«Desde la época de los sucesos de Munich, papá hizo todo lo posible por sacar de Polonia a nuestros parientes; pero no lo consiguió. Además de su padre y dos hermanos, tenía allá unos treinta familiares más, entre tíos, tías y primos. Y luego, Alemania atacó a Polonia. Fue una pesadilla. Cuando la Unión Soviética se apoderó de la parte oriental de Polonia, en donde se hallaba la ciudad de Prodno, respiramos más descansados durante un corto tiempo. Esta esperanza murió al atacar Alemania a Rusia y caer Prodno en manos alemanas.
La actitud de papá cambió entonces. La muerte de Ben y el miedo por la suerte de sus familiares le convirtieron en un militante. Yo sabía que la decisión de irme a la guerra sería terrible para mis padres, pero no podía esperar.
En otoño de 1941 me alisté en la Royal Canadian Air Force, a fin de pasar a Inglaterra y unirme a la escuadrilla Eagle, de voluntarios americanos. Lo mismo que la escuadrilla Lacalle, de Ben, era este un grupo compuesto por gente como Hall Bent, Blakealee, Genile, Chesley Peterson y muchos otros que se hicieron famosos como pilotos de caza. Lo chocante era que muchos habían sido eliminados del cuerpo aéreo norteamericano como inútiles para volar.
Papá protestó débilmente, diciendo que Norteamérica estaría en guerra muy pronto; por lo tanto, ¿a qué marcharme ya fuera en busca de camorra? Mamá atacó más a lo vivo. Temía acabar perdiendo a los dos hijos que tuvo. Por fin cedieron. Papá se confesó orgulloso de mi decisión, y mamá dijo algo por este estilo:
—Ándate con cuidado, hijo; no quieras ser un héroe.
Cuando me despedí de ellos con un beso y subí al tren para Toronto, me hallaba bastante asustado. Unos meses después de haber iniciado mi entrenamiento como piloto de un “Spitfire”, Estados Unidos sufría el ataque de Pearl Harbour».
19 de agosto de 1942
Siete mil comandos, entre canadienses y británicos, se desparramaron por la playa de la ciudad veraniega de Dieppe en una incursión de reconocimiento para poner a prueba las defensas costeras alemanas.
Unas tropas de ingenieros, avanzando detrás de la infantería, alcanzaron y anularon cierto número de cañones alemanes, pero la operación se halló muy pronto en grave peligro. Uno de sus flancos fue atacado por una flotilla alemana; en el centro, los tanques canadienses toparon con la muralla del Atlántico, y, después, el contraataque alemán convirtió la incursión de un desastre.
Arriba, una nube de «Spitfire» y «Messerschmitt» se revolvía furiosa en una lucha cuerpo a cuerpo, mientras otros aparatos aliados venían, volando más bajos, para cubrir el desastre de la playa. Entre ellos se encontraban las «Águilas Americanas», en las que volaba el piloto de veintidós años Abraham Cady, en su quinta misión.
Cuando los aviones se iban quedando sin carburante o municiones, daban la vuelta, regresando a Inglaterra para repostar y volver al combate. Abe regresó a Dieppe en su tercera salida del día, mientras la fuerza aérea trataba desesperadamente de parar el contraataque alemán.
Volando a ras de las copas de los árboles, daba una pasada tras otra sobre una compañía alemana que salía a rastras de la espesura. Estando las comunicaciones generalmente cortadas, y las escuadrillas dispersas por todo el cielo, cada vez resultaba más difícil el avisar a los compañeros en peligro. Cada uno tenía que valerse por sí mismo.
Abe descendía en picado hacia un puente para limpiarlo de enemigos, cuando un trío de «Messerschmitt» se le echó encima, saliendo de su escondite tras una nube. Abe se alejó sorteándolos hábilmente, y creía estar ya libre de riesgos cuando su aparato se estremeció violentamente bajo el impacto de un chorro de balas de ametralladora. La sacudida de los mandos estuvo a punto de arrancarle los brazos de sus articulaciones, y el aparato empezó a voltear. Abe logró hacerse nuevamente con el control, pero el avión se desviaba locamente, lo mismo que un planeador en una tormenta de viento.
«¡Oh, Jesús mío crucificado! Me han destrozado la cola. ¿Abandono el aparato? No, cielos, en el agua no. Volvamos el morro hacia Inglaterra. ¡Dios mío, dame treinta minutos más!»
Abe encarriló su tambaleante avión por encima del canal, en dirección a Inglaterra. Faltaban quince minutos para aterrizar, cuando…
—Zenith, Zenith, aquí Perro Dos, en alerta urgente. Me han dado.
—Hola, Perro Dos. Aquí Zenith. ¿Qué planes tienes?
¡Maldito puerco!
Detrás de Abe apareció un «Messerschmitt». Utilizando hasta el último átomo de energía, Abe levantó el morro de su aparato para arriba, de modo que el avión quedase parado. El pasmado alemán no tuvo tiempo para imitar la maniobra, y pasó por debajo. Abe esperó a que surgiera delante y apretó los gatillos.
—¡Blanco! ¡Hice blanco!
«Continuemos. Dios sea loado, la costa de Inglaterra… ¡Cielos, no puedo conservar la altitud! Calma, avión mío, calma, que me estás arrancando los brazos…»
Abe trazó un arco muy cerrado sobre tierra firme.
—Hola, Perro Dos, habla Pembroke. Ahora lo vemos. Le aconsejamos que abandone el aparato.
—No puedo. Estoy demasiado bajo para saltar. Tendré que aterrizar.
—Vía libre para el aterrizaje.
Las sirenas de Pembroke entraron en ruidosa actividad. Furgonetas de bomberos, una ambulancia y un pelotón de rescate se acercaron al rectángulo contiguo a la pista, mientras el pájaro caía en barrena.
—Pobre diablo, en verdad que ha perdido el control.
—Aguante ahí. Dé un tirón.
«Chico, no me gusta este ángulo. No me gusta nada, nada. Vamos, amigo, ponte en línea con esa pista. Así, como los niños buenos. Ahora no te apartes».
Trescientos metros, doscientos…, parar los motores, deslizarse, deslizarse…
—¡Mira cómo vuela ese muchacho!
«Acércate, suelo, deja que te sienta. Vaya… ¿Acaso esa sensación…? ¡Jesús, el condenado aparato de aterrizaje se ha estropeado!»
Abe subió el aparato de aterrizaje y dejó que el avión se posara sobre la barriga. El «Spitfire» se desvió fuera de la pista dejando un rastro de chispas voladoras. En el último instante consiguió sortear un barracón y puso rumbo hacia el bosque, acabando por hacer alto, como pudo, entre los árboles. Las sirenas bramaban furiosamente, precipitándose hacia él. Abe echó la capota para atrás y salió arrastrándose sobre un ala. Tras un instante de silencio total, hubo una terrible explosión seguida de una columna de llamas.