CAPÍTULO X

Febrero de 1966.

La comunicación de sir Adam Kelno fue respetuosamente acogida y profundamente apreciada por el Real Colegio de Cirujanos de Edimburgo. Si bien Kelno no era un orador inspirado, ni poseía un dominio pleno del inglés, era, no obstante, una autoridad eminente en nutrición, medicación en masa y resistencia humana en condiciones difíciles.

Aunque continuaba ejerciendo modestamente en Southwark, entre pacientes de la clase obrera, escribía extensamente y daba frecuentes conferencias sobre su especialidad.

El hablar en la Facultad de Edimburgo significaba invariablemente para él un doble placer, y solía combinar las conferencias de modo que pudiera concederse un día de asueto y dar un paseo en coche.

Una vez fuera del centro de la población, la inmensidad estéril de las Tierras Bajas centrales desfilaba rauda ante su ventanilla. Ángela abrió la calefacción y sirvió té del termo. Adam era capaz de guiar todo el día por las suaves llanuras de Escocia, gozando incansablemente del respiro que significaba aquello, en relación con sus largas horas en Londres.

Aminoraron la marcha por haber llegado a un pueblo rústico, con tejados de bardas, cuya calle Mayor aparecía llena de terneros negros. Un par de rudos escoceses, montados a caballo, los conducían hacia los prados.

El olor a estiércol penetró en el coche.

Adam se creyó, por un momento, en su propio pueblo de Polonia. No era como este. Era, en aquellos años pretéritos, más chato, boscoso y pobre, y hasta más primitivo. Pero el campo, los campesinos y los pueblos que estos habitaban, fuera donde fuere, siempre despertaban con un alfilerazo su recuerdo.

Un tercer jinete se situó delante del coche, andando al paso y obligando a Kelno a parar por completo. El jinete que montaba el caballo era un muchacho de unos doce años. Un par de perros arremetían contra las patas del ganado.

«Ahí estoy yo, y aquel hombrón, al otro lado de la calle, sería mi padre. ¡Oh, ese pobre niño! ¿Qué posibilidades se le ofrecen, en este lugarejo? ¿Qué posibilidades tenía yo? Y mi padre, con su mente y tan estéril como las rocas de los campos solitarios…

¡Espolea el caballo, muchacho! Espoléalo y parte al galope. Corre a la ciudad y sálvate.

¡Le odio, padre!».

Adam puso la primera y avanzó paso a paso detrás del ganado.

«Me escondo entre el heno. Mi padre entra pesadamente en el granero y ruge mi nombre. Aparta el heno a puntapiés y me levanta de un tirón. Yo percibo el olor a alcohol y ajo que despide. Me pone de rodillas de un puntapié y me pega hasta que tiene que interrumpirse, jadeando, para recobrar el aliento.

Se sienta en la mesa delante de mí; exhala un olor pestífero y está furioso. La sopa y la carne descienden por su mugrienta barba mientras se llena la boca como un animal. Eructa, se lame los dedos y se queja de que debe dinero al judío del pueblo. El pueblo entero debe dinero al judío.

Entonces me agarra, me sacude y se ríe de mi miedo. ¿Por qué no pega a mis hermanos y hermanas? ¿Por qué sólo a mí? Porque mi madre me quiere más que a ninguno, he ahí la causa.

Por las grietas del tabique que separa nuestros cuartos, le veo, de pie, desnudo. Es un cuadro que procuro no recordar.

¡Odio su desnudez! Sé que su desnudez hace sufrir a mi madre. En ocasiones le oigo gruñir como un cerdo. Comprendo qué ocasiones son.

Si pudiera hacer mis deseos, cogería una piedra y machacaría sus partes genitales. Se las cortaría con un cuchillo.

Yo quiero dormir arrimadito a mi madre. Como solía hacer antes de crecer demasiado. Ella tenía unos pechos grandes y cálidos; yo podía esconder la cara en ellos y rozarlos con los dedos. A ella no le importa, porque todavía soy pequeño. Corro a esconderme en sus faldas, y ella me levanta y me oprime contra sus pechos.

Luego padre me encuentra, me arranca de sus brazos, me zarandea y me pega. Ando siempre lleno de cardenales.

Debo huir a la ciudad, a donde mi padre no puede encontrarme jamás.

La nieve cubre el suelo y yo estoy de pie junto a la tumba de mi madre. Él la mató; es lo mismo que si lo hubiera hecho con sus propias manos.

Ahora es viejo y no puede pegarme, y sus puercos órganos genitales ya no funcionan».

—¡Adam! ¡Adam!

—¿Qué? ¿Eh?

—¡Adam!

—¿Qué?

—Estás acelerado. Corres a casi ciento veinte por hora.

—Ah, lo siento. Se me habrá extraviado el pensamiento.

