CAPÍTULO XI

Hube de sufrir un terrible momento cuando de regreso a Norfolk, después de la guerra, me di cuenta de que papá y mamá habían envejecido mucho. Tenían un caminar más lento, unos lentes mucho más gruesos, el cabello más canoso, y sufrían momentos de distracción, de ausencia. Muchas veces, mamá me llamaba «Ben».

Norfolk había encogido. La ausencia hizo que la mente me jugara algunas tretas. La casa que yo recordaba tan grande y ventilada era en realidad pequeña, y mi cuarto, diminuto. Las distancias, en la población, resultaban cortas, particularmente en contraste con la inmensidad de Londres.

Samantha era como un pez fuera del agua; yo empezaba a percibir que sus esfuerzos por adaptarse al ambiente de Estados Unidos no eran totalmente sinceros. A pesar de todo, esperábamos con ilusión el momento de iniciar nuestra vida en común. Un hijo más, unos miles de dólares en el Banco, un coche nuevo. Shawcross había compuesto un libro con mis artículos de corresponsal de guerra para la United Press, y la obra halló una aceptación mejor de lo que esperábamos.

Fuese como fuere, Samantha, el niño y yo encontraríamos nuestro puesto. El Sur no contaba para nada. Los sueños de Ben no se habían hecho realidad. Se producían unas pocas agitaciones; varios centenares de miles de negros encontraban la primera oportunidad para recibir una instrucción gracias a la Ley de Derechos Civiles, y ya nunca más retrocederían al estado de cosas anterior. A finales de la Segunda Guerra Mundial, el aroma de la libertad todavía no perfumaba el aire, pero yo me daba cuenta de que iba a saturarlo durante mis días, y cuando esto ocurriese, yo volvería al Sur y escribiría glosando el hecho.

Desde el día mismo en que terminó la guerra, papá y su hermano Hyman, el de Palestina, emprendieron una búsqueda desesperada, tratando de encontrar a su padre, a dos hermanos y a más de dos docenas de familiares de quienes se había tenido noticias por última vez en Polonia, hacía entonces seis años.

Por la época en que yo regresé de Inglaterra con Samantha y el niño, se había difundido ya en parte aquella terrible historia de horrores. El pueblo de mi padre, Prodno, había sido encerrado dentro de una muralla, como un ghetto. Más tarde, acorralaron a los judíos, como a ganado, los cogieron y los asesinaron en el campo de concentración de Jadwiga.

Al cabo de un tiempo, llegaron noticias procedentes del puñado de supervivientes; unas noticias que redujeron al mínimo nuestras esperanzas. Los habían asesinado a todos: mi abuelo, el rabino de Prodno —a quien yo no había conocido—, mis tíos y otros treinta miembros de la familia.

Sólo se había librado un primo, un Cadyzynski, que luchó en una unidad de partisanos. Después del holocausto, tuvo que sufrir una odisea espantosa para llegar al único sitio del mundo que quería aceptarle: la Palestina judía. Mi primo trató de burlar el bloqueo inglés en un remolcador, pero le hicieron volver a Alemania, donde fue internado. En el tercer intento, consiguió su propósito.

En 1948, cuando se proclamó el estado de Israel, mi tío Hyman tenía tres hijos combatiendo. Uno de ellos murió luchando en la ciudad vieja de Jerusalén.

La aflicción de mi padre por el holocausto no había de abandonarle ya durante el resto de sus días.

Después de recorrer la inmensidad de América y conocer mi propio país por primera vez, me enamoré de San Francisco y del sector de la bahía. Monterrey, Marín…, todo eso. Aquello que fue como un imán para los escritores, desde Jack London a Steinbeck, Saroyan y Maxwell Anderson. Aquel era mi puesto. «Sausalito», pensé. Arriba en el monte, mirando al mar y, al otro lado de la bahía, la Samarcanda marfileña de San Francisco.

Samantha era ahora una mujer delicada, para mí. Lejos de Linstead Hall sufría mucho.

Pensé que lo mejor sería transigir un poco y empecé a buscar una finca en el Valle del Carmelo. Era un buen negocio. El valle estaba poblado de robles y encinas, y de ranchos españoles sólidos y antiguos que aislaban del calor hasta en el corazón del verano. En la costa, la tierra se hundía en un mar rugiente, junto a ribazos de flores silvestres y cipreses atormentados por el viento. El Carmelo era la creación de un artista artesano; los crujientes botes pesqueros de Monterrey y los magníficos aromas de Cannery Row parecían ponerle a uno en presencia de un relato de Steinbeck. Y todo ello quedaba muy cerca de San Francisco.

—Bien, Samantha…, ¿qué te parece?

Así, pues, yo argumentaba conmigo mismo: nadie consigue un matrimonio perfecto, ¿no es cierto? A pesar de todos sus gimoteos, la verdad es que amaba a mi esposa. Y Dios sabe que jamás albergué la idea de separarme de mi hijo.

Samantha tenía razón en una cosa. A su único hermano le mataron combatiendo en Francia. Ella era la única heredera de Linstead Hall, y después de ella, el heredero sería el pequeño Ben. Sus padres estaban cada día más viejos y hubiera sido una verdadera tragedia pensar que la tradición, dos veces secular, de Linstead Hall pudiera romperse.

