El holocausto se publicó en el verano de 1965. Me había costado toda una vida el convertirme, de la noche a la mañana, en un escritor consagrado. Ahora que había dado mi sangre para escribir el libro, los buitres y los parásitos venían en bandadas a llevarse su tajada. Él más notable de todos resultaba Lou Pepper, que estaba dispuesto a dar lo pasado por pasado.
Al entregar el original, a principios de año, me llenó un insaciable deseo de regresar a América. Me instalé al fin, con un arriendo a largo plazo, en un delicioso combinado de cristal y madera en las lomas de Sausalito, que gozaba de una vista arrebatadora sobre la bahía de San Francisco. Este afán por regresar a América había crecido con el transcurso de los años al mismo paso que la preocupación, cada día más profunda, sobre aquello que alarmaba a las personas de todas las latitudes, o sea, la capacidad o incapacidad del hombre por existir sobre nuestro planeta.
El sector de la bahía era el punto de «actualidad», donde ocurrían gran parte de los acontecimientos trascendentales y donde podía predecirse el futuro de otros muchos lugares.
Por aquellos días, para sumirse en un estado de depresión, uno no tenía más que pensar en la desintegración masiva de la tierra, el aire y el agua, y en la corrupción moral, la codicia, la venalidad y esa interminable lista de defectos humanos que se nos ponían súbita y vivamente delante de los ojos.
El hombre, el ser rapaz, saqueador, destructor, se estaba enfrentando cara a cara con los miles de años de pecados y crímenes, y tendríamos, en este mismo siglo, un Armageddon[4]. Todo se precipitaba hacia un punto explosivo, aterrador.
Si hubiéramos de catalogar los abusos de la raza humana y pedir castigos por ellos, si hubiéramos de calcular lo que el hombre había tomado y lo que debía, tendríamos que declararnos, forzosamente, en quiebra.
Nos enfrentábamos ahora con la amedrentadora cuestión de si llegábamos o no al final de nuestro propósito de seguir existiendo. Los antiguos dioses, las viejas sabidurías, ya no nos daban las respuestas. Un horrible sentido de futilidad, de desesperación, invadía a la generación que estaba subiendo.
Las guerras grandes, espectaculares, eran ya cosa del pasado. En el mundo había dos grandes potencias, cada una de ellas capaz de desatar la destrucción total. Por consiguiente, las guerras futuras habría que disputarlas dentro de fronteras reducidas y compactas, bajo normas fuertemente coercitivas.
Ahora que no había ni que pensar en una gran guerra, el hombre parecía necesitar algo para remplazarla. El quid del problema radica en que el género humano está aquejado de un defecto capital, que es su inevitable impulso hacia la autodestrucción.
En lugar de la guerra, el hombre recurre ahora a cosas casi igualmente mortales. Trata de destruirse a sí mismo contaminando el aire que respira, incendiando, saqueando, amotinando, haciendo escarnio de las instituciones y las normas establecidas, destruyendo alocadamente especies de animales y dones de la tierra y el mar, envenenándose él mismo, camino de una muerte por letargo, mediante narcóticos y drogas.
Las guerras formales, declaradas, han cedido el puesto a una guerra de uno contra uno mismo y contra el prójimo, guerra que realiza la tarea más aprisa de lo que se realizó jamás en un campo de batalla.
La gente joven ha pisoteado y echado por la borda numerosos viejos códigos morales y éticos. En muchos casos era hora, y sobradamente, de que nuestra sociedad se despojase de hipocresías, racismos y falsos valores sexuales. Pero en su prisa por desprenderse de lo antiguo, los jóvenes han derrumbado asimismo grandes valores y enseñanzas, y se han olvidado de sustituirlos por otros.
¿Qué puedo hacer yo respecto a esto, como escritor? Muy poco, me temo. Entre otras cosas, he presenciado cómo una especie de demencia pervertía la literatura, el arte y la música, para granjearse los elogios espurios de falsos profetas. En gran parte de todo eso se advierten los signos de la desesperanza y la confusión. Fijen si no la mirada en un salón de baile. Escuchen esa deliciosa música.
