CAPÍTULO XIV

Les Ambassadeurs, lujoso y selecto club restaurante y de juego, se hallaba en Hamilton Place, Park Lane, albergado en una antigua mansión reformada. El maître dio la bienvenida al escritor Abraham Cady, cuyo parche en el ojo era bien conocido por todo Londres.

—Los invitados de míster Shawcross están en la habitación Hamilton, míster Cady.

—Gracias.

Abraham aspiró profundamente y entró. Una vaharada de aire caliente, saturado, le dio en el rostro. Abe recorrió la estancia con la mirada, como un cíclope en busca de una cara amiga con la que compartir una conversación apetecible, cuando su ojo se detuvo de pronto en una gallarda y distinguida belleza de cabello negro como el ala de un cuervo, y que contaría alrededor de los treinta y cinco años.

«¿Seguiré admirándola cuando abra la boca e intente hablar?», se preguntó Abe.

—¡Ah, hola, Abraham! —saludó el editor.

—Oiga, Shawcross. —Abe indicó con un leve movimiento de cabeza—. ¿Quién es?

—Laura Margarita Alba. Una muchacha bellísima y encantadora. Una «rompecorazones» internacional. Tengo entendido que, a cambio de sus favores, ha reunido una buena colección de joyas. Se la suele encontrar del brazo de algún armador griego multimillonario, de un traficante de municiones u otro personaje por el estilo.

—¿Está sola aquí?

—Viene a Londres de vez en cuando a ofrecer precio por ciertas antigüedades, joyas u obras de arte en Christie y en Sotheby. Francamente, Abe, la considero un poco cara para gente como nosotros. ¿Quiere que se la presente, a pesar de todo?

—Déjeme considerar las posibilidades.

En aquel momento, Shawcross y Abe se vieron separados por un movimiento del grupo, formando parte de corrillos distintos y sumidos en charla, charla y más charla. Abe fingía escuchar y se aburría. En este instante, desde el otro lado de la sala, la mujer le sonrió directamente y le hizo un gesto con la cabeza.

Abe se dijo que tenía varias alternativas de ataque. A una vagabunda, una entretenida, una prostituta, se las debía tratar siempre como a verdaderas damas.

Con ese gran grupo que se halla a mitad de camino (la actriz conocida, el ama de casa alegre, la secretaria hipersexual, la starlet ambiciosa), había que entregarse a un juego tonto de palabras de doble sentido, de matices, de ingeniosas pompas de jabón, de promesas que no lo eran.

Pero en este caso se trataba de una dama elegante. Laura Margarita Alba era esa rara cortesana a quien los hombres obsequiaban generosísimamente para ser vistos en su compañía, considerando luego que los cien mil dólares gastados con ella eran la mejor inversión de su vida. Abe decidió intentar el juego; salió del grupito que lo tenía aprisionado y se encaminó hacia ella. La dama estaba charlando con un robusto mozo de pelo teñido color limón, mandíbula fuerte y enérgica, penetrantes ojos azules y trajes de terciopelo y encajes. Ella parecía cortésmente aburrida, y por el rabillo del ojo seguía los movimientos de Abe. Este se informó del nombre del mozo, le dio una palmadita en el hombro y le dijo que Shawcross le buscaba.

—Señora Alba —saludó luego—, soy Abraham Cady. Me gustaría acostarme con usted.

—¡Qué idea tan encantadora! —respondió ella—. Aquí tiene la llave de mis habitaciones. Harlequin Suite, en la terraza jardín del Derchester.

Abe se quedó mirando la llave, y dijo:

—Usted bromea.

—Antes de venir, he realizado mi propia labor de reconocimiento. Si no me lo hubiera pedido usted, pensaba pedírselo yo. ¿O acaso preferiría pasar unos días entre regateos y jueguecitos, antes de realizar la conquista?

—Usted es el objetivo.

—Yo le admiraba en sus tiempos de escritor.

—Muy curioso. ¿Ha sido Shawcross el que la ha puesto al corriente?

—No. Leí sus libros, y luego vi las películas. Dentro de media hora me iré. ¿Por qué no me sigue usted dentro de otra media hora? Le estaré esperando.

El joven, con el pelo teñido de color limón, irrumpió en escena.

—Para que lo sepan, Shawcross no quería verme, ni mucho menos. Ha tenido usted bastante desfachatez.

Abe dio la espalda a la bella dama para enfrentarse con el individuo, y se levantó la venda que le cubría el ojo, dejando al descubierto un cuadro feo.

—¿Quiere sacar alguna consecuencia de esto, joven? —preguntó.

El otro se marchó a toda prisa.

—¡Cielos! —exclamó Abe—. Paredes de color lavanda, alfombra lavanda, cubrecama lavanda…

—Adoro estas habitaciones. Van muy bien con mi cabello negro.

—Antes de que la levante hasta las nubes, ¿qué le parece si me invitase a una copa?

Abe fijó la mirada en la alfombra, bebió un sorbito y luego contempló la cama turca de enfrente, donde la figura de la mujer se licuaba en una cascada suave de encajes.

—¿Te importaría que te llamase Maggie?

—No, más bien me agrada.

