CAPÍTULO IX

Poquito a poco fue recobrando el uso de las manos. Una venda cubría la falta del ojo. Abraham Cady era un águila tuerta y alirrota, pero un águila, a pesar de todo. Una vez licenciado y con su libro The Jug vendiéndose bien, firmó un contrato con la United Press de Londres.

Londres era un sitio vital, como el latido del corazón del mundo libre, que crecía en volumen hasta estallar sobre el continente europeo plenamente consciente de su propia importancia, y animada por las banderas de las tropas aliadas, y de los gobiernos en el exilio. El humo de las bombas incendiarias alemanas se había disipado hacía tiempo en el desmantelado centro de Londres. Las noches en el Metro habían pasado, pero aún se formaban colas, las eternas colas británicas, y había sacos de arena, barreras de globos, apagones, y luego el zumbar de las bombas voladoras.

Abraham Cady se unió a la cofradía de hombres encargados de narrar esa historia, y piénsese que por aquellos días había en Londres un grupo legendario, desde Quentin Reynolds a Edward R. Murrow, en sus nuevas misiones, desde la Embajada americana a Downing Street, la casa de la BBC y la gran arteria de la Prensa que era Fleet Street.

Los Linstead tenían desde antiguo una casita en la ciudad, en Colchester Mews, a cierta distancia de Chelsea Square. Los mews eran en otro tiempo establos, casas de carruajes y albergue de criados situados detrás de las majestuosas casas de cinco pisos que bordeaban las verdes plazas de Londres. Después de la Primera Guerra Mundial, cuando los caballos desaparecieron de la escena, los «establos» se convirtieron en barrios de casas pequeñas, que atraían de un modo especial a escritores, músicos, actores y campesinos acomodados de visita en la ciudad.

Después de una sencilla boda en Linstead Hall, Abe y Samantha se trasladaron a Colchester Mews, y Abe se puso a buscarse una parte en la guerra.

En un lugar y época en que abundaban los periodistas distinguidos, Abe Cady supo ganarse un puesto destacado como corresponsal de aviación.

A partir de aquellos inseguros días de la batalla de Inglaterra, toda Gran Bretaña se convertía en un inmenso campo de aviación. Los británicos eran dueños de la noche, y la Octava Fuerza Aérea Americana dominaba los cielos europeos durante el día, con incursiones que penetraban profundamente en Alemania e iban escoltadas por enjambres de cazas «Mustang».

Abe voló con los «Halifax», de noche, y en las Fortalezas Volantes de día, y describió una especie de guerra mágica, con unas nubéculas de humo aparentemente inofensivas, arriba y abajo de la llamada «Avenida de la Metralla», y los grandes y acelerados ballets en los combates de cazas. Hablaba de la modorra nacida del cansancio absoluto y de la canción de cuna entonada por mil motores runruneantes. Y había sangre. Un artillero de cola o del centro gravemente herido y unos hombres luchando por libertarle de su prisión, Largos chorros de humo y aves mecánicas tullidas, luchando fuera de su elemento por encontrar la tierra otra vez. Y cantos sentimentales en los bares, cantos y miradas silenciosas dirigidas a las literas vacías, de oficiales curtidos que soltaron bombas sobre destrozados parajes de Alemania entre frases animadas o indiferentes, en sus idiomas nativos. Y la vista desde el firmamento, mientras sus cargas de muerte llovían sobre unas minúsculas maquetas que eran las ciudades alemanas.

«Dentro de media hora estaremos sobre Berlín. La flota aérea ha ennegrecido el cielo como un enjambre de langostas. Estamos cubiertos por una infinidad de cazas que vuelan en línea recta, escoltando a los bombarderos.»

»Un aviso sobresaltado: “Mira, Tony, Messers a las siete en punto”.

»Debajo de nosotros, un breve y furioso combate de cazas. Un “Mustang” de morro escarlata eructa humo y baja en espiral hacia el suelo, con un “Messerschmitt” mordiéndole la cola. Nuestro chico debía de ser un novato. Los “Messers” no son contrincantes de consideración para nuestros “Mustang”. El boche hubo de ser bueno, para sobrevivir tanto rato. El “Mustang” suelta un chorro de llamas. Ha terminado. No hay paracaídas.

»Más tarde supe que era un estudiante de segundo curso de la Escuela Tecnológica de Georgia. ¿Qué pasará mañana en Atlanta, cuando llegue el cablegrama y las vidas de una docena de personas se reduzcan a un murmullo transido de dolor? Era el único hijo varón. El que había de transmitir el apellido de la familia a la generación siguiente.

»Los krauts han sido derrotados. La victoria nos ha costado cuatro “Mustang” y dos bombarderos. Los bombarderos mueren más despacio. Se estremecen de dolor, se retuercen y vuelan pesadamente. Unos hombres desesperados tiran de las capotas. Luego, la desintegración.

»Nos ponemos tensos y alerta al acercarnos a Berlín. Todos menos el copiloto, que duerme doblado en el asiento, cosa que sólo un joven conseguiría. Me invitan a que coja los mandos.

»Las manos me cosquillean de gusto cuando los cojo. Las bombas flotan pausadamente, descienden como un manto de nieve negra, y luego grandes erupciones naranjas se elevan de la ciudad atormentada.

»Me asquea mi propio entusiasmo mientras nuestra aporreada flota regresa cojeando. ¿Cómo es que el hombre dedica toda su energía y su talento a la destrucción?

»Yo soy el escritor. Lo convierto todo en una lección de moralidad. Aquí arriba somos blancos, como ángeles. Allá abajo son negros, como demonios. ¡Demonios, asáos en el infierno!

