—¿Un último trago, Tom?
—Lo agradeceré.
El chófer abrió la portezuela. Lady Wydman salió seguida de Thomas Bannister.
—Morgan, espere a míster Bannister y llévele otra vez al Temple.
—Oh, deje que se vaya, por favor. Me encantará caminar un poco y coger un taxi luego. Estos días no tengo mucha ocasión de pasear por Londres.
—Como quiera.
—Buenas noches, señora, míster Bannister. ¿Cuándo me necesitará usted? —dijo el chófer.
—Hasta el mediodía no. Tengo que probar unos vestidos en Diors.
La dama puso una copa de coñac en la mano de Bannister. Este se animó y paseó por la estancia, como tenía por costumbre.
—A su salud.
—A la suya.
—Deliciosa velada, Sarah. No recuerdo haber tenido otra mejor. Soy un grosero al tenerla olvidada, y obligarla a que me invite usted, pero la carga del trabajo ha sido enormemente pesada, estos últimos tiempos.
—De verdad que le comprendo, Tom.
—Sería una suerte para mí, que no pudiera desairarla en otra ocasión.
—Espero que no —dijo ella.
Bannister se sentó y estiró las piernas.
—Y ahora que me ha obsequiado tan bien con bebidas y manjares, me gustaría saber qué es, concretamente, lo que va a pedirme, y que trataré de satisfacer.
—Es el proceso por calumnia entre sir Adam Kelno y Abraham Cady. Estoy segura de que sabe ya el motivo de que me interese tanto. Jacob Alexander representa a Cady.
La faz habitualmente impenetrable de Bannister traicionó esta vez a su dueño.
—¿No vi a Josephson en mi bufete hace unos días?
—Sí. Estos días nos cuesta muchas fatigas llegar hasta usted. Creo que le meterán a usted en un saco de plástico, y le congelarán hasta las elecciones.
—Ya me peleé con ellos anteriormente por cosas así. Me pregunto qué clase de primer ministro piensan que seré, esquivando las dificultades.
—¿Querrá examinar el caso, entonces?
—Por supuesto.
—Una cosa, Tom: si decide encargarse del asunto, ellos sufrirán una presión considerable. Se trata de un problema cuya defensa no se debería encargar a un hombre solo. Más bien se trata de algo a emprender por una corporación grande o un gobierno.
Bannister sonrió. Sus sonrisas eran leves e infrecuentes, y, por lo tanto, doblemente significativas.
—Tiene mucho interés por este asunto. Dígame, Sarah, ¿qué clase de individuo es ese Abraham Cady?
—Tiene modales de estibador de puerto alojado en una mala pensión, es idealista como un niño ingenuo, brama como un toro, bebe como un cosaco y es tierno como un cordero. No es un caballero inglés, claro está.
—Sí, los escritores pueden ser así. Una raza extraña.
Uno no podía librarse de la sensación de estar entrando en un lugar sagrado, cuando subía los antiguos peldaños de piedra del Paper Building, dirigiéndose a las oficinas de Thomas Bannister.
Su despacho era un poco más elegante que los de sus colegas abogados. Estaba amueblado con lujo y con gusto, salvo por los calentadores eléctricos portátiles esparcidos por el suelo.
Bannister y Cady, dos profesionales curtidos, se estudiaban recíprocamente con la mirada, mientras Alexander observaba con los nervios tensos.
—Bien —dijo Thomas Bannister—, Kelno realizó las operaciones. Y no dejaremos que escape impunemente, ¿verdad?
Hubo un alivio visible.
—Todos nos damos cuenta de lo enorme y difícil que resultará la tarea que nos espera. Durante este próximo año, la mayor parte de la carga recaerá sobre sus espaldas, Alexander.
—Apelaré a todas mis energías, y no estamos sin aliados.
—Caballeros —dijo Abe—; creo que tengo los mejores representantes que podría pedirse. No se me ocurriría la idea de decirles cómo han de llevar el caso. Pero pongo una condición: Pieter van Damm no prestará testimonio bajo ninguna circunstancia. Sé que esto aumenta la carga que pesa sobre nosotros, pero preferiría perder, antes que llevar a Van Damm a una sala de juzgado. Es mi primera y última premisa.
