado y la devoción de sus familias podrán llevar una existencia aparentemente normal. Pero lo que les ocurrió está enterrado en un cuarto oscuro. Si tienen que sacarlo a la luz una vez más, por entero, se arriesgan a sufrir un shock traumático sumamente peligroso.
—Volverá a salir a la luz. No consentiremos que se olvide eso jamás. En toda oportunidad, lo pondremos al descubierto para que el mundo lo contemple.
—Los años de cazar criminales le han endurecido, Aroni. Yo le miro como a un profesional de la venganza.
—Acaso me volviera loco —contestó Aroni— cuando me arrancaron de los brazos a mi esposa y mis hijos, en el centro de selección de Auschwitz. Lo que hay que hacer, hay que hacerlo. ¿Los veo yo solo, por mi cuenta, o coopera usted?
Frans Leiberman sabía que Aroni era un sabueso implacable. No cejaría nunca. Uno a uno les llevaría al tribunal y les sometería a la vergüenza de prestar declaración. Al menos, si se presentaban en grupo, podrían infundirse coraje mutuamente.
Alexander, Bernstein & Friedman
Procuradores
8 New Square. Lincoln’s Inn
Londres W C 2
30 de abril de 1965
Shalom, Alexander:
Debo informarle de unos progresos. Encontré a seis antiguas víctimas, cuyos nombres y declaraciones preliminares adjunto. Les he convencido de que no tenían otra alternativa que la de ir a Londres. Frans Leiberman les acompañará. Será una influencia moderadora.
En las discusiones sostenidas he sabido el nombre de otras dos víctimas: una tal Ida Lazarus, nacida Cardozo, que vive en Trieste. Mañana me pongo en camino para verla.
También hay un tal Hans Hasse, de Haarlemmerweg 126, Ámsterdam. Le recomendaría que pasara este dato a la FIOJ de La Haya.
Seguiré informando según lo exijan los hechos.
Suyo,
Aroni.
Varsovia, Zakopane, Polonia, mayo de 1966
Nathan Goldmark había envejecido aprovechadamente. Cuando su cargo de investigador de la policía secreta en materia de crímenes de guerra cesó de existir, se abrió camino silenciosamente dentro de la jerarquía de la sección judía del partido comunista polaco.
Los nazis habían exterminado a la mayor parte de judíos de Polonia. De los supervivientes, la mayoría huyeron. Sólo unos pocos millares decidieron quedarse, a causa de su avanzada edad y por miedo a las penalidades del comienzo de una vida nueva. Unos cuantos se quedaron a fuer de comunistas con ideales.
Escritores como Abraham Cady adoptaban el punto de vista de que los campos de exterminio no habrían sido posibles en una nación occidental civilizada que no estuviera de acuerdo en espíritu con lo que hacían los nazis. No hubo campos de exterminio en Noruega, ni en Dinamarca, Holanda, Francia o Bélgica, a pesar de que fueron naciones ocupadas, y tampoco los hubo en Finlandia ni en Italia, a pesar de ser aliadas de los alemanes. En cambio, Polonia, con su tradición secular de antisemitismo, era el emplazamiento indicado para campos como Auschwitz, Treblinka y Jadwiga.
A fin de mitigar esta reputación, más tarde Polonia hizo la comedia de organizar una comunidad judía en el país, como para demostrar al mundo que, bajo el comunismo, las cosas habían cambiado. La verdad es que habían unas cuantas sinagogas, una reducida Prensa judía y un Teatro Nacional Hebreo mantenidos como restos superficiales y lamentables de la antigua y gran comunidad de tres millones y medio de personas.
Utilizando los métodos nazis de obligar a los judíos a realizar el trabajo ellos mismos, se les impuso la tarea de formar una rama judía autónoma del partido comunista con la misión de conservar y controlar un vestigio de población judía. En vano trataron de infundir vida al teatro y la Prensa, con consignas comunistas.
Nathan Goldmark, político astuto cuya sola ética consistía en la supervivencia y la servidumbre, fue utilizado como instrumento del régimen.
El tren en que viajaba había ascendido las montañas de los Cárpatos, donde las últimas nieves del invierno se retiraban a los campos de los glaciares. Zakopane, además de ser una estación invernal, era el centro sanatorial más importante de toda Polonia para los enfermos de tuberculosis.
