—Volveré a casa temprano, amor mío —decía, por teléfono, David Shawcross a su esposa, con voz literalmente estremecida de entusiasmo.
—¿Marcha todo sin novedad, David?
—¡Todo bien! ¡Mucho mejor que bien! Acabo de recibir el nuevo original de Abraham.
Antes de una hora, Shawcross se libraba de las angosturas del asiento trasero de su «Jaguar» y pasaba a la carrera por la vera de su chófer. Lorraine le esperaba en la puerta.
—¡Mira! —exclamó él, sosteniendo en alto una caja de cartón—. ¡Recanastos!, le ha costado más de diez años terminarlo. Hubo ocasiones en que pensé que no lo acabaría nunca. Descuelga los malditos teléfonos. No quiero llamadas, no tolero ninguna interrupción.
—Todo está a punto, querido.
Shawcross tenía el sillón de lectura rodeado de cuadernos de notas, lápices afilados, tabaco, licores, una lámpara debidamente graduada, gafas especiales para leer… Apenas quitarse los zapatos, sustituirlos por unas muelles zapatillas, y estaba ya sacando un voluminoso original de más de mil páginas. En medio de la sosa y rutinaria tarea de leer, día tras día, un mes tras otro, originales mediocres, un nuevo libro de Cady representaba un regalo principesco. Lorraine no le había visto tan dichoso y excitado desde hacía años.
La escena, de Abraham Cady.
Buen rato después de la medianoche, Lorraine se sorprendió adormeciéndose en la cama, con la revista que estuvo leyendo caída en el suelo. Reinaba un silencio inusitado. Del estudio contiguo no llegaba el aleteo de una mosca. Generalmente, cuando David se encerraba en aquella habitación, si leía algo que le disgustaba se ponía a gritar sin reparos, o estallaba en carcajadas, o se desahogaba con otras sonoras reacciones, según lo que leyere. Esa noche, ni un suspiro.
Lorraine se puso una bata y se acercó a la puerta del estudio. Llamó suavemente y no obtuvo respuesta. Empujó y abrió. El sillón de cuero estaba caído, y el original leído casi por entero. David Shawcross permanecía de pie junto a la ventana, con las manos enlazadas detrás de la espalda.
—David…
El hombre se volvió. La esposa le vio pálido, húmedos los ojos. El editor retornó pausadamente a su mesa y se sentó, escondiendo la cara entre las manos.
—¿Tan malo es eso?
—Al principio no podía creerlo. No lo consideraba posible en Abraham. Iba diciéndome que se valía de un recurso, que muy pronto emergería el verdadero Cady.
—¿Qué ha pasado?
—Que tengo en las manos una obra pornográfica, de una pornografía untuosa, sucia, sin otra finalidad particular. Abraham fue siempre un escritor crudo, que soltaba lo que tenía dentro y le arrebataba a uno con su pasión. En California ha aprendido bien las lecciones. Se ha vuelto pulido, locuaz, plástico. El libro es deshonesto de pies a cabeza, pero lo trágico del caso es que se convertirá en un best-seller furibundo y cosechará una fortuna en el cine. Y los críticos graznarán de dicha… Es suficientemente obsceno.
—Pero ¿por qué? ¿Cómo pudo…?
—¿Por qué acaban todos trasladando al papel sus danzas en el colchón? El dinero es una tentación demasiado poderosa. Ahora que han conseguido levantar la barrera de toda contención moral, y que todo pasa, se refocilan públicamente bajo el disfraz de nuevas libertades y arte nuevo. No son más que una pandilla de rameras intelectuales. Y los malditos críticos son igualmente deshonestos. Ya no me importaría morir…
Shawcross cruzó el estudio y se echó en el sofá. Lorraine sabía que esa noche su marido no pegaría un ojo. Cubriéndole con un albornoz, le preguntó:
—¿Té o brandy?
—Nada, cariño.
—¿Lo publicarás?
—Por supuesto. Shawcross Limited tiene el honor de anunciar el retorno de ese notable talento que es Abraham Cady a la escena literaria…
—Abraham ha telefoneado, David. Está muy ansioso por saber tu reacción. Ha venido de Linstead Hall y desearía verte mañana.
—Sí, vale más que resolvamos esto de una vez. Llama a la oficina por la mañana y diles que trabajaré en casa.
—Se le ve fatigado —dijo Abe—; es una buena dosis, para tragársela en una sola lectura. A mí la corrección me costó tres semanas —añadió, bromeando—. Bien, Shawcross, ¿cuál es su veredicto?
