Inmediatamente después de haber regresado Abe de París se concertó una reunión con Shawcross y los procuradores. Aquello fue una pesadilla. La discusión, el forcejeo duró horas y horas.
Aun contando con el testimonio de Van Damm, Lewin se resistía a consentir que Shawcross tomase parte en el pleito. En cambio, Alexander argüía que Shawcross había cosechado grandes beneficios de El holocausto y otros libros de Cady, y debía soportar una parte de la carga (aunque sólo una parte).
Hubo que convocar una docena de conferencias marginales.
—Ya les han pinchado bastante —dijo Shawcross—. Abe está dispuesto a cargar con todo el peso de cualquier sentencia contra nosotros. No creo que podamos pedirle más.
—Es posible que firme un compromiso en este sentido, pero ¿y si luego no lo cumple?
—Recobre el buen sentido. La dimisión de Geoff Dodd aguarda sobre su mesa.
Se reunieron en la atestada salita de conferencias. Shawcross rechazó el té que le ofrecía Sheila Lamb. Su cigarro puro, apagado, colgaba inerte, mientras sus ojos esquivaban la mirada escudriñadora de Abe.
—Me han aconsejado que me retire —dijo Shawcross.
—¿Qué? ¿Y no echa un sermoncito sobre la integridad? Solía tener un pico de oro para esa clase de discursos —exclamó Abe, cada vez más colérico.
Alexander le cogió por el brazo.
—Dispénsennos por un momento, caballeros —dijo, saliendo al pasillo, donde habían conferenciado una docena de veces durante el día. Abe se recostó, abatido, contra la pared.
—¡Oh, cielos! —se lamentaba.
La mano firme y segura de Alexander se posó sobre su hombro durante los instantes de silencio que siguieron.
—Usted ha hecho cuanto podía —dijo Alexander—. Hasta este momento, yo he sostenido dos estandartes: el de judío y el de amigo. Ahora debo hablarle como un hermano. Si Shawcross se retira, no tenemos ninguna posibilidad.
—Yo sigo pensando en el viaje a Jadwiga —replicó Abe—. Vi la sala donde les operaban. Vi las huellas de las uñas en las paredes de cemento de la cámara de gas, impresas en el último y desesperado segundo de vida. ¿Quién diablos puede elegir? Una y otra vez me digo que pudieron ser Ben y Vanessa. Me despierto y oigo a mi hija gritando en la mesa de operaciones. ¿Qué voy, a ser después de este instante, Alexander? ¿Un héroe de arcilla? Mi hijo vuela en defensa de Israel. ¿Qué le diré? Por toda la faz del mundo, los jóvenes nos señalan con el dedo y quieren conocer al que se levanta en defensa de la humanidad. Bien, al menos yo tengo más alternativas que las que tuvo Pieter van Damm. No pediré excusas a Adam Kelno.
Míster Josephson, jefe de la oficina de Alexander Bernstein y Friedman, por espacio de casi dos decenios, estaba sentado enfrente de su malhumorado patrono.
—Cady tendrá que defender la trinchera él solo —decía Alexander.
—Un poco arriesgado —respondió el experto y viejo empleado.
—Sí, un poco. Estoy pensando en nuestro abogado defensor principal, Thomas Bannister. Hace veinte años se pronunciaba por la extradición de Kelno.
Josephson meneó la cabeza.
—Tom Bannister es el mejor de Inglaterra —convino—; pero ¿quién podrá ponerle el cascabel al gato? Bannister está tan metido en la política que durante estos años últimos no ha trabajado mucho en los tribunales. Por otra parte, a Bannister le gustaría el cariz de este caso.
—Eso pensaba yo, exactamente. Haga una visita al bueno de Wilcox —rogó Alexander, refiriéndose al secretario de Bannister.
—No puedo prometer resultados favorables.
—Bien, pruébelo, de todos modos.
Al llegar a la puerta, Josephson se volvió y dijo:
—¿Está chiflado Abraham Cady?
—Emperrado, lo llamarían los americanos.
Wilcox era un astuto pasante de abogado que contaría unos cuarenta años de servicio, habiendo empezado como chico de recados, para abrirse paso, gracias a sus pequeños trabajos serviles en el Temple, desde tercer ayudante hasta el puesto actual.
Durante treinta años había trabajado en las oficinas del Paper Building, en el Inner Temple, donde entró casi el mismo día que el novel Thomas Bannister. Con el transcurso de los años había crecido en talla junto con su patrono, ayudando a este a labrarse un puesto destacado en los juzgados y a «vestir la seda» como abogado de la reina. Luego, a ganar más y más categoría en el campo político, hasta ser nombrado ministro del Gabinete y en la actualidad, cultivado como posible futuro primer ministro de la Gran Bretaña. Auxiliado en las cámaras por siete jóvenes afanosos, y disfrutando de una comisión del dos y medio por ciento, Wilcox figuraba entre los pasantes de abogado mejor pagados del Inner Temple.
El nombre de Thomas Bannister era sinónimo de una integridad impecable, hasta en un lugar en que la integridad era cosa corriente. Solterón empedernido, vivía en un apartamento del Inner Temple.
Después de haber actuado como ministro en un gobierno endeble, ascendió hasta la jefatura de su partido. Su nombre sonaba más cada día.
Los dos zorros, Wilcox y Josephson, se tanteaban recíprocamente, siguiendo el protocolo tradicional.
—Bien, ¿qué trae usted, míster Josephson?
—Un asunto gordo, ciertamente.
Lo cual traía a su vez unos agradables pensamientos sobre la comisión que le correspondería. Wilcox continuó con su actitud glacial.
—Somos los procuradores de Abraham Cady, demandado por sir Adam Kelno.
—Jugoso bocado, es cierto. No creía que el demandado quisiera pleitear. Bien, ¿a cuál de mis caballeros tienen ustedes en mientes?
—A Thomas Bannister.
—¡Vamos, hombre! ¡No hablará usted en serio!
—Completamente en serio.
—Puedo servirles estupendamente con Devon. Es el novel más brillante que haya visto yo en mis últimos veinte años.
—Queremos a Bannister. Todo abogado está obligado a defender cualquier caso, con tal de que se le paguen sus honorarios.
—No sea terco —replicó Wilcox—. Jamás he cerrado el paso a ninguno de las oficinas de ustedes, ni tampoco de ningún otro procurador.
—Me temo que debo decir que lo comprendo.