CAPÍTULO II

«No nos enteramos, por telegrama ni por nada parecido, de que habían matado a mi hermano. Recibimos una carta de uno de sus compañeros de la escuadrilla Lacalle, grupo de voluntarios americanos que volaban por la España republicana. Unos eran mercenarios; otros, no; algunos, como Ben, eran liberales sinceros. Era una pandilla heterogénea. De todos modos, parecía más bien raro que la carta se compusiera principalmente de argumentos sobre la causa por la cual había muerto Ben y de afirmaciones según las cuales los aviadores eran unos cobardes.

Ben pilotaba un “Chato” biplano, ruso. Era un modelo anticuado, y se veían siempre superados en número por los enjambres de “Heinkel” alemanes y “Fiat” italianos. En aquella misión particular, Ben había derribado un bombardero “Junker”, cuando se enzarzaron en una caza mutua. La carta decía que fueron derribados tres americanos por treinta y cinco “Heinkel”.

La muerte de Ben nos fue confirmada más tarde por un individuo que vino a vernos en Norfolk y que había sido uno de los voluntarios del Batallón Lincoln, en la Brigada Internacional. A este lo hirieron, perdió un brazo, y lo enviaron a Estados Unidos como agente de reclutamiento.

Cuando se supo que Ben había muerto, todos los parientes de Baltimore vinieron a vernos, así como los antiguos amigos de Church Street. La casa estaba llena día y noche.

También había otras personas; profesores, entrenadores y condiscípulos de Ben, y también unos cuantos vecinos, algunos de los cuales no nos habían dirigido la palabra, ni habían puesto los pies en nuestra casa hasta entonces. Hasta vinieron dos sacerdotes (un ministro baptista y un cura católico) a visitar a mamá y a papá. Papá siempre hizo donativos a todas las iglesias, a nombre de la panadería.

Durante las dos primeras semanas, mamá no paraba de guisar. Decía repetidamente que los visitantes no debían pasar hambre. Pero todos sabíamos que trabajaba para gastar las energías y estar ocupada, a fin de no tener ocasión de pensar en Ben.

Luego se derrumbó y hubo que administrarle sedantes. Ella y papá fueron a tomarse un largo descanso a casa de Sophie, en Baltimore, y luego a los Catskills y a Miami. Pero cada vez que regresaban a Norfolk era como si hubieran entrado de nuevo en un mausoleo. Solían irse al cuarto de Ben y se pasaban horas enteras sentados, mirando sus retratos de colegial y sus trofeos, y leyendo y releyendo sus cartas.

No creo que fuesen ya nunca más los mismos, después de la muerte de Ben. Parecía que empezaron a envejecer el día mismo que supieron la noticia. Es chocante; hasta entonces nunca se me ocurrió pensar que mis padres envejecieran.

Unos comunistas amigos de Ben vinieron a casa y dijeron a papá y mamá que la muerte de Ben no había de ser en vano, y les persuadieron de que asistieran a una reunión en favor de la España republicana, en Washington. Yo fui con ellos. Los oradores hicieron el panegírico de Ben, y ensalzaron a papá y a mamá por haber dado un hijo a la causa liberal. Los tres comprendimos perfectamente que no hacían otra cosa que aprovecharnos para sus fines, y no acudimos a ninguna otra reunión de aquella especie.

Creo que mi hermano Ben ha sido la persona más importante de mi vida. Recuerdo muchas cosas de él…

La empresa Hale tenía una gran embarcación que transportaba a cuarenta o cincuenta personas. Podíamos alquilarla por quince dólares al día, reunir un buen grupo y remontar el Chesepeake. Aunque yo era el hermano menor, Ben siempre contaba conmigo. El primer vaso de whisky lo bebí en una fiesta del colegio. Y me mareé como un demonio.

En el fondo del patio de mi casa teníamos un garaje, y sobre el garaje había un pequeño apartamento. Los propietarios anteriores de la casa tenían a un matrimonio de negros en dicho apartamento. Pero a mamá le gustaba hacer las tareas domésticas por su propia mano, y sólo tenía una mujer de la limpieza una vez por semana, de modo que nosotros usábamos el apartamento como una especie de escondite.

Cuando Ben era piloto, solía jugar al béisbol como semiprofesional en el antiguo League Park, alineado en el Clancy de Norfolk. Amigos, jamás olvidaré el día que marcó dos tantos contra el Red Grange, de visita en All-Stars y cortó a los del Grange en tres o cuatro ataques a campo abierto. Ben era, realmente, un tío formidable. La mayoría de los chicos cortejaban a las muchachas en Mayflower Drive, a orillas del río Lafayette, pero nosotros teníamos el apartamento y, claro, armábamos unas fiestecitas morrocotudas.

El solar contiguo al garaje era bastante grande y nos lanzábamos pelotas altas y rasas el uno al otro. Utilizando el costado del garaje como parapeto de detención, Ben me enseñó a arrojar la pelota. Pintó la figura de un bateador en la pared y me hacía tirar contra él hasta que el brazo casi se me entumecía. Tenía, en verdad, mucha paciencia.

Solía apoyar la mano en mi hombro y discutía de béisbol conmigo. Cuando Ben me tocaba, era como si me tocase Dios.

—Mira, Abe —solía decir Ben—, tú no vas a deslumbrar a nadie con tu velocidad, ni les harás saltar fuera de la base, de modo que debes tirar utilizando esa buena cabeza judía que tienes.

Y me enseñó una variedad de curvas lentas, cambios de altura y deslizamientos. En aquellos días, a un deslizamiento le llamaban una pelota “con efecto”. En fin, Ben me enseñó a ser un verdadero lanzador de pelota con bastante pimienta en los tiros rápidos para tener al bateador en forma. Nunca fui un pitcher arrollador, pero me enseñó lo suficiente para ser primer string del Maury High y conseguir una beca en la Universidad de Carolina del Norte. A menudo jugábamos hasta el oscurecer, y luego continuábamos bajo las luces de la calle.

Había una pista de aviación, de lo más rústico y simple, allá en el punto en que Granby Street doblaba el recodo próximo al cementerio, en la esquina de Dead Man’s, camino de la playa y a la vista del océano. Todo el sector estaba poblado de fincas pequeñas, a las que uno se acercaba pisando las mismas turbas. En la actualidad, todo aquello forma parte de la base aérea naval, pero todavía quedan un par de los antiguos edificios. Sea como fuere, había unos grandes almacenes judíos formidables, propiedad de un tal Jake Goldstein, que era un gran admirador de Ben y poseía un par de aeroplanos. Uno de ellos, un “Waco Taperwing”, era un aparato capaz de saltarle a uno los dientes de tanta trepidación, pero se podían hacer verdaderos malabarismos con él. Ben empezó a volar con el “Waco” y yo empecé a rondar inquieto por el campo.

Exceptuando a míster Goldstein, Ben era el único piloto judío, pero todo el mundo le respetaba. Se parecía mucho a ellos. Ya sabe, pertenecía a un linaje aparte, de modo que el ser judío no importaba, con lo cual no tuvimos que sostener de nuevo una serie de peleas.

Jake Goldstein patrocinó a Ben en un sinfín de competiciones aéreas, y mi hermano solía ir por las ferias, paseando gente en el avión y divirtiéndola con vuelos acrobáticos. Cuando estaba fuera, yo hacía encargos para los pilotos; luego empecé a desmontar motores, y de vez en cuando lograba una recompensa; un paseo en avión.

Ben solía confiarme a veces la palanca de mando; me enseñó a volar, como me había enseñado lo demás. Pero cuando no estaba él, algunos de los otros me zarandeaban de lo lindo. Sé que lo hacían en broma, nada más, pero empezaban a rizar el rizo, a darle tumbos al aparato, y no paraban hasta que me veían a punto de perder el sentido. Yo bajaba de la cabina tambaleándome, corría hacia el cