CAPÍTULO III

David Shawcross era más que un impresor; era un editor de proporciones legendarias que dirigía una empresa personal. Había salido de las filas de la dinastía editorial inglesa, donde empezó como botones a cinco chelines semanales, hasta llegar a redactor jefe en un período de dos decenios.

A los veintiún años, Shawcross ya era jefe de la sección de publicaciones populares, aunque con la mezquina paga de treinta chelines semanales. A fin de subsistir, hacía picardías como compendiar los originales que recibía de otros editores.

David Shawcross sobrevivió a todo esto gracias a su extraordinario talento de redactor. No quiso convertirse en un paniaguado de la empresa, aunque le nombraron para la junta directiva.

Shawcross se marchó cuando le pareció oportuno.

La nueva firma que fundó él, raras veces publicaba más de una docena de libros al año, pero cada uno encerraba un mérito especial y parecía que una vez al año, al menos, alguno de sus libros entraba en las listas de los más vendidos. Los buenos escritores se sentían atraídos por aquella casa debido a la reputación de editorial selecta que tenía, y con el deseo de poder decir que su editor era Shawcross.

Como jefe de una empresa pequeña, Shawcross tenía que mantenerse a flote descubriendo talentos nuevos, lo cual no sólo requería un olfato muy fino, sino un interminable indagar. Los escritores americanos eran los más populares del mundo; mas él no podía competir con las grandes firmas británicas que se los reservaban. Él luchaba de otro modo.

Mediante un astuto análisis, sabía que los grandes editores americanos estaban atados a la noria del trabajo, de tal modo que les quedaba muy poco tiempo, o ninguno, para buscar y desarrollar talentos nuevos, y, además, que ninguna casa de publicaciones norteamericana poseía un sistema adecuado para informarse de los originales no solicitados o para cultivar un talento prometedor.

Los editores antiguos se consumían examinando originales de los escritores ya conocidos y, por añadidura, con una serie determinable de conferencias de venta, realización de contratos, travesías por un mar de cócteles de sociedad, actuaciones como oradores, asistencia a las funciones teatrales de Broadway que se consideraban de rigor, y agasajando a figuras del momento. En cuanto a los editores jóvenes, casi no podían hacer nada para sacar adelante un original prometedor. Además, la recargada atmósfera de Nueva York solía conducir generalmente a la ingestión de dos o tres aperitivos a la hora del almuerzo, disolviendo de este modo todo deseo de ocuparse de originales inéditos, fruto de autores desconocidos. David Shawcross comentaba que la publicación de obras era el único negocio del mundo que no hacía nada por perpetuarse a sí mismo. Todos los editores contaban anécdotas de cómo habían dejado escapar libros de gran venta posterior, principalmente por pura estupidez.

En todos los montones de repudiados había siempre un libro publicable, o un escritor en potencia necesitado de una mano que le ayudara a «cruzar la línea». Por ello, Shawcross hacía un viaje anual a Norteamérica y escarbaba cuanto podía. En unos diez años descubrió media docena de escritores americanos nuevos, entre ellos al sensacional negro James Morton Linsey, que pasó a ser una figura literaria de primera categoría.

El manuscrito de Abraham Cady reposaba en la mesa de un agente literario un día que este recibió la visita de David Shawcross. El agente lo había aceptado por recomendación de uno de sus escritores, redactor del Virginia Pilot en el que Abe trabajaba como comentarista de aviación. El libro había sido rechazado siete veces, por siete motivos diferentes.

Aquella noche, en el Algonquin Hotel, Shawcross se improvisó un respaldo con media docena de almohadas, situó la lámpara y organizó una verdadera exposición de tabaco. Se colgó las gafas en la punta de la nariz y apoyó sobre la barriga las azules cubiertas del original. Mientras iba volviendo las páginas sembraba cenizas por toda la parte delantera de su persona. Era un fumador distraído de cigarros puros que solía dejar huellas reveladoras en forma de cajas de cerillas, cenizas, agujeros en la ropa y algún que otro repentino haz de llamas en una papelera. A las cuatro de la mañana cerraba el original de Los hermanos, de Abraham Cady. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

Abe aspiró profundamente cuando entraba en el vestíbulo del Algonquin Hotel, aquel famoso y artesonado cenáculo de escritores y actores. Con voz entrecortada, preguntó por las habitaciones de míster Shawcross.

Poco después llamaba a la puerta del número 408.

—Entre, por favor.

Un inglés rollizo, de mejillas encarnadas, que vestía elegantemente, le cogió el impermeable, y lo colgó.

«¡Caramba, si no es más que un muchacho!», pensó, dejándose caer en una silla de alto respaldo.

Luego colocó el manuscrito abierto sobre la mesita de café, delante de él, y se puso a volver una página tras otra, dejando caer algunas cenizas, que sacudía con la mano. Por fin, volvió la vista hacia el joven sentado en el ángulo del sofá y se quitó las gafas con gesto pausado.

—En este mundo hay un millón de escritores posibles por cada escritor reconocido —le dijo—. Y ello se debe a que son demasiado tercos y están demasiado enamorados de sus propias palabras para escuchar a otros. Bien, creo que esto que tenemos aquí es una auténtica promesa, pero reclama todavía mucho trabajo.

—He venido a escuchar, míster Shawcross. Procuraré no ser terco, aunque quizá lo sea sin pretenderlo.

Shawcross sonrió. Cady tenía sus opiniones propias, sin duda alguna.

—Me pasaré unos días trabajando con usted. Lo demás quedará de su cuenta.

—Gracias, señor. El periódico me deja algún tiempo libre, si lo necesitamos.

—Voy a advertirle una cosa, joven Cady, y es que esto que le dije lo he probado muchas veces, pero pocas resultó bien. La mayoría de escritores se resisten a la crítica, y aquellos que la soportan y parecen comprender lo que quiero indicarles, suelen carecer de habilidad suficiente para asimilarlo y convertir su obra en material publicable. Resulta en verdad difícil, muy difícil.

—Es mejor que crea usted que voy a conseguirlo —respondió Abe.

—Muy bien, he reservado una habitación para usted en el fondo del pasillo. Deje allá sus cosas e iniciemos la tarea.

Fue una experiencia magnífica para Abraham Cady. David Shawcross exhibió las virtudes que le hacían uno de los mejores editores del mundo. No se trataba de que escribiera él a través de la pluma de Cady, sino de sacar a relucir lo mejor de este. El arte narrativo básico era la clave que la mayoría de escritores nunca aprenden. Subir al héroe a un árbol y cercenar la rama que lo sostiene. La gracia de cortar un capítulo en el punto en que resulta más deliciosamente intrigante. Extenderse en exceso, que es la plaga terrible de los escritores noveles. Quedarse corto, resolviendo en dos líneas una situación que daría de sí para varios capítulos. Está muy bien que el escritor dé lecciones, con tal de que las dé muy sutilmente pero no hay que permitir jamás que un discurso interfiera la corriente de la narración.

Y el recurso maestro que pocos novelistas conocen: un novelista debe saber qué dirá en el último capítulo, y de una u otra manera, ha de orientar su marcha hacia ese último capítulo. Son innumerables los escritores que empiezan con una idea buena y la desenvuelven bien en el transcurso de los primeros capítulos, pero luego se desmoronan porque no recuerdan ya dónde estaba la cumbre de la montaña al empezar.

Transcurridos tres días, Abraham Cady había escuchado con gran atención e interrogado humildemente. Entonces regresó a Norfolk y se puso a rehacer su libro. Esto es lo que diferenciaba a los autores consumados de las promesas, le había dicho Shawcross, el rehacer una y otra vez lo escrito.

Cuando un joven se hace a la vela por el mar de la literatura, está solo y sabe muy poco de vientos, mareas, corrientes y tempestades. Hay muchas cuestiones que sólo se solucionan a fuerza de perseverancia. Y Abraham Cady volvió a vivir la tremenda experiencia, la espantosa soledad, el agotamiento, los pocos momentos de alborozo. Y terminó definitivamente el libro.

—Abe —le llamó Morris por teléfono—, hay un cablegrama para ti.

—Léalo, papá.

—Muy bien. Dice: «Original recibido y leído. Muy bien. Me complacerá publicarlo inmediatamente. Saludos y felicitaciones. David Shawcross».

Los hermanos, de Abraham Cady, tuvo una acogida excelente en Inglaterra. El viejo Shawcross había hallado otro de sus «noveles». Era un relato sencillo; el autor no estaba tan pulido todavía como hubiera sido de desear, pero su obra llegaba al corazón. En la novela, Cady aseguraba que estallaría una guerra enconada, debido a que los aliados occidentales no habían apoyado a los republicanos españoles. El precio de este error diplomático se pagaría con la vida de muchos ingleses, franceses y americanos.

En América, publicó Los hermanos una firma que anteriormente la había rechazado, so pretexto de que no decía nada importante, y que ahora recibió un aplauso tanto mayor cuanto que se publicó en vísperas de la Segunda Guerra Mundial.