»Y luego me pregunto a quién habré matado hoy. ¿A un estudiante, como el muchacho de Georgia, a un músico, un médico, o un niño que no tuvo ocasión siquiera de gritar? ¡Qué lamentable!»

Samantha dejó el receptor y gimió con fuerza. El embarazo la tenía enferma. Había sufrido náuseas todo el día. Subió las angostas escaleras hasta el pequeño dormitorio donde Abe estaba tendido descuidadamente, agotado. Por un momento, Samantha pensó en no hacer caso de la llamada telefónica, pero Abe se hubiera enfadado de veras.

—Abe —llamó, dándole unas palmaditas en el hombro.

—¿Ehhh?

—Acabamos de recibir una llamada de Peabody, el comandante de Ala de Breedsford. Quieren que estés allá a las veintitrés horas veinte minutos.

«Lo huelo —pensó Abe—. Diez contra una a que van a por las fábricas de cojinetes de las afueras de Hamburgo. Será un espectáculo infernal». Las incursiones nocturnas resultaban más impresionantes, con sus vivos contrastes en blanco y negro. Y después de haber pasado ellos, la alfombra de fuegos encarnados en el incendio del objetivo. Abe saltó de la cama y miró el reloj. Tenía tiempo para afeitarse y bañarse.

Samantha parecía irritada y tensa. Su palidez destacaba todavía más, aquí en Londres.

—No debes llegar tarde —dijo—. Te prepararé el baño.

—No te pasará nada, ¿verdad, cariño? Me refiero a eso de salir esta noche. La incursión debe de tener una importancia tremenda, de lo contrario Peabody no me habría llamado.

—Lo cierto es que no me encuentro bien. De todos modos, has sido muy amable preguntándomelo.

—Bien, aguantemos el chaparrón —soltó en tono seco Abe.

—Preferiría que no me hablases como si yo estuviera delante de la mesa del coronel.

Abe soltó un gruñido, se anudó el albornoz y preguntó:

—¿Qué te pasa, cariño?

—Desde hace dos semanas, todas las mañanas estoy mareada, pero es cosa que hay que esperar, supongo. Para escapar del confinamiento de estas cuatro paredes, salgo a hacer cola horas y horas o bajo al Metro, salvando la vida por adelantarme a las silbantes bombas. Y después de vivir casi de desperdicios, siento una añoranza terrible de Linstead Hall. Supongo que todo ello me parecería tolerable si viese un poco a mi marido; pero tú llegas a la callada, escribes tu crónica y te quedas dormido hasta que suena el teléfono para el próximo ataque. Y las poquísimas noches que estás en Londres, pareces obsesionado por irte a tomar el aire toda la noche con David Shawcross, o por encerrarte en alguna taberna de Fleet Street.

—¿Has terminado?

—En realidad, no. Me siento terriblemente hastiada e infeliz, pero no creo que esto signifique mucho para ti.

—Vamos, piensa un poco, Samantha. Precisamente yo creo que tenemos una suerte loca. En esta guerra, que obliga a cincuenta millones de hombres y mujeres a vivir separados, nosotros gozamos de la dicha de poder estar unas horas juntos.

—La tendríamos, quizá, si tú no te hubieras empeñado en estar presente en todas las misiones de bombardeo que salen de Inglaterra.

—Es mi trabajo.

—Ah, sí; todos dicen que adoras ese trabajo. Aseguran que eres el mejor bombardero de las dos fuerzas aéreas.

—No digas tonterías. Me dejan coger los mandos alguna que otra vez, como gesto de simpatía.

—Según el comandante Peabody, no es así. Todos se consideran afortunados si la vieja águila tuerta les dirige en la ruta. Abraham el Impávido, así lo conocen en todas las esferas.

—¡Dios mío, Samantha! ¿Cómo diablos te cuesta tanto entenderlo? Yo odio el fascismo. Odio a Hitler. Odio lo que han hecho los alemanes con el pueblo judío.

—¡Abe, estás gritando!

Samantha se irguió, estremeciéndose y sollozando ante la lógica masculina.

—¡Es la soledad! —gritó.

—Cariño…, yo… Yo no sé qué decir. La soledad es hermana de la guerra y madre de todos los escritores. El escritor pide a su esposa que resista gallardamente, porque ella llegará a comprender que la capacidad de resistencia puede ser su don más excelso.

—No te entiendo, Abe.

—Lo sé.

—Bueno, no te portes como si tratases con una ignorante. Ya sabes que te ayudé a escribir un libro.

—Tú tenías manos, lo cual te hacía dueña de mí. Me poseías por completo. Cuando yo no tenía vista y gozábamos del amor, tú te sentías dichosísima, porque también entonces tenías un dominio absoluto sobre mi ser. Pero ahora ya tengo manos y ojos, y tú no quieres compartirme ni comprender cuál es tu papel en nuestra asociación. Y así seguirá siendo hasta el final de nuestras vidas, Samantha. Nuestra situación exigirá siempre, de ambos, sacrificios y soledad.

—Tienes una gracia especial para alterar las cosas de forma que yo siempre quede muy pequeñita.

—Apenas estamos empezando nuestro camino juntos, cariño. No cometas el error de interponerte entre mi tarea de escritor y yo.

Samantha regresó a Linstead Hall. Al fin y al cabo, estaba encinta y la vida en Londres no era nada cómoda. Abe le aseguró que lo comprendía, y continuó entregado a describir su guerra.

El Día D nacía Ben Cady en Linstead Hall. Su padre, Abraham, estaba escribiendo en la mesita del jefe de navegación de un B-24 «Libertador», enviado desde Italia para un ataque en masa combinado con la invasión.