¿Entiendes? Bien, la discusión conmigo mismo me lleva a alguna parte.

Concedido, no me gustan los caballos. Sólo quieren que les den comida. Además, son infieles, son capaces de soltarte una coz en la cabeza, de despedirte por encima de las orejas, y fabrican montones de estiércol. Pero, por otra parte, no tengo que dormir con ellos, ni siquiera en Linstead Hall. Pienso comprarme una motocicleta.

La idea de que Ben crezca sin conocer las bellezas del béisbol me fastidia un poco, pero a los dieciséis años será ya un aviador endiablado. No, no dejaré que Samantha me prive también de esto.

A fin de cuentas, ¿qué tiene de malo Inglaterra? Yo había llegado a quererla casi tanto como a Norteamérica. ¿Londres? Sólo es la ciudad mayor del mundo. Si hemos de decir las cosas por su nombre, la mayor parte de mis escritos nacieron en Inglaterra, y mi sueño más querido se cifra en escribir, algún día, un libro sobre Israel.

Vacilé mucho. Hubo días que me ponía furioso la idea de que Samantha tuviese derecho a decirle a un escritor dónde tenía que trabajar. Pero a la sazón recibí una llamada telefónica de mi hermana Sophie anunciando que mamá había muerto, de un ataque repentino mientras dormía. Y los tres nos fuimos rápidamente a Norfolk.

Convencí a papá de que no le convenía vivir solo en aquella casa, conversando con las paredes. Sophie se ofreció para llevárselo con ella a Baltimore, pero lo dijo sin mucho entusiasmo. Debo decir que Samantha fue una nuera muy buena. Insistió en que mi padre se fuese con nosotros a Inglaterra. En Linstead Hall había espacio de sobra, y mi padre podría tener una casita para él solo. A papá le alarmaba profundamente la posibilidad de resultar una carga, pero la proposición era más que razonable.

Al traspasar la panadería, durante la guerra, papá se dejó engañar por un par de granujas que arruinaron el establecimiento hasta llevarlo a la quiebra. El poco dinero que papá había reunido lo había gastado ya. La mayor parte lo había invertido, en el curso de su vida, ayudando a familiares y a los judíos de Palestina.

Durante un tiempo, todo marchó bien. Nos acomodamos de nuevo en Inglaterra, y yo me puse a trabajar en una novela que sería la mejor de todas las mías. Los Linstead eran una gente excelente y papá quedó erigido en el abuelo de todos.

En 1947 Samantha tuvo una niña. A mí, particularmente, me habría gustado ponerle el nombre de mi madre, pero como había elegido ya el de Ben, no me resistí demasiado. Vanessa Cady. No está mal.

A mitad de mi novela, advertí que papá empezaba a volverse religioso. Suele ocurrir a muchos judíos que se han apartado de la fe. Parece que al final todos quieren volver al judaismo. Es el círculo que se cierra.

Cuando propuse que fuera a Israel, no pudo contenerse y lloró. Yo no le había visto llorar jamás, ni siquiera cuando murió Ben, ni cuando falleció mi madre. Le aseguré que no representaba una carga para mí, pero tío Hyman tenía una casa en Tel Aviv, y le recibirían con los brazos abiertos.

Lo cierto es que las cosas no marchaban bien en Linstead Hall. No soy un granjero, precisamente. Estaba pensando en pegar fuego a la finca y cobrar el seguro; pero uno se resiste, y sigue adelante. En Inglaterra las tradiciones mueren muy despacio. ¡Bendita Madre de Dios! ¡Y yo ando con una tradición atada al cuello! De modo que pido prestado y continúo con mi novela. No me considero muy bueno por haber enviado a mi padre a Israel. Él sacrificó su vida por todos, y no lo merecía. Pero le pagué el viaje, adquirí un pisito para él y cuidé de que percibiera una renta suficiente para vivir.

Permitan que les diga una cosa. La misma pena que estaba matando a papá, me mataba a mí. Me quemaba las entrañas, me atormentaba día y noche; tenía el corazón dolorido por lo que les ocurría a los judíos en Polonia y Alemania.

Ese era el tema sobre el cual anhelaba escribir. En cuanto terminase la novela actual, saldríamos de apuros, yo me iría a vivir en Israel, y escribiría sobre ese tema. ¡Santo Dios, cómo lo deseaba! ¡Santo Dios, cómo lo anhelaba!

Mi padre murió apaciblemente, justo cuando yo terminaba mi libro. Tío Hyman escribió diciendo que después de haber visto a Israel renacido, papá pudo irse a descansar en paz.

Sobre la tumba de mi padre juré que escribiría un libro que estremeciera la conciencia del género humano.

Y entonces ocurrió lo peor. Mi novela, Los partisanos, se publicó y trajo consecuencias. Los tres años y medio que cubría y sus seiscientas veinte páginas, fueron criticados ferozmente por críticos y lectores. Abraham Cady remontaba el río embravecido sin el remo que sirve de guía.