Bien, lo mío es escribir. Lo único que puedo pretender es poner un dedo en un dique con un millón de agujeros.
Pienso que si supiera crear una sola ciudad americana de fantasía, y escribir su historia y la de sus habitantes en todos los aspectos posibles, desde sus comienzos hasta su cénit y su ocaso, aportaría con ello mi contribución más valiosa. Lo que quisiera lograr, en el campo de la ficción, es aislar y examinar una entidad completa. Observando un conjunto total, quizá lográsemos penetrar con la mirada en los millares de fragmentos que lo integran.
Todo esto requerirá tres o cuatro años de indagaciones y esfuerzos por estructurarlo en forma de novela. Vanessa terminará pronto su servicio militar en Israel y vendrá a reunirse conmigo en Sausalito, para iniciar estudios en Berkeley, que, incidentalmente, se ha convertido en un rico manantial para mis investigaciones
¿Ben? Ben es Segen Mishne, teniente Cady de las fuerzas aéreas de Israel. Estoy orgulloso, y estoy asustado. Pero creo que será el mejor de los tres aviadores de la familia.
Consuela pensar que al buscar a Israel los hijos tienen una meta pura, idealista en la vida: la supervivencia de nuestro pueblo.
Al fin y al cabo, lo único que salvará al género humano será el que haya bastantes personas que dediquen sus vidas o algo o a alguien que no sean ellas mismas.
Estos días me solicitan mucho para conferencias. Me invitaron a un seminario de escritores, y se pasaron tres días haciéndome preguntas.
—Sin duda, todo el mundo puede ser escritor. Yo le introduciré en el oficio. Aquí tiene una hoja de papel.
—¿Cómo? Acomode el fondillo de los pantalones en el asiento de la silla.
O bien:
—Yo también soy escritor, sólo que no he tenido tanta suerte como usted, míster Cady.
Llegó mi turno de hablar. Mientras me acercaba al estrado, estudiaba las caras, tensas, ansiosas.
—¿Quién de los aquí presentes quiere ser escritor? —pregunté. Todos los asistentes levantaron la mano—. Entonces, ¿cómo diablos no están en sus casas, escribiendo? —exclamé, y abandoné el escenario.
Con esto terminó mi carrera de conferenciante en los cursillos de escritores.
Sin embargo, los judíos me descubrieron. La beneficencia judía fue siempre una de las constantes fundamentales de la vida de mi padre y mi familia. El cuidar de nosotros ha sido el secreto de la supervivencia de nuestro pueblo. Es la esencia de Israel. Me acuerdo de los primeros tiempos, en las tiendas judías de la calle Church, de Norfolk; siempre había un pushke: un botecito de cuestación para alguna obra de Palestina.
Bien, permitan que se lo diga, los judíos nunca agotan los motivos para reunir dinero, y en 1965 hablé en favor de ciento dieciséis de tales causas. La escena de la conferencia o del discurso me resulta desagradable. Me disgusta por completo; desde que todo empieza, con el comité de bienvenida en el aeropuerto y las entrevistas de la TV, hasta las comidas íntimas con los grandes benefactores. Y cuando me acerco al proscenio me siento tan aterrado que tengo que cargarme de licor y tranquilizantes. De todas formas, desde El holocausto soy una estrella de primera magnitud, y se me hace muy duro decirles que no a esas personas.
Millie, la secretaria de Abe, introdujo a Sidney Chernoff, que representaba a la Universidad Brandeis.
—Míster Cady ha telefoneado avisando que llegaría unos minutos tarde. ¿Tendría la bondad de esperar en su estudio?