Alexander y Bannister se miraron y meditaron sobre lo que acababan de escuchar. Su admiración quedaba empañada por el hecho de que les despojaran de su punto de apoyo legal más firme. «Sin embargo, ello forma parte de los principios que mueven a este hombre —pensó Bannister—. Este Cady me resulta bastante simpático».
—Haremos lo que podamos —dijo en voz alta.
—¿De veras tiene que marcharse mañana? —preguntó lady Wydman al novelista.
—Quiero ver a Ben en Israel. Vanessa se viene a casa conmigo. Tengo que ponerme a trabajar.
—Ah, le añoraré endiabladamente —dijo ella.
—Yo también.
—¿Puedo hacer una escenita pequeña?
—Es mujer. Le corresponde esa prerrogativa.
—Usted sabe que le adoro, pero soy demasiado orgullosa para resignarme a ser un artículo más de su colección, y sé que me portaría como una tonta, me enamoraría de usted y sería muy celosa, desahogándome con rabietas, tratando de conseguir un compromiso y haciendo todas esas estupideces que suelen hacer las mujeres, y que yo detesto. Sé que no podría gobernarle, y eso, en realidad, empeora el caso.
—Lo que dice refuerza mucho mi moral —contestó él, cogiéndole ambas manos—. Tengo un problema, Sarah. No soy capaz de dar a una mujer todo el amor que poseo; ya sólo puedo darlo a mis hijos. Y no soy capaz de recibir la clase de amor que una mujer como usted alberga. No puedo comprometerme, ni siquiera para un juego. Usted y yo somos iguales en ese sentido.
—Abe…
—¿Sí?
—Cuando vuelva para el juicio, me necesitará. Yo le mantendré el ánimo.
—De acuerdo.
Ella le echó los brazos al cuello.
—¡Ah, estaba mintiendo! Estoy loca por usted, so canalla.
Él la cogió con gran dulzura.
—La primera vez que la vi comprendí que tenía algo muy especial. Usted es una dama. Y un caballero no despoja a una dama de su dignidad.
—Téngame la cuenta preparada. Salgo para el aeropuerto dentro de una hora, poco más o menos.
—Sí, míster Cady. Ha sido un placer tenerle entre nosotros. Ah, señor, algunos miembros del personal trajeron ejemplares de su libro. ¿Le molestaría firmarlos, señor?
—Claro que no. Mande que los suban a mi cuarto, y que cada uno pegue un pedacito de papel con su nombre en el ejemplar correspondiente.
—Gracias, míster Cady. En el bar está esperándole un caballero.
Poco después, Abe se sentaba pausadamente enfrente de Shawcross; pedía un whisky escocés con hielo.
—He cambiado de idea —dijo Shawcross.
—¿Por qué?
—No lo sé, realmente. Pieter van Damm no se aparta de mi pensamiento. Bien, Abe, quiero decir… que el juego limpio es juego limpio. Era el único camino digno que se podía tomar. ¡Al diablo con todo ello! Yo soy inglés.
—L’Chiam.
—A su salud. Déles mis afectuosos saludos a Ben y Vanessa, ¿querrá? Y cuando esté de nuevo en Sausalito no se apure por Kelno. Dispárese con la novela que proyecta, tan pronto como pueda.
—Cállese un minuto, por favor. —Abe estaba meditando—. Shawcross, usted es lo que Dios tenía en el pensamiento, cuando hizo a los editores.
—Muy amable por su parte. ¿Sabe que les dije a Geoff, a Pam y a Cecil que volvería a colocarme al lado de usted, en este asunto? Y ellos retiraron sus dimisiones. Se quedan conmigo.
—No me sorprende. Son gente honrada. Antes de que esto termine, un buen montón de hombres y mujeres habrán tenido que enseñar la madera de que están hechos.