CAPÍTULO III

En Sausalito, Abraham Cady repasó sus numerosísimas notas y luego escribió a archivos, a particulares y a sociedades históricas de Viena, Varsovia, Nueva York, Munich e Israel. El nombre de Kelno significaba poco o nada para él, en el contexto del voluminoso libro.

En Londres, el saloncito de conferencias de Shawcross Publishers se convirtió en una especie de sala de operaciones bélicas. Primero Shawcross indagó en busca de la historia completa del proceso de extradición seguido contra Adam Kelno.

El descubrimiento más importante que realizó fue que el doctor Mark Tesslar, vivía aún y seguía perteneciendo al personal fijo de Radcliffe Medical Center, de Oxford. Los años no habían disminuido ni embotado sus sentimientos. Examinando a fondo las acusaciones de Tesslar, halló que fundamentalmente eran ciertas, y esto le espoleó para ampliar la investigación por su propia cuenta.

Entonces confió la mayor parte del trabajo de publicaciones a su yerno Geoffrey Dobb y su hija Pam. En cuanto a su hijo, Cecil, que empezaba apenas a ocuparse del negocio, lo escogió como ayudante personal en la investigación emprendida.

El punto de partida lo constituyó el procesamiento por crímenes de guerra del coronel de las SS Adolph Voss, oficial médico jefe de los prisioneros del campo de concentración de Jadwiga. Por desgracia, Voss no llegó a comparecer ante el tribunal: se suicidó en la cárcel. A pesar de todo, el fiscal de Hamburgo tenía una lista de doscientos posibles testigos.

El procedimiento y la lista de testigos posibles databan de cerca de veinte años atrás. Muchos habían muerto; otros se habían trasladado o habían desaparecido. No obstante, Shawcross probó fortuna con cada uno de aquellos nombres, mediante una correspondencia cursada en diez idiomas. Enormes planos cubrían la pared del saloncito de conferencias, señalando los progresos y las respuestas de cada indagación.

A Londres llegaban algunos informes. La mayor parte descorazonaban y no procuraban ninguna luz. Nadie parecía dispuesto a declararse capaz de identificar a Adam Kelno, y todavía se manifestaban con mayor seguridad sobre el detalle de que los experimentos de cirugía, realizados en el Barracón V se mantenían en un secreto absoluto.

Las indagaciones cursadas a Polonia quedaron sin respuesta. La Embajada de Polonia en Londres se mostraba evasiva. Shawcross llegó a la conclusión de que los polacos todavía no habían adoptado una postura concreta sobre el asunto. Los cautos burócratas de las embajadas entre los países de la Europa oriental ahogan las indagaciones en papeleo burocrático. Al fin y al cabo, Abraham Cady era un conocido escritor anticomunista.

Pasaron cuatro meses. Los planos de la pared presentaban como nulas la mayoría de las pesquisas. Sólo unos escasos hilos, las endebles pistas de Israel, impedían que el proyecto se derrumbara.

Pero, entonces vino el golpe directo, demoledor.

Archibald Charles III, de Charles Ltd., la monolítica firma impresora, soltaba bufidos en su inmaculada y artesonada oficina de la City, al pensar en ese desagradable asunto.

El imperio Charles poseía cuatro grandes talleres de imprenta en las islas Británicas, un bosque en Finlandia para la pasta de papel, y un conglomerado de empresas asociadas por todo el continente.

El negocio que cosechaba de David Shawcross ascendía a menos de un uno por ciento. A pesar de ello, Shawcross ocupaba un puesto especial, el mismo que le correspondía en el mundo de las publicaciones como gran maestro literario y editor. El padre de Archibald había sido íntimo amigo de Shawcross, y el hijo le había oído decir en más de una ocasión que todos los que publican libros debieran haber sido como él.

Si la relación comercial tenía poca importancia, medida con el rasero de la dinastía Charles, la camaradería personal continuó cuando el joven Archibald tomó las riendas como director gerente, y luego como presidente de la junta. Shawcross podía confiar en sus impresores, en cuanto a servir sus pedidos de papel y a imprimir un libro favorito, ganándoles la delantera a los editores más importantes.

Indudablemente, el joven Charles era una magnífica partida en el Haber. A los accionistas les entusiasmaba el aumento constante de las ganancias. Charles pensaba en términos modernos acerca de fusiones y asociaciones; más parecía un americano que un inglés.