La clínica estaba llena, como de costumbre, pero Terrence Campbell había llegado de Oxford para pasar unos días en casa, de modo que todo marchaba bien. Terry empezaría su práctica médica en otoño, en el Guy’s Hospital. Sería maravilloso tenerle siempre tan cerca. El muchacho trabajaba con él todo el día, poniendo inyecciones, haciendo trabajo de laboratorio, realizando pruebas y análisis, y consultando a su padre acerca de los diagnósticos. Era un médico nato.

Los últimos pacientes se habían marchado. Padre e hijo se retiraron al despacho.

—¿Qué te parece esto? —preguntó Adam, poniendo una radiografía a la luz.

Terry la estudió.

—Sombras. Una mancha. ¿Tuberculosis?

—Yo me temo un cáncer.

Stephan echó una mirada al nombre escrito en el sobre.

—Esa pobre mujer tiene cinco hijos.

—El cáncer no tiene conciencia —respondió el doctor Kelno.

—Lo sé, pero ¿qué será de los niños? Tendrán que ir a un orfanato.

—Quería hablar contigo de estas cosas. Es una parte de la Medicina en que manifiestas notable debilidad. Para ser un buen médico, debes construirte un compartimiento intelectual aparte, que te permita resistir el espectáculo de un amigo muerto. El médico que establece un lazo sentimental con sus pacientes no sobrevive mucho tiempo.

Terry movió la cabeza, indicando que lo comprendía, pero siguió mirando la radiografía.

—Bien —continuó Kelno—; por lo demás, es posible que no tenga cáncer, y suponiendo que lo tenga, acaso no signifique el final. Hay otra cosa que quería enseñarte.

Abrió el cajón de la mesa y entregó a Terry un documento legal, con un cheque anexo por el importe de novecientas libras.

—¿Qué es?

—Una disculpa de los impresores para ser leída en juicio público. Todavía más, el procurador de Shawcross ha estado en contacto con Richard Smiddy para negociar un arreglo. Tengo entendido que Cady estuvo en Londres y se marchó más bien precipitadamente.

—Gracias a Dios, pronto habrá terminado ese asunto.

—Me alegro de que me empujaras a plantear la cuestión, Terry. La emprenderé contra Cady. Le hostigaré en cada uno de los países donde se publicó su libro. En particular, los americanos pagarán un alto precio.

—Doctor —dijo Terry, en tono moderado—, cuando emprendió este proceso lo hizo con un propósito elevado. Ahora empieza a expresarse como si le moviera la venganza.

—Bien, ¿y qué?

—El buscar la venganza por el solo gusto de la venganza es ya de por sí una mala cosa.

—No me cites frases de los filósofos de Oxford. ¿Qué crees que merece ese Cady, por lo que hizo?

—Si reconoce su error y desea purgarlo, usted tiene que adoptar una actitud comprensiva. No puede perseguirle a muerte.

—La misma clase de caridad que tuvieron conmigo en Jadwiga y en Brixton. La misma clase de persecución. Ni más, ni menos. Ellos son los que dicen: «Ojo por ojo y diente por diente».

—Pero ¿no ve que si adopta esta actitud, se pone en situación de comportarse como…, ea, sí, como un nazi?

—Yo pensaba que tú estarías orgulloso de esto —dijo Adam, cerrando el cajón.

—Y lo estoy; pero no se destruya a sí mismo buscando la venganza. No crea que a Stephan le gustase esta intransigencia tampoco.

Sir Robert Highsmith manejaba las tijeras entre la multitud de tallos de rosal para dejar sólo los más sanos, que se desarrollarían ya entrado el verano. Sir Robert se aplicaba con singular empeño a arreglar su jardín de Richmond Surrey.

—Querido, el té está a punto —llamóle Cynthia.

Sir Robert se quitó los guantes y se encaminó hacia el invernadero de su casita de campo, que dos siglos atrás había sido el pabellón de portería de una finca aristocrática.

—Este año crecerán unas rosas preciosas —murmuró.

—Robert —dijo su esposa—, todo este fin de semana te noto más bien distante.

—Sí, es por el asunto de Kelno. Pasan cosas raras.

—¿Eh? Yo pensé que estaba casi resuelto.

—También yo. De súbito, el bueno de Shawcross ha virado en redondo, precisamente cuando parecía dispuesto a presentar excusas ante el tribunal. El tal Cady ha regresado a Londres y está decidido a sostener la querella. Shawcross se le ha unido. Y lo más desconcertante de todo es que Tom Bannister ha aceptado la defensa.

—¿Tom? ¿No es un paso un tanto arriesgado para él?

—Azaroso, en verdad.

—¿Tú crees que sir Adam te lo contó todo?

—Uno se queda en la duda, ¿no es cierto?