Villa Alba, en las afueras de Marbella, se elevaba por encima del caprichoso mar como el intrincado trozo de una roca maciza con infinidad de niveles, de huecos con cascadas derramándose en hoyas rielantes, y las tradicionales arcadas españolas, los tejados y los suelos de baldosa encarnada, quedaban realzados por el empleo generoso del cristal en las alas salientes y los patios secundarios. Era un edificio de colorido violento, con grandes cuadros de arte moderno que contrastaban bruscamente con la tapicería antigua o las estatuillas religiosas de madera. Y estaba enclavado en un terreno árido que formaba escalinatas enmarcadas por las altas agujas de los cipreses que descendían hasta las caletas recortadas y las largas y doradas playas, cuyas arenas habían pisado por igual las hordas de Aníbal y de las turistas luciendo bikinis. Era un paraje de tradición, de murallas romanas, y de los yates de una sociedad internacional agitada, presurosa. Un lugar que sabía de saqueos y violaciones de godos y moros, y de orgías en altas horas nocturnas.
Pese al esplendor de la mansión, Abe respiraba en ella una tristeza honda, puesto que no se veían por ninguna parte retratos ni recuerdos de otros seres humanos. Esa era Laura Margarita Alba, extraña y solitaria como el mar.
Allí cerca, el torbellino de la vaciedad social se centraba en el Marbella Beach Club del príncipe Max von Hohenlohe-Langenberg. En otras ocasiones, Laura cuidaba de hacer sentir allí su presencia y se constituía en la encantadora anfitriona de gentes tostadas por el sol y de una aristocracia antigua y decadente cuyos increíbles chismorreos raras veces iban más allá de murmurar acerca de quién se acostaba con quién.
En esta ocasión, Laura quería tener a Abe para ella sola. Él y ella se asaltaban recíprocamente con un furor contenido, nacido de un hambre física y espiritual a la vez. Los largos años vacíos encontraban de pronto con qué llenarse, y cada uno despilfarraba su esencia en el otro hasta quedar ambos agotados, y pasando los días en una deliciosa calígine. La mujer egoísta se prodigaba ahora magnánimemente en aquel hombre, cuya voluntad dominaba la suya.
A veces, en el corazón de la noche, sintiéndose ambos desvelados, iban a sentarse junto a la piscina, o contemplaban la rebeldía del mar, o bajaban hasta la choza de paja que tenían en una caleta, y charlaban hasta el amanecer. Y por la mañana dormían en una habitación con los postigos casi cerrados, en la semipenumbra, sin otra intrusión que la de una brisa suave acariciándoles los cuerpos. Los criados iban y venían como susurros, preguntándose qué representaba aquel hombre en la vida de la señora.
A mediados de la segunda semana, en las mentes de Laura y de Abe empezó a penetrar, solapadamente, la idea de que aquello no podía continuar de un modo indefinido; pero ninguno de ambos mencionó para nada tales pensamientos.
La intimidad se vio invadida por la persona de Lou Pepper, vicepresidente ejecutivo de la International Talent Associates, monolítica agencia que contaba con la mayor parte de la gente creadora en el negocio del espectáculo.
Lou era un hombre alto, delgado, de cara lisa, cuyo rasgo dominante consistía en que poseía setenta trajes de Sy Devore, todos oscuros.
—Maggie, ahí tienes a Lou Pepper, una verruga en las posaderas de la humanidad.
—Ahórrese ese diálogo tan increíblemente divertido para su próximo guión cinematográfico. Si he venido aquí en avión no ha sido precisamente porque le prefiera más que a nadie. Bien, ¿me invitarán a beber?
—Dale un vaso de agua. ¿Cómo me ha encontrado?
—La mayoría de los escritores tienen dos ojos, de modo que nadie los reconoce en público. En cambio, todo el mundo conoce al «ojo tapado».
—Salgamos al patio. Ven tú también, Maggie. Quiero que oigas todo lo que digamos. Míster Pepper es un ejecutivo muy importante y no hace un viaje de miles de millas para ver a un simple escritor.
—Mire usted, señora Alba; hace dos años, cuando Abe se largó como una polvorilla de Hollywood, después de habérsele ofrecido el mejor contrato para tres películas que se brindara jamás a escritor alguno, él y yo no nos separamos de la manera más afectuosa.
—Dígale a Maggie que usted me había dicho que en cualquier instante que yo no quisiera sus servicios haría pedazos el contrato que me había arrancado.
—Abe tiene muy buena memoria, pero hasta los agentes tienen que vivir.
—¿Por qué?
—En todo caso, sigo vendiendo su nueva novela.
Laura miraba a uno y luego al otro, afligida por el lenguaje áspero y la hostilidad manifiesta entre los dos hombres, y enojada por la presencia del intruso. Pero incluso tratando con Abe, que le odiaba francamente, Lou Pepper tendría que entonar sus propias alabanzas, sin dejar una, antes de entrar en detalles. Acomodóse con un vaso en la mano y se puso a runrunear:
—En seguida que Milton Mandelbaum ocupó el puesto de jefe de los estudios American Global, me llamó a mí. «Lou —me dijo—, pienso descansar muchísimo en ti». Milt le tiene en gran estima, Abe, siempre le ha tenido. No se cansa de hablar de las horas maravillosas que pasaron juntos en Londres, durante la guerra; de los vuelos de bombardeo en que tomó parte, acompañándole a usted, de todo aquello… Yo le dije: «Está por aparecer una nueva novela de Cady». Conque él apartó diez mil dólares, sólo para leer el libro y ser el primero en tener la opción. ¿Les importaría que me quitase la chaqueta?
Y otra vez asomaron los gemelos. Abe conoció que se trataba de un negocio importante, porque Lou se delataba siempre. Los sobacos se le alumbraban. Los tratos constituían el desahogo sexual de los agentes. Lou estaba tranquilo, lo cual indicaba que se sentía seguro del terreno que pisaba. El suplicar y lamentarse, el golpearse el pecho, vendría luego.
—Milt se interesa por usted como persona, en su totalidad. Quiere verle en la opulencia. Habla de participación en los beneficios.
—Tal como llevan los libros en el estudio, no cosecharían beneficios aunque hubiesen filmado Lo que el viento se llevó.
—Si uno está en el puesto de escritor-productor, el baile cobra otra perspectiva.
—Pero, papaíto, yo no quiero ser productor.
—Está haciéndose el mojigato, Abe. ¿Para qué diablos escribió aquella porquería? ¿Para la posteridad? Usted se olía los dólares en todas las escenas de dormitorio, desde la primera hasta la última. ¿Quiere escuchar la oferta?
Abe se veía derribado al suelo de una manera súbita, cruel. La escena no engañaría a nadie.
—¿Qué idea se ha hecho Mandelbaum? —preguntó, casi en un susurro.
—Doscientos mil por La escena, más unas suculentas cláusulas fundadas en las ventas. Doscientos mil por sus servicios como escritor y productor, y un diez por ciento de los beneficios. Echaremos unos cuantos huesos a los periodistas, para tener la obra en la lista de los best-sellers.
Abe se metió las manos en los bolsillos, anduvo hasta el precipicio y fijó la mirada en una mar tranquila, apenas meciéndose para besar las rocas y luego apartarse de ellas repetidamente.
—Se me figura que esta oferta me convierte en una de las prostitutas intelectuales mejor pagadas del mundo —murmuró para sí mismo.
Lou Pepper, creyendo la pieza en el zurrón, pisó el acelerador.
—Tendrá un chalet de productor, con su coche y su bar, privilegios especiales en el comedor de los dirigentes, y un aparcamiento en el patio particular.
—Estoy sinceramente conmovido.
Lou siguió hablando desde detrás de Abe:
—Además, billetes de primera clase para sus viajes a Los Angeles, y dos mil quinientos dólares al mes de dietas. Samantha está dispuesta a irse a Los Angeles con usted.
Abe giró en redondo.
—¿Quién diablos le ha dado permiso para ir a verla? Usted me está vendiendo.
—Si se da el caso de que vive en Inglaterra, ¿adonde tenía que ir yo? ¿A la China?
Abe soltó una carcajada triste, sentóse de nuevo y se dio repetidas palmadas con una mano en la otra, cerrado el puño.
—Lou Pepper no rodea la mitad del mundo por una mísera comisión de cuarenta mil dólares. ¿A quién más ha metido en el trato? Protagonista masculino, protagonista femenino, director, cameraman, compositor… y todos casualmente representados por la agencia de ustedes, ¿verdad?
—No se exprese como si aquí hubiera matute. A los estudios no les interesa tener grandes estrellas de plantilla fija. Son las agencias las que se encargan de combinar el paquete y echárselo en el regazo. A Mandelbaum le interesaba un trato completo para poder endosarlo a su junta directiva.
—Tú crees que tu gente juega fuerte, Maggie. Pero lo que míster Pepper guarda aquí es un paquete de dos millones de dólares. Es decir, doscientos mil dólares de comisiones, más unos pedacitos de la tajada. Pero hay una dificultad. Ningún gran actor ni director se comprometerán a llevar adelante una película sin un guión. Es decir, si Lou Pepper no les puede proporcionar el escritor más comercial del género, o sea, a un servidor de ustedes. Con lo cual arrebaña doscientos mil dólares de comisiones, cincuenta mil de los cuales se pagarán a la oficina internacional de Ginebra, y a su debido tiempo encontrarán el camino hacia una cuenta numerada perteneciente a F. Milton Mandelbaum.
—Tiene mucha imaginación, Abe; es la cualidad que le hace tan bueno como escritor. Dele a un hombre medio millón de dólares y escupirá sobre usted como si fuese basura.
—¿Le ha otorgado a Mandelbaum una opción sobre mi próximo libro?
—Sobre los tres próximos, Abe. Le he dicho ya que Mandelbaum quiere disponer de usted por entero. Todos queremos verle rico. Ahora tengo que mantener unas conferencias con Los Angeles y Nueva York. Estaré en el Marbella Club. Atorméntese cuanto quiera. Mañana le informaré acerca de cuándo debe presentarse.
Abe iba y venía por el patio escupiendo epítetos. Luego se derrumbó.
—Sabe que no tengo valor para rehusar esta oferta. Si la rechazase, él se encargaría de que ningún otro estudio comprase La escena. Sea como fuere, voy a convertirme en el tipo de escritor que Samantha tenía en mientes.
Se llenó medio vasito de whisky escocés.
Laura le quitó el vaso de la mano.
—No te emborraches esta noche —le dijo.
—¡Estoy que reviento! Demos un paseo en coche por la costa.
—Si guías tú, nos mataremos.
—Quizá es lo que quiero. Iré solo.
—No, yo te acompaño. Déjame coger unas cosas para pasar la noche fuera.
No regresaron a la finca hasta el atardecer del día siguiente, después de una carrera loca con el «Porsche» de Laura por la traidora y serpenteante carretera de la costa, en dirección a Málaga. Encontraron una docena de mensajes pidiendo que Abe telefoneara a Lou Pepper.
Laura abrió la puerta de la sala de estar, donde aguardaba David Shawcross con aire fatigado.
—¿Qué diablos es esto? —exclamó Abe—. ¿La Asamblea General de las Naciones Unidas?
—Yo telefoneé a David anoche, antes de marcharnos.
—Debo decir, Abraham, que hubo prisioneros de guerra alemanes que me saludaron con más calor.
—¿Le contó Maggie la historia completa?
—Sí.
—¿Comentarios?
—Casi no se necesita otro comentario que su conducta, Abe. Ya ve usted, Laura, nuestro amigo adora a su familia y seguiría eternamente con su esposa, si ella le dejase satisfacer el afán que le come las entrañas. Él es judío y quiere escribir sobre los judíos. Aborrece el aire contaminado de los estudios. He visto a un sinfín de escritores cogidos en esa trampa. Un día, simplemente, dejan de escribir. Abe se huele que el día ese está por llegar. Es su partida de defunción, y él lo sabe.
—¿Qué me dice de la otra alternativa, Shawcross? No vender La escena para una película. Lou Pepper se encargaría de ello. Samantha jamás dará su beneplácito para un libro que significaría dos años de búsqueda de datos, fuera de Inglaterra. El día que hubiéramos terminado de repartirnos los cuartos con los abogados, yo volvería a estar a cero. ¿Qué haríamos entonces? ¿Dedicarnos al atraco, pedirle a Maggie que desengarce sus diamantes?
—He hablado con mi Banco y con sus editores americanos. Le mantendremos a flote de un modo u otro.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Cree que me queda el estómago suficiente?
Abe se volvió de espaldas.
—Debe de ser más de la medianoche —dijo—. Acaso le defraude. No sé, Shawcross; sencillamente, no sé.
—Siempre le creí el tipo de judío que no se dejaría llevar vivo a la cámara de gas.
El criado entró y dijo que míster Pepper llamaba de nuevo.
—¿Qué le dirá? —preguntó Shawcross.
—Si quiere saber la verdad, no tuve tanto miedo cuando me estrellé con el «Spitfire».
Abe se secó la húmeda palma de la mano, levantó el auricular e inspiró profundamente para dominar el temblor nervioso.
—Abe, esta mañana hablé con Milt. Quiere dar una prueba de su sinceridad. Otros veinticinco mil dólares por los derechos sobre la novela.
Abe sintió la viva tentación de poner punto final con una colección de palabrotas. Mirando a Shawcross y a Laura, dijo dulcemente:
—Ni hablar.
Y colgó.
—Te quiero de veras, Abe —dijo Laura—. Pídeme que me vaya contigo. Ordéname que no regrese con él.
—¿Crees que no he pensado en eso? Hemos gozado de un atisbo del paraíso. Sólo un loco de remate pensaría que se puede pasar toda la vida de este modo. Lo único que podemos esperar es un momento de paz entre una batalla y otra. Y lo hemos tenido. Los lugares adonde iré son cálidos y pegajosos. Al cabo de corto tiempo ya no te gustarían. Si algo significa para ti el saberlo, yo también te amo.