«Paciencia.
Si oigo esta palabra otra vez, voy a perder los estribos. Paciencia. Eso es lo que me dicen veinte veces al día: paciencia.
Estoy tendido de espaldas, quieto como un tronco, en una oscuridad absoluta. Cuando el efecto de las drogas se disipa, los dolores en las manos me desgarran. Imagino un partido de béisbol, jugada por jugada. Soy el lanzador del Red Sox. En un partido, eliminé a toda la delantera de los Yanquis: Rizzuto, Cordón, Dickey, Keller. Dimaggio fue el último. Se lanzó a matar para salvar la reputación de los Yanquis. Yo le obsequié con una dosis tremenda de movimientos y terminé describiendo una curva lenta. Se necesita buen temple para lanzar en semejante posición. Dimaggio por poco se rompe el espinazo queriendo alcanzar aquella pelota. Nueve Yanquis, uno tras otro. Es una hazaña que se recordará en los anales del deporte durante muchísimo tiempo.
Pienso en las mujeres con las que me acosté. Teniendo en cuenta que soy joven todavía, una docena no está nada mal. Aunque de la mayoría no recuerdo cómo se llamaban.
Pienso en Ben. ¡Dios mío, cuánto lo echo de menos! ¡Qué gran triunfador soy yo! Tres cosas le pedía a la vida: jugar al béisbol, volar y escribir. A las dos primeras he renunciado, a la fuerza, para siempre. Y escribir…, ¿cómo podré? ¿Con la nariz, acaso?
De todas formas, esta gente de aquí es admirable. Me tratan como a un muñeco de porcelana. Todo lo que hago se convierte en una tarea complicadísima. Si me acompañan al cuarto de aseo y me colocan en el asiento del excusado, yo puedo resolver mi negocio, pero luego ha de haber quien se encargue de limpiarme. Ni siquiera puedo tomar puntería para orinar. Tengo que sentarme como una mujer. Es toda una humillación.
Todos los días me sacan un ratito de mi caja de momia. Por lo común, el ojo bueno lo tengo cerrado, como con goma. Cuando he logrado enfocarlo, por fin, ya me están vendando de nuevo. No me canso de decirme y repetirme que pudo ser peor. La visión cada día es menos borrosa, y empiezo a mover un poco las manos.
David Shawcross viene a verme, desde Londres, un par de veces por semana. Su esposa, Lorraine, nunca se olvida de traerme un paquetito de comida. Es tan tonta como mamá. Sé que esto le cuesta unos cupones de racionamiento valiosísimo, y procuro hacerle comprender que aquí me tratan como a un príncipe.
¡Ah, y cómo agradezco el olor de ese cigarro pestífero! Shawcross casi ha dejado de publicar por su cuenta para trabajar en beneficio del Gobierno, negociando un programa de intercambio de libros con los rusos. Sus anécdotas sobre la conducta paranoica imperante en la Embajada rusa hacen furor.
Mis compañeros vienen a verme de vez en cuando, pero esto está demasiado lejos para ellos; significa todo un viaje. La escuadrilla Eagle ha sido transferida desde la RAF a la Fuerza Aérea norteamericana. De modo que no sé qué filiación me corresponde ahora. De todos modos, no sirvo de mucho a nadie.
Transcurre un mes. Paciencia, me dicen. ¡Jesús, el odio que me inspira esa palabra! Pronto iniciarán los injertos de piel.
Entretanto, ocurrió una cosa, y desde entonces los días no me parecen tan largos, ni tan malos. Ella se llama Samantha Linstead, y su padre es un hacendado dueño de una finca, viejo patrimonio familiar, en las colinas de Mindip, no lejos de Bath. Samantha tiene veinte años y es ayudante voluntaria de la Cruz Roja. Al principio venía a efectuar tareas corrientes, como escribir las cartas que yo le dictaba y limpiarme el sudor. Nos aficionamos a charlar unos buenos ratos y al poco tiempo me trajo su fotografía, unos discos y un aparato de radio. Solía pasar buena parte del día en mi cuarto, dándome la comida, sosteniéndome el pitillo y leyéndome muchas cosas.
¿Puede un hombre enamorarse de una voz?
No la he visto ni una sola vez. Ella viene siempre después de la cura de la mañana. Sólo conozco de ella su voz, y ahora me paso la mitad del tiempo imaginando qué figura tendrá. Ella insiste en asegurarme que es una chica muy corriente.
Una semana después de que empezara a venir, estuve en condiciones de dar cortos paseos por el terreno del hospital, contando con ella como guía. Y entonces Samantha se aficionó a acariciarme suavemente, más y más».
—Enciende, Sam —dijo Abe.
