CAPÍTULO VI

«Quiero correr en mi motocicleta. Quiero que el viento me azote a ciento sesenta kilómetros por hora. Amo a mis hijos. Ben no tiene nervios; eso es lo que hace de él tan buen piloto. Ben conserva la calma, y Vanessa es dulce, suave. Ni el ejército israelita pudo endurecerla.

Adoro Londres. Hasta ahora siento aquí un calor de hogar. Guardo gratos recuerdos de cada una de las calles del Mayfair.

En mi próxima existencia seré inglés. No; seré un recio poeta y dramaturgo que escribirá desde Gales. Me abriré paso en Londres, y luego en los teatros del West End. Tendré un piso de excéntrico en Chelsea, y seré famoso por las ruidosas y alocadas fiestas que daré, donde recitaré mis versos y ganaré a beber a todos los demás invitados.

Bien, Señor, esto es lo que pido para mi reencarnación. Por lo que respecta a esta vida, soy Abraham Cady, escritor judío. Mírame con atención, Dios. Bebo con exceso. He cometido adulterio diez millones de veces. He pecado con las esposas de otros. Vamos, en serio, Dios, ¿te parezco un hermano de Jesús? Entonces, ¿por qué tratas de clavarme en una de tus tremendas cruces?

¿Por qué, a mí?

He jugado limpio con mi profesión. ¿Viste el contrato que acepté para escribir ese condenado libro? ¿Es justo, pues, que ahora que tengo unos dólares en el Banco me dejen en la miseria?

Dios mío, ojalá estuvieran aquí mis hijos. Ojalá fuese yo galés».

—Está bien —dijo Abe—, abandono. ¿Dónde estoy?

—En mi piso —contestó una mujer.

—¿En Soho o en Chelsea?

—En ninguno de ambos lugares. En el West End, Berkeley Square.

—Eso me impresiona.

Abe había logrado incorporarse y se había bajado el parche sobre el ojo malo; luego consiguió enfocar el bueno. El dormitorio era un alarde de riqueza y gusto. La mujer…, unos cuarenta y cinco años, hermosa, cuidada, bien conservada. Abundante cabello castaño oscuro y grandes ojos pardos.

—¿Hubo algo entre nosotros? Quiero decir, no lo tome a ofensa, pero cuando me emborracho con exceso pierdo la memoria.

—Usted no desplegó mucha actividad en ningún terreno.

—¿Dónde me encontró?

—En el Bengal Club. Abandonado en un rincón, borracho. Es la primera vez en la vida que he visto a un hombre sentado y rígido, mirándome frente a frente y del todo inconsciente. Entonces le pregunté a mi acompañante quién era aquel tipo raro del ojo tapado, y mi acompañante me dijo que era el famoso escritor Abraham Cady. En fin, que no se deja a un Abraham Cady sentado, muy tieso e inconsciente, con su único ojo enrojecido, brillando como el stop de un semáforo.

—¡Caramba, qué graciosa es usted!

—Bueno, lo cierto es que unos amigos mutuos me encargaron que cuidara de usted.

—¿Qué amigos? —preguntó Abe, con recelo.

—Nuestros amigos del Two Palace Green.

Al oír la dirección de la Embajada de Israel, Abe se puso serio. En sus viajes, siempre sabía dónde encontrar a un «amigo», y los «amigos» sabían cómo ponerse en contacto con él. Con frecuencia los encuentros tenían lugar de un modo indirecto.

—¿Quién es usted? —preguntó Abe.

—Sarah Wydman.

—¿Lady Sarah Wydman?

—Sí.

—¿Viuda de lord Wydman, de la rama londinense de Amigos de la Universidad Hebrea, de Amigos de Technion, y Amigos del Instituto Weizmann?

La mujer respondió con un gesto afirmativo.

—Me gustaría encontrarla de nuevo, bajo circunstancias más felices.

La sonrisa de la dama era cálida y sugestiva.

—¿Qué podría retener su estómago?

—Zumo de naranja. Litros y litros de zumo de naranja.

—Encontrará lo que necesite en el cuarto de baño de los invitados.

—Todo preparado para mí, ¿verdad?

—Una nunca sabe cuándo se topará con un escritor en apuros.

Abe reunió sus fuerzas. El cuarto de baño de los invitados estaba extraordinariamente bien equipado, y como para un amante. Un hombre no tenía que traerse nada. Máquina de afeitar, loción para después del afeitado, cepillo nuevo para los dientes, Alka Seltzer, talco, albornoz, zapatillas… desodorante… Una ducha le devolvió la vida.

Lady Wydman dejó el Times, y las gafas le cayeron sobre el pecho, retenidas por una delgada cadenita de oro. Entonces le sirvió el primer zumo de naranja.

—¿Qué hay, lady Sarah?

—Con Sarah basta —indicó ella, y entró en materia sin rodeos—: Entre nuestros amigos domina la impresión de que Kelno es culpable de algunos asuntos feos en Jadwiga. Me pidieron que echara un vistazo al asunto. Yo actúo bastante en el seno de la Federación Internacional de Organizaciones Judías.