El editor, sentado a su mesa, miraba a Cady. Su figura y su traje concordaban ahora con su manera de escribir… Relamido…, como copiado del maniquí de un sastre de Saville Row.
—Lo publicaremos en otoño —contestó Shawcross—. He hablado por teléfono con Nueva York para ponernos de acuerdo con el representante que tiene usted en Estados Unidos.
—¿Qué buena nueva me da?
—Personalmente, yo le aconsejo que publique cien mil ejemplares en la primera edición estadounidense. Por mi parte, pido papel para cincuenta mil.
Abe se agarró a la mesa, suspiró profundamente y sacudió la cabeza.
—¡Cielos, no pensaba que fuese tan buena!
—No lo es. No es tan buena, es tan mala.
—¿Qué?
—Usted me dijo que quería hacer tres cosas en este mundo: escribir, volar y jugar al béisbol. Por lo que a mí se refiere, no puede hacer ninguna de las tres.
Abe se había puesto en pie de un salto.
—Usted es un mojigato. Sabía que pasaría esto, Shawcross. Su problema, viejo, es que ha perdido el contacto con el siglo XX.
—Abraham, déjese llevar por el tipo de furor que le apetezca. Aplíqueme los nombres que le plazca; pero, por el amor de Dios, no trate de justificar esa porquería.
—¡Bien, nadie le obliga a publicarlo, maldita sea!
—Dado que a usted no le repugna el oficio de prostituta literaria, ¿por qué ha de importarle que yo haga el de alcahueta, en beneficio suyo?
El rostro de Abe tenía un color encendido. Su puño temblaba debajo de la nariz de Shawcross, sacudido por el deseo de aplastarla.
—¡Que me cuelguen! —exclamó luego, levantando los brazos—. ¡Sería como si pegase a mi padre!
—Me ha ofendido profundamente. Los otros autores que emprendieron ese camino no me sorprendieron, pero jamás hubiera creído que usted los imitase. Si quiere acudir a otra casa, estoy conforme, no le retendré. Le buscaré un editor joven, ansioso de ganancias, que le dirá todo lo que nos gusta oír; le hablaré de los nuevos horizontes que ha abierto usted, de lo clara y concisa que es su frase, de lo magníficamente que entreteje personajes y argumento.
—¡Basta, basta, basta! Es posible que haya exagerado un poco la nota, pero ese estilo es el que hace furor actualmente. ¡Si al menos pudiera largarme de Linstead Hall, condenación!
—No echará la culpa de ese engendro a Samantha.
—En parte, sí. En parte sí, maldita sea. Me está diciendo continuamente: «No te pongas triste, Abe, el mundo necesita unas carcajadas». Eso…, los malditos caballos y el maldito heno que comen. Si hubiese tenido una mujer dispuesta a sacrificarse, habría producido algo muy distinto. Está bien, Shawcross, me ha vencido usted; me ha tirado de espaldas. Yo tenía recelos de escribir otra obra como Los partisanos.
—Y yo estaba orgulloso de aquel libro. A los dos nos costó unas pérdidas, aunque parece que usted fue el que perdió más. Perdió el coraje, la rebeldía.
—Diablos, habla como un profesor de literatura, que el demonio se lleve. Muérete de hambre, escritor, muérete de hambre.
—Usted es un hombre asustado, Abraham; le da miedo escribir.
Abe se dejó caer en el asiento, sosteniéndose la cabeza con las manos.
—Tiene razón. Son diez años en una ciudad de pesadilla. Oh, Dios mío, ¿cómo iba a emplear mi arte? Usted está disgustado conmigo, ¿verdad?
—No puedo por menos que amar a mi propio hijo —replicó Shawcross—. Confío que le queda el espíritu suficiente para estar disgustado de sí mismo.
—Debo pasar unas semanas serenándome y meditando. Conviene que me dé el sol un poco.
—Magnífica idea.
—Telefonee a Samantha por mí, ¿quiere? No deseo enzarzarme en una discusión con ella. Samantha no comprende que a veces tengo que hacer inventario, a solas conmigo mismo. Siempre lo toma como si me propusiera huir de su presencia.
—¿Y no es cierto?
—Quizá sí. Dígale que estoy agotado de tanto escribir, y que tengo que alejarme un poco.
—De acuerdo. Esta noche doy un cóctel en Les Ambassadeurs en honor de un nuevo escritor. Habrá algunas mujeres interesantes. No se lo pierda.
—Hasta la noche, Shawcross.