Samantha estaba sentada junto a la cama, sosteniendo el cigarrillo con cuidado mientras él daba chupadas. Apagada la colilla, ella introdujo la mano por la abertura de la chaqueta del pijama y le acarició el pecho con las puntas de los dedos, tocándole apenas.
—Sam, estuve meditando. Quizá sería mejor que no vengas a verme nunca más —dijo él. La mano de la muchacha se retiró bruscamente—. No me gusta la idea de que acaso inspire compasión a algunas personas.
—¿Te figuras que yo vengo por compasión?
—Uno se pasa el día entero y toda la noche tendido, a oscuras, y el pensamiento es capaz de jugarle una treta. Empiezo a tomarme las cosas más en serio de lo que debería. Tú te has portado admirablemente conmigo y no debes ser víctima de mis fantasías.
—Abe, ¿no comprendes lo inmensamente bien que me siento en tu compañía? Quizá cuando nos veamos no me quieras, pero por el momento no deseo que cambie nada. Y no te librarás de mí tan fácilmente; la verdad es que no estás en condiciones de hacer gran cosa para evitarlo.
El coche de Samantha penetró en el paseo circular de Linstead Hall. Los neumáticos dejaron su huella en la gravilla y luego se pararon delante de una casita de campo de un par de siglos de antigüedad.
—Te presento a mamá y a papá —dijo ella—. Ese es Abe. No podéis ver gran parte de su persona, pero en las fotografías resulta bastante guapo.
—Bien venido a Linstead Hall —dijo Donald Linstead.
—Perdonen por los guantes —respondió Abe, levantando las vendadas manos.
La muchacha le guio con cuidado por una arboleda hasta encontrar un lugar mullido en un prado desde el que se veía la casa, y se puso a describirle la escena.
—Percibo un olor a vacas y caballos, y a toda clase de flores. Debe de ser muy hermoso este paisaje. Pero no distingo una flor de otra por el aroma.
—Hay brezos y rosas, y de las turberas se levantan unas llamas.
«¡Oh, Abe! —pensaba ella, entretanto—. ¡Cómo te quiero!»
En la tercera visita a Linstead Hall, la familia recibió la feliz noticia de que a Abe le quitarían el vendaje del ojo unas cuantas horas cada día.
Durante el paseo, Samantha parecía un tanto arisca. En la oscuridad, las sensaciones adquieren una fuerza enorme. El tono de su voz era diferente; tenía una vibración tensa.
El día había sido largo, y Abe estaba cansado. Del pueblo vino un enfermero a bañarle y cambiarle. Luego se tendió en la cama, refunfuñando por tener las manos agarrotadas. Paciencia. ¡Ah, poder afeitarse, poder sonarse la nariz, poder leer!
¡Poder ver a Samantha!
Oyó que la puerta se abría y se cerraba, y, por la manera de girar la empuñadura, adivinó que era Samantha.
—Espero no haberte despertado.
—No, estaba despierto.
El lecho se hundió con el peso de la joven, que se había sentado a su vera.
—Será un gran día, cuando te quiten las vendas de los ojos. Del ojo, quise decir. Has sido muy valeroso.
—¡Cómo hubiera podido portarme de otra manera! Bien, sabemos ya qué es la humanidad, no cabe duda.
Abe oyó los leves sollozos que ella procuraba ahogar. Quiso alargar el brazo y tocarla, como lo había anhelado centenares de veces. ¿Qué tacto tendría? ¿Serían sus senos grandes o pequeños? ¿Tendría el cabello suave, los labios sensuales?
—¿Por qué diablos lloras? —inquirió.
—No lo sé.
Y lo sabían ambos. De una manera triste y rara, habían vivido una experiencia única, una experiencia que tocaba a su fin, y ninguno de los dos sabía si iba a ser un fin definitivo, o el punto de arranque de otras vivencias. Samantha tenía miedo de ser rechazada.
La muchacha se tendió al lado de su amado, como solían hacer después de un paseo, apoyó la mejilla sobre su pecho y luego le prodigó unas caricias que eran como susurros.
—He hablado con el médico —dijo al cabo de unos instantes—. Me ha asegurado que todo quedará bien.
Samantha le abrazó con ternura y pasión a la vez. ¡Ah, fantasías de la oscuridad! Hasta la menor sensación era increíblemente vívida: las suaves caricias, el delicado roce de los pies, el contacto tibio del pelo de la muchacha… Samantha aún lograba dominarse, cuando Abe sucumbió ante ella.
Luego, a los comentarios sobre el futuro, sobre cuestiones importantes y trivialidades, siguieron las tiernas frases de amor. Ambos saboreaban con delicia aquellos momentos de intimidad.