—Bien, Maggie, no hay mayor pelma en el mundo que el hombre cargado con una historia larga y triste, y yo la tengo así. Me temo que has elegido mal acompañante. Francamente, yo debería estar con una trotacalles del Soho. No puedo permitirme un lujo como el que significas tú.

—Yo concedo mis favores por uno de dos motivos. En general es por diamantes, ya lo sabes. Mi último protector, un fabricante de aviones francés, me resultó muy poco francés, por sus excesivos celos, y me tuvo virtualmente encerrada durante dos años.

—Sí, todos tenemos nuestras cárceles de terciopelo. ¿Por qué te has fijado en mí, Maggie?

—Por supuesto, debes de saber que eres muy atractivo. Además, siento una debilidad por los escritores. Son como chiquillos necesitados de madre, y tú eres el chico más triste que haya visto en mi vida.

—¿Me tendrás abrazado toda la noche y me dirás que no me asuste, y todas esas palabras que ansiaba escuchar de labios de mi esposa?

—Sí.

—Vaya, el diálogo que sostenemos es peor que los del libro que acabo de escribir.

—Parece que los críticos nunca acaban de enterarse de que el mundo gira sobre unas pocas docenas de frases hechas. Nos pasamos la vida repitiéndonos.

—Estamos ya en 1962 —dijo Abe—, tengo cuarenta y dos años, un hijo de dieciocho y una hija de quince. Llevo cerca de veinte años casado con una mujer decente, sin ninguna condición para ser esposa de un escritor. A una persona no se le puede meter dentro lo que Dios no le dio. Mi mujer me ha decepcionado. He tenido numerosos amoríos y hace mucho tiempo que dejé de sentir remordimientos, pero sé que todos pagamos por nuestras acciones, y las mías se me echarán encima con todas las consecuencias. Por otra parte, casi no hallo satisfacción alguna en tales amoríos, porque en realidad no busco un cuerpo. Lo que estoy buscando es paz, y unas condiciones que me permitan escribir lo que verdaderamente deseo expresar. Tenía veinte años cuando escribí mi primera novela. Ayer, veintidós años después, entregué un manuscrito que era pura y simplemente basura, sin mezcla de ningún género. La poca dignidad y el poco amor propio que tuviera los rendí al escribir aquel libro. Mírame, Maggie; camisa con monograma bordado y parche en el ojo cortado a la medida. ¿Sabes? Anteayer era el Yom Kippur, el Día de Reparación, una festividad judía en que deberíamos meditar sobre nosotros mismos y nuestras vidas. Mi padre, que Dios tenga en su gloria, falleció el día del Yom Kippur. Yo le prometí una cosa, y mentí. Mira mi maldita camisa bordada.

Por la mañana era Laura la que estaba pensativa y con los ojos húmedos.

—No hay nada más exquisito que esperar una aventura —decía, mientras le llenaba la taza de café—, y nada que serene tanto como el vivirla…, siempre que una no tope con Abraham Cady. Es delicioso tener un hombre que sepa cuidar de una. Tú me lo dijiste así, al mirarme desde el otro lado de la sala, anoche, en el cóctel de sociedad.

Abe se encogió de hombros.

—Es preciso dejar en claro quién manda.

—Sólo otro hombre supo tratarme de este modo: mi marido. Yo era muy joven, tenía poco más de veinte años, y Carlos tenía cincuenta, cuando nos conocimos. Yo estaba lanzada ya a la vida alegre, de modo que pensé que el matrimonio sería algo soso, pero aceptable por la seguridad que me ofrecería. Mas el lecho se convirtió en un campo de batalla, y mi marido resultó un maestro de tácticas en esa clase de guerra. Abe, poseo una finca preciosa en Marbella, en la Costa del Sol, y tengo dos semanas libres. Deja que te mime.

—Me da reparos el ir a España —respondió él.

—Hace casi veinticinco años que murió tu hermano. Quizá fuese buena idea ir a ver su tumba.

—Parece que voy abandonando, uno tras otro, la mayoría de mis ideales. Hasta el estar con una mujer como tú es una equivocación. Compañera de negociantes de municiones, viuda de un reaccionario destacado.

—Lo sé. El odio subconsciente es lo que nos hace tan interesantes recíprocamente. ¿Sabes cómo me enteré de todo lo referente a ti? Por una actriz alemana que fue tu amante. ¡Qué perversos estremecimientos de emoción vienen del amor-odio! Cariño, he dicho «por favor». Ni siquiera será preciso que salgamos de la finca.

—Está bien, vayamos pues.

—Mañana, al mediodía, volamos hasta Madrid. Tengo un coche allí. Iremos de noche a Málaga y luego seguiremos por la costa hasta Marbella.

El corazón le dio un vuelco al oír pronunciar esos nombres españoles; la idea de ver tierra de España le produjo un estremecimiento de emoción.

—Tengo que salir —dijo ella—. Después del almuerzo se celebra en Sotheby una subasta importante de cuadros.

Abe la cogió por la muñeca.

—Telefonea y dile a alguno hasta dónde pujas. Voy a hacerte el amor.

Estuvieron un buen rato mirándose fijamente, sin que ninguno de ambos cediera.

—Muy bien —contestó ella, por fin.