¡Oh, aquí era donde trabajaba el gran hombre! Chernoff se sentía en la gloria y no se perdía detalle. El viejo sillón de cuero, la aporreada máquina de escribir, la mesa llena de chucherías, de fotografías de sus dos hijos en uniforme militar israelí. ¡Había tema para una semana de conversación! Una pared estaba cubierta de corcho desde el suelo hasta el techo. «Mark Twain City, California». Clavadas con alfileres a la pared se veían hojas con fechas, estadísticas y nombres de personajes y grupos familiares, así como de la crema educativa, política, industrial y erudita de la ciudad.
¡Imagínense! Una ciudad ideada por la mente de un hombre.
Enfrente, una larga mesa sostenía pilas de libros, documentos y fotografías que abarcaban todas las facetas posibles de la vida ciudadana. Informes sobre la influencia de las minorías, motines, algaradas, huelgas… Métodos de la policía y los bomberos.
La correría de Chernoff por aquel santuario interior quedó bruscamente interrumpida por el ruido de una motocicleta que se acercaba. Sidney Chernoff se asomó a la ventana para mirar hacia el paseo de entrada, donde algún temerario corría disparado, luego detenía la moto y desmontaba. ¡Dios mío! ¡Era Abraham Cady!
El visitante quiso hacerse el despreocupado mientras Cady, con chaqueta de cuero y botas, se presentaba a sí mismo, se dejaba caer en el sillón de detrás de la mesa, descansaba los pies en esta y pedía a Millie que le sirviese un combinado especial hecho con vodka y zumo de tomate. Chernoff prefirió té.
—Tiene ahí una máquina interesante de veras —comentó—. Chernoff, tratando de decir algo despreocupado acerca de la motocicleta.
—Es una «Harley C. H. Sporster 900» —respondió Abe—. Ese trasto sale disparado como un mico con una avispa en el trasero.
—Sí, parece muy potente.
—De vez en cuando tengo que correr para que el aire me despeje la cabeza. Hace más de dos meses que acompaño a la brigada de narcóticos. Es un espectáculo feo. Anoche encontramos a dos chicos, uno de doce y otro de catorce años, muertos de una sobredosis de heroína.
—Es terrible.
—Lo único malo de una motocicleta es que no vuela. La CAB contesta con una serie de evasivas cuando solicito un permiso como piloto privado. Por lo del ojo, ¿comprende?
Llegó el combinado de Abe y el té de Chernoff.
Chernoff bebió unos sorbitos e hizo un gesto de aprobación, con sus labios carnosos haciendo pucheros. Luego y a través de untuosos rodeos, fue a parar al objeto de su visita, hablando con la voz profunda y melodiosa, de superintelectual. Cady tenía una satisfacción peculiar con su motocicleta, pero era un gran novelista que entendía el lenguaje elevado de una criatura afín, enriquecida por la cultura. Chernoff salpicaba su conversación con frases hebreas, sentencias del Talmud y citas de conversaciones personales que había sostenido con otros grandes hombres. Explicó el motivo por el cual un hombre de la talla de Abraham Cady debía identificarse con la Universidad Einstein, instituto judío que era el segundo en importancia de todo el país. Había cierto número de cátedras de artes y letras para las cuales Abraham podía recoger fondos. En compensación, recibiría grandes recompensas espirituales, al saber que fomentaba la causa de la educación y el intelectualismo judíos.
Abe dejó caer los pies al suelo con sonoro golpe.
—Hablaré gustosamente en pro de Einstein —dijo.
¡Sidney Chernoff no sabía esconder su gozo sin límites! Cady no era el monstruo que le habían pintado. El judío siempre es judío, y, si se le solicita adecuadamente, sus cualidades resplandecerán.
—Debo poner una pequeña condición —añadió Abe.
—Naturalmente.
—El dinero que recoja se empleará única y exclusivamente para reclutar un equipo de béisbol de gran categoría, contratando a un entrenador famoso y actuando de modo que pronto se puedan concertar una serie de partidos contra los equipos más destacados de la nación.
Chernoff estaba desconcertado.
—Pero… la Einstein tiene ya establecido un excelente programa de deportes.
—Mire, Chernoff, el caso es el siguiente: nosotros tenemos profesores, eruditos, médicos, científicos, ensayistas, abogados, matemáticos, músicos y cuestadores de fondos para abastecer a todos los países subdesarrollados del mundo, incluido Texas. A mi modo de ver, la cosa está así: Por espacio de dos mil años, los judíos se han enfrascado (sin éxitos notables) en discusiones sobre la dignidad humana. Pero en Israel unos millares de gentes nuestras se lanzaron a la calle, le dieron unas patadas al trasero a quien convenía, y ahí empezamos a conquistar un poco de respeto. Quiero que la Universidad Brandeis ponga a once mozalbetes judíos en un campo, enfrentándose a Notre Dame. Quiero judíos capaces de derribar a los adversarios, partirse el rostro, amontonarse, cargar con castigos por dureza innecesaria. Quiero un judío que sepa lanzar una pelota a la distancia de cincuenta yardas, hacia otro judío capaz de cogerla teniendo a tres energúmenos pegados a su espalda.
Al cabo de una larga sesión de indagaciones en el local de los estibadores del muelle, de discutir con los expertos en levantamientos ciudadanos, de aguardar una acción en el ghetto de Fillmore Street, de beber en franca camaradería en el Pacific Union Club, de correr con la policía a atender llamadas de urgencia, de confraternizar con los beatniks, de desfilar en pro y en contra de estudiantes rebeldes en Cal…, Abe hallaba un respiro navegando en su lancha hacia San Francisco, a través de la bahía y en compañía de la flota, de pesca deportiva. Unos días en alta mar, doblando el espinazo ante un salmón en fuga, dejándose crecer la barba, orinando por encima de la borda, bebiendo con los italianos, le pondrían en forma para dar otra embestida a su trabajo.
Cuatro días deliciosos pasó a bordo del María Bella II, entre el azote glacial del viento y las olas de enero. Y le invadió la tristeza cuando la embarcación cruzó de nuevo la Golden Gate con su roncar asmático, volviendo a los brazos del inmenso puerto.
Dominik, el capitán del María Bella II, le entregó un saco de cangrejos.
—Si mi madre los viera, se revolvería en su tumba.
—¡Eh, Abe! —gritó Dominik—. ¿Cuándo escribirá algo sobre mí?
—Lo escribí ya. Es un libro de una sola página titulado Enciclopedia de los héroes de guerra italianos.
—Muy gracioso, escritor judío. Considérese afortunado por tener un solo ojo.
—Tengo dos. Uno lo llevo tapado porque soy un gallina.
El María Bella II mecióse sobre las olas, viró enfrente mismo de Alcatraz y continuó suavemente hacia el muelle de pescadores y la mágica ciudad de alabastro que se levantaba detrás de aquel.
Cuando amarraban la embarcación, el padre de Dominik estaba ya en el desembarcadero.
—Eh, Abbie, su secretaria ha llamado. Dijo que le telefonee usted inmediatamente —explicó con un inglés confuso.
—Millie, soy Abe. ¿Qué pasa?
—Llegó hace dos días un cablegrama enviado por Shawcross desde Londres. No sabía si transmitírselo por radio a la embarcación o no.
—Léalo.
Proceso por difamación abierto contra «El holocausto», nombrando autor, director y editor, por parte de sir Adam Kelno, antiguo médico internado en el campo de concentración de Jadwiga, apoyándose en alusión que se le hace en página 167. Kelno afectado por caso de extradición en Londres hace diecinueve años, libertado más tarde y nombrado caballero por el Gobierno británico. Envíenos todas sus fuentes de información inmediatamente. Kelno exige retirar de la venta todos los ejemplares. A menos que usted pueda confirmar lo que dice, nos hallamos en un grave aprieto. Firmado, David Shawcross.