Goldmark iba allí para acudir a una cita con la doctora María Viskova, oficial médico jefe de un sanatorio de obreros y perteneciente a la especie más rara que se podía imaginar; era una polaca judía y comunista, desengañada de todo. Como heroína nacional, había podido elegir su trabajo fuera de Varsovia, lejos de gentes como Nathan Goldmark, a quienes despreciaba.
Los años habían suavizado su aspecto, dándole esa dulzura que alcanzan las personas que han vivido tragedias enormes y han sabido traducir luego el fermento que aquellas dejaron en su alma. A sus cincuenta y tantos años, María Viskova era aún una hermosa mujer.
María Viskova cerró detrás de ella la puerta de su oficina. Estaba cayendo, a grandes copos, una tormenta tardía de primavera, mitad lluvia, mitad nieve.
Nathan Goldmark se apoyó en la mesa, escondiendo las mordidas uñas y rascándose el cerco de sarpullido que le rodeaba el cuello.
—Estoy en Zakopane para hablar con usted sobre el asunto Kelno —dijo—. Se nos ha hecho observar que establecieron contacto con usted ciertos elementos occidentales.
—Sí, una firma de procuradores de Londres.
—Ya sabe nuestra posición respecto al sionismo internacional.
—Goldmark, no malgaste mi tiempo ni el de mis pacientes con esas estupideces.
—Se lo ruego, camarada doctora. Vengo de muy lejos. Veinte años atrás hizo una declaración contra Kelno. El comité opina que tal posición ya no es válida.
—¿Por qué? Usted se mostraba bastante decidido a pedir la extradición para traerle a Polonia y juzgarle. Usted, personalmente, tomó mi declaración. ¿Qué es lo que ha modificado su parecer? Kelno no ha rendido cuentas de sus actos.
—El caso perdió validez cuando el húngaro Eli Janos no supo reconocer a Kelno en una rueda de presos.
—Usted, Goldmark, sabe tan bien como yo que, además de Kelno, realizaba tales operaciones otro médico, el doctor Konstanty Lotaki, y que lo más probable es que fuera Lotaki el que castró a Janos.
—Pura especulación. Además, Lotaki se ha limpiado de culpa y se ha rehabilitado totalmente, como comunista incondicional.
—El no haber llevado a Lotaki ante los jueces es poco menos que un crimen. ¿En qué para todo eso, Goldmark? De pronto, los culpables se han vuelto inocentes. Ni el paso de veinte años, ni el de ciento, les absolverá de sus crímenes. ¿Y qué diremos de Mark Tesslar, que vio a Kelno actuando?
—El comité opina que la palabra de Tesslar no merece confianza.
—¿Por qué? ¿Porque abandonó el partido? ¿Le convierte eso en un embustero?
—Camarada doctora —arguyó Goldmark—, yo no puedo hacer otra cosa que trasladarle las recomendaciones del comité. Por los días en que nosotros pedíamos la extradición de Adam Kelno, los ingleses trataban de desacreditar al Gobierno legítimo, comunista, de Polonia. Hoy miramos hacia Occidente en busca de cooperación. El comité considera mejor no remover antiguos odios. Al fin y al cabo, Kelno ha sido nombrado caballero allí. El hecho de que Polonia cooperase en este juicio se podría considerar como una afrenta a los británicos.
Bajo el fuego de la mirada de María Viskova, Goldmark apeló al recurso de morderse las uñas.
—Hay otra cuestión todavía —añadió luego—, y es la de Abraham Cady, sionista provocador y enemigo del pueblo polaco.
—¿Ha leído El holocausto, Goldmark?
—No deseo hablar de ese punto.
—No se inquiete. No le delataré al comité.
—Ese libro está lleno de calumnias, mentiras, provocaciones y propaganda sionista.
