Durante unas semanas hubo un enfriamiento de relaciones entre Shawcross, y su hija Pam y el marido de esta, Geoffrey Dodd. Se veía claramente que opinaban que el viejo invertía demasiado tiempo en el asunto Kelno. Shawcross creyó una buena idea el tenerlos a todos en la casa de la playa de Ramsgate, en Kent, para el fin de semana. Así se arreglaría la situación.
La lista de libros nuevos para el otoño era muy menguada, y no había mucho en perspectiva para la primavera. En el pasado, durante estos períodos magros, Shawcross poseía la singular habilidad de dar con un valor ignorado y plantarse en la lista de los best-sellers. En cambio ahora todos los instantes se empleaban en los montones de correspondencia, traducciones y esfuerzos por reventar las puertas de las embajadas comunistas. No volvería a repetirse ahora el milagro anual de Shawcross.
El asunto Kelno había venido en un mal momento para el editor, quien estaba entrando en años y cada vez le gustaba más pasar su tiempo en Ramsgate, corrigiendo y trabajando con escritores noveles.
Geoff y Pam desempeñaban muy bien sus cometidos, y ahora, con su hijo Cecil en la firma, la continuidad de la empresa familiar parecía asegurada.
Geoff y Shawcross estaban paseando junto a los acantilados, como habían hecho con frecuencia durante diez años, perorando sobre los negocios de la compañía: pedidos de papel, personal, equipos, encuadernaciones, contratos, marcha de las impresiones, la Feria del Libro de Francfort, la nueva lista…
Shawcross clavó el bastón de paseo en la arena.
—Todavía me irrita la sorpresa que me dio Archie.
—Quizá sea un agüero, David —respondió Geoff.
Shawcross tenía un aire preocupado. Siempre había tenido a Geoffrey Dodd por una persona de la que no había que dudar, y esperaba de él una adhesión incondicional.
—Abordemos el problema. ¿Qué piensas tú, Geoff?
—No hemos logrado un gran triunfador desde…, desde El holocausto. Abraham tardará un año, al menos, en empezar otra novela, otro año en terminarla y nosotros necesitaremos seis meses para lanzarla al mercado. Habitualmente, cuando nos encontrábamos en una situación parecida, usted sacudía el árbol y arrancaba algún fruto bueno.
David refunfuñó y arrojó el cigarro a los rompeolas.
—Ya sé que me dirás que debemos fusionarnos. Bien, ¿a quién hablaremos de fusiones? ¿A un fabricante de papel higiénico? ¿A una compañía de pastas para sopa? ¿O a un magnate del petróleo que imagina que el idiota de su hijo debería publicar libros?
—Sería cuestión de incrementar los diez libros anuales que sacamos en la actualidad hasta treinta, concediéndonos el derecho de recurrir a los Mitchner y los Irving Wallace.
—Yo tuve siempre la esperanza de que podríamos mantener la empresa en el seno de la familia, pero supongo que esta idea no es muy realista, ¿verdad?
—La cuestión está —dijo Geoff— en que nadie querrá hablar de fusionarse o asociarse con nosotros mientras cuelgue sobre nuestras cabezas ese proceso judicial.
—No abandonaré a Abraham en tanto siga metido en este asunto.
—Entonces debo decirle una cosa, con toda franqueza: Lambert-Phillips me han ofrecido un puesto de director.
—¡Esos canallas desvergonzados, osando saquearme!
—Yo tuve mi parte en el escarceo.
—Ya…, ya comprendo.
—Se trata del cargo de editor gerente, con puesto en la junta directiva y opción a adquirir acciones. Casi mil dólares más de lo que gano ahora. Con toda franqueza, me quedé atónito.
—No debería sorprenderte. Tú vales mucho, Geoff. Y Cecil, ¿qué?
—Querría irse conmigo.
David trató de disimular la sensación de escalofrío. De pronto, aquel pequeño y hermoso mundo que había edificado a fuerza de trabajo y honradez, se hacía pedazos.
—Por supuesto, Pam estará de acuerdo con ese programa…
—No del todo. Ella es partidaria de que admitamos un socio y continuemos con Shawcross. Pero usted debe tomar una decisión respecto a ese asunto de Kelno. Es preciso que le diga el motivo de que yo hablara con Lambert-Phillips. No se trata del dinero, en realidad, sino de que Shawcross calza unos zapatos tan grandes que nadie puede llevarlos con gallardía. Claro está que soy un buen editor gerente; pero, Dios santo, David, usted lo ha dirigido todo solo, labor que ni Cecil ni yo podríamos echar sobre nuestros hombros en el mundo de hoy.
Habían llegado a la casa de la playa.
—Gracias por la conversación, Geoff. Pensaré en lo que me has dicho.
La ceniza del cigarro de David tenía cuatro pulgadas de longitud. Las galeradas reposaban sobre su estómago, pero sus ojos estaban fijos en el vacío desde hacía una hora.
Lorraine se sentó en el borde de la cama, le quitó el cigarro y le dio unas píldoras.
—Pam me ha dicho que hoy tú y Geoff habéis dado vuestro paseo habitual —comentó—. ¿Qué crees que deberíamos hacer, amor mío?
—Es difícil decirlo. Tendremos que tomar una decisión muy pronto. Abraham vendrá a Londres la semana próxima.