—Míster Shawcross está al teléfono —le dijo su secretaria.

—Hola, David, habla Archie.

—¿Cómo está?

—Bien. ¿Le importa si voy por ahí esta tarde?

—De acuerdo.

El hecho de salir de su magnífico rascacielos para acudir a las destartaladas habitaciones de Shawcross Ltd., en Gracechurch Street, ya constituía un singular gesto de aprecio. Archie vestía pantalón de rayas y chaqueta oscura, y usaba sombrero hongo, porque se da por supuesto que los grandes empresarios deben vestir así.

Llegó Archie al domicilio social de Shawcross y le acompañaron por el pasillo flanqueado por los escritorios de los correctores de pruebas y las secretarias, hasta el «centro de operaciones». Archibald estudió las paredes cubiertas de planos. La palabra «anulado» aparecía rodeada por un círculo encarnado. Las estrellas azules señalaban un progreso mayor o menor.

—¿Qué tiene usted aquí, Dios santo?

—Estoy buscando una aguja en un pajar. Al contrario de lo que se cree, si uno busca el tiempo necesario, acaba encontrando la aguja.

—¿Piensa continuar publicando libros?

—Geoff y Pana se encargan de dirigir los asuntos en ese campo. Tendremos una lista de otoño más o menos copiosa. ¿Té?

—Sí, gracias.

Cuando llegó el té, Shawcross sacó un cigarro puro.

—Se trata del caso Kelno —explicó Charles—. Como sabe, mandé a uno de mis mejores empleados que dedicase todo su tiempo a analizar lo que usted envió. ¿Ha celebrado algunas reuniones con el bueno de Pearson, sobre este asunto?

—En efecto. Es una persona agradable.

—Lo hemos puesto todo en manos de nuestros procuradores, y hemos celebrado consultas con Israel Meyer. Creo que estará de acuerdo si le digo que es uno de los mejores abogados en ejercicio. Más todavía, hemos escogido a Meyer porque es judío y simpatizará en extremo con su punto de vista. Sea como fuere, he convocado una reunión extraordinaria de la junta para tomar una decisión.

—No sé qué decisión se puede tomar —contestó Shawcross—. Cada día nos enteramos de algo nuevo respecto a Kelno. No puede haber decisión cuando no hay alternativa.

—En esto nos separa una diferencia de opinión muy marcada, David. Nosotros nos retiramos del caso.

—¿Qué?

—Hemos enviado a nuestro procurador para que se entreviste con la gente de Smiddy. Ahora están dispuestos a una avenencia por menos de mil dólares y una petición de excusas en juicio público. Sugiero que ustedes hagan lo mismo.

—No sé qué contestarle, Archie. No es posible que hable en serio.

—Completamente en serio.

—Pero ¿no ve que eliminándonos uno a uno derrumbarán a Cady?

—Mi querido David, usted y yo somos las víctimas inocentes de un escritor atolondrado que no se informó debidamente. ¿Por qué ha de cargar con la responsabilidad de Cady, al calumniar a un distinguido médico inglés?

El sillón chirrió ruidosamente cuando David lo apartó de la mesa de conferencias y lo acercó a los planos.

—Mire esto, Archie. En estos últimos días, una declaración de un hombre que fue castrado.

—Vamos, David, no entraré en discusiones con usted. Nosotros hemos seguido el camino acertado. Pearson, nuestros procuradores, nuestro abogado y mi junta directiva han estudiado todas las informaciones y han adoptado una decisión unánime.

—¿Es también su opinión personal, Archie?

—Soy el jefe de una compañía pública.

—En ese caso, Archie, tiene un deber público.

—Tonterías. Yo me he contenido, al paso que usted ha convertido su casa en una agencia de detectives. Yo no he levantado ni un dedo ni he dicho que usted nos ha metido en eso. Y le repito una vez más: abandone, déjelo.

Shawcross se quitó el cigarro de la boca con gesto brusco.

—¿Pedirle excusas a un canalla que cortaba los órganos genitales a hombres sanos? ¡Jamás, señor mío! Es una pena que no lea algunas de las palabras que salen de sus prensas.

Archibald Charles abrió la puerta.

—¿Les veremos mañana a usted y a Lorraine, para comer e ir al teatro luego?

No hubo respuesta.

—Vamos, no consentiremos que esto se levante como una barrera en el campo de nuestra amistad. ¿Verdad que no?