La nieve caía más abundante. Goldmark, el maestro en esquivar miradas, estaba poco menos que destrozado. Por consiguiente, decidió acercarse a la ventana y hacer comentarios sobre el tiempo. El coraje de María Viskova era bien conocido. Su entrega total como comunista no admitía dudas. Uno habría pensado que, en bien del partido, cedería en este caso y les ahorraría una situación difícil. ¿Cómo podría informar él, en Varsovia, sobre la actitud de la médico? A Goldmark se le ocurrió la idea de que convenía que interviniese la policía secreta y le impusiera silencio. Pero entonces, los sionistas se olerían el manejo y crearían un escándalo internacional.
—Yo me propongo trasladarme a Londres para cuando se celebre el juicio, Goldmark. Y ustedes, ¿qué se proponen?
—Eso es cosa del comité —respondió el enviado.
París, Rambouilet, junio de 1966
El hogar de la doctora Susanne Parmentier, unas millas al sur de París, era pulcro, original y con un toque de elegancia, tal como Jacob Alexander se lo había figurado. Él y Samuel Edelman, representante francés de la FIOJ, fueron acompañados por un criado viejo y encorvado hasta el salón. Luego el criado salió al jardín, a buscar a madame Parmentier, La doctora era ya muy anciana; acaso estuviera más cerca de los ochenta que de los setenta, pero sus ojos conservaban un brillo muy francés. La dama hizo sentar a sus visitantes en una habitación decorada con mucho gusto, donde destacaban unas fotografías, con marcos de plata, de su difunto marido, y de los hijos y nietos de ambos.
Alexander pidió excusas por su deficiente francés.
—Cuando recibí la carta de María Viskova diciendo que les había dado mi nombre, el caso despertó en mí sentimientos contradictorios. Como ustedes pueden ver, estoy muy vieja y decrépita, y no me encuentro perfectamente bien. No sé si podré prestarles grandes servicios, pero María me pidió que les recibiera, y así lo hago.
—Hemos estudiado la situación de usted como internada en el campo de Jadwiga y creemos resueltamente que su testimonio tendrá mucho peso —dijo Alexander.
La dama se encogió de hombros, y luego gesticuló copiosamente, con manos y brazos, al hablar.
—Yo sólo tuve noticias de segunda mano sobre las actividades de Kelno. No puedo jurar, por no haberlas observado personalmente, que fueran ciertas.
—Pero usted es muy amiga de Mark Tesslar.
—Somos como hermanos.
—Es raro que él no diera nunca el nombre de usted.
—Con ello atendía mi petición. Hasta que recibí la carta de María Viskova no vi motivo alguno para sacar a la luz el pasado.
—Permítame que le haga una pregunta directa —pidió Alexander.
—Procuraré no darle una respuesta evasiva, a la francesa.
—El caso puede depender grandemente de la declaración de Tesslar. ¿Hasta qué punto opina usted que se le podría dar crédito? Como psiquiatra en ejercicio, doctora Parmentier, me gustaría que me diese una opinión independiente de su amistad personal con él.
—Para hablarle en términos vulgares, míster Alexander, yo diría que aquel día de noviembre en que presenció los experimentos de cirugía que practicaba Kelno, se quebró algo en su mente. Ese trauma pudo nublar su juicio.
—Es un riesgo que tenemos que correr, ya sabe usted. ¿Y qué opina de las acusaciones de Kelno, según las cuales Tesslar se dedicaba a los abortos antes de la guerra y también más tarde, en el campo de concentración?
—Eso es una fantasía de Adam Kelno. Todo el que conozca a Mark Tesslar sabe que es un hombre humanitario. Por culpa del antisemitismo salió de Polonia para terminar sus estudios en Suiza. Pero María Viskova y yo juraremos que nunca practicó un aborto para los nazis.
—¿Vendrá usted a Londres?
—He pasado muchas horas meditando; he conversado extensamente con mi pastor y he rezado solicitando la divina orientación. Como cristiana, no tengo otro camino que el de prestar testimonio.
El destello de sus ojos desapareció; se la veía muy cansada. La dama se acercó despacio a un florero, cortó un par de rosas de té, y puso una en el ojal a cada uno de los dos hombres.
—Hay una mujer en Amberes a quien operaron aquel mismo día. Después de la guerra, yo le presté mis cuidados psiquiátricos durante varios años. Es una persona de gran carácter. Su herida no sanará nunca del todo, pero sé que no me perdonaría jamás si no les acompañase a ustedes a verla.