—Bien, Sarah, tengo un problema.

—Sí, ya lo sé. ¿Significa algo para usted el nombre de Jacob Alexander?

—Sólo que es un procurador de primera fila, aquí en Londres.

—Está muy relacionado con nuestros amigos. Se tiene mucho interés en que continúe usted con este caso.

—¿Por qué? ¿Es que los judíos buscan otro mártir?

—Parece haber surgido un testimonio nuevo y muy interesante.

El «Bentley» de lady Wydman cruzó la plaza de Lincoln’s Inn, una de las más grandes de Europa. Cerca del centro, unas enfermeras jugaban al baloncesto durante las horas del mediodía, mientras los médicos se trababan en un rápido juego de dobles en el césped de las pistas de tenis. En la pared de Searle Street había unos pilares marcando el sitio donde, tiempo atrás, un molinete de barrera impedía que el ganado fuera a pacer en Holborn.

Entraron en Lincoln’s Inn por la New Gatewall. Al otro lado mismo del gran vestíbulo empezaban a extenderse los magníficos jardincillos y veredas.

Gran parte de la Lincoln’s Inn estaba alquilada a procuradores. Estos tenían oficinas, y los abogados tenían cámaras. Las oficinas legales de Alexander, Bernstein y Friedman ocupaban los sótanos, la planta baja y el primer piso del número ocho de Park Square. Un mozo con sombrero de copa guio el «Bentley» de lady Wydman hasta un aparcamiento reservado. Luego Abe siguió a su protectora por un laberinto de cubículos, suelos crujientes, pilas interminables de papel, paredes de libros, rincones escondidos y escaleras que subían a las singulares oficinas de Alexander, Bernstein y Friedman, procuradores jurados.

La secretaría de Alexander, una señorita con minifalda llamada Sheila Lamb y que se había pasado la vida soportando pullas a causa de su apellido[8], entró en la reducida sala de espera inundada de ejemplares del Punch.

—Tengan la bondad de seguirme —les dijo.

Jacob Alexander se levantó de detrás de la mesa. Era un hombre delgado y alto, con una encrespada mata de cabello cano y que hubiera podido encarnar a un profeta bíblico, según el concepto que ciertas personas se hacen de él. Jacob Alexander saludó a Cady y se expresó con la voz profunda de un rabino erudito.

Sheila Lamb salió, cerrando la puerta detrás de sí.

—Hemos discutido extensamente entre nosotros —dijo Alexander—. No se debe pensar siquiera en pedir excusas a Adam Kelno, en juicio público. Sería lo mismo que pedir perdón a los nazis por nuestros muertos en los campos de exterminio.

—Me doy perfecta cuenta de los problemas —dijo Abe—, y también de nuestras probabilidades.

Luego se puso a recitar las calamitosas predicciones de Lewin y explicó que, probablemente, Shawcross había abandonado el asunto.

—Por desgracia, mister Cady, usted es un símbolo internacional, lo mismo para los judíos que para los no judíos. El hombre que escribió El holocausto debe asumir responsabilidades que no podrá rechazar luego.

—¿Qué apoyo me proporcionarán?

—Israel, ninguno. La FIOJ nos puede procurar apoyo en materia legal y de investigación por todo el mundo, y podrá convencer a algunos testigos para que vengan a Londres. Creo que conseguiré que paguen mis honorarios.

—Con todo, yo no puedo afrontar los gastos.

—Tampoco nosotros —dijo Alexander—. Pero confío que cuando emprendamos la acción, hallará quien le ayude.

—¿Y si la sentencia es desfavorable para nosotros?

—Siempre queda el recurso de la quiebra.

—Esa palabra la escucho con demasiada frecuencia. Creo que piden demasiado. Yo mismo no estoy seguro de si Kelno es culpable.

—¿Y si yo le convenciera de que sí lo es?

Abe estaba trastornado. Durante todo el curso del conflicto confió en hallar una salida para retirarse de un modo más o menos honorable. Pero si le enseñaban pruebas irrefutables, difícilmente podría echarse atrás. Lady Wydman y Alexander le miraban; ambos con ojos escudriñadores. ¿Era este el hombre que escribió El holocausto? ¿Acaso su coraje era meramente de papel?

—Supongo —dijo Abe— que cualquiera vale para héroe, siempre que no le cueste nada. Será mejor que eche un vistazo a las pruebas que tengamos.

Alexander oprimió el botón del timbre, y Sheila Lamb respondió al momento. Su jefe le explicó:

—Míster Cady y yo nos marchamos en avión a París. Sáquenos billetes para eso de las seis, y reserve un par de habitaciones en el hotel Meurice. Llame al representante de la FIOJ en París, míster Edelman, dele la hora de nuestra llegada y dígale que se ponga en contacto con Pieter van Damm, para anunciarle que estaremos allá esta noche.

—Sí, señor.

—Pieter van Damm… —murmuró Abe.

—En efecto —respondió Alexander—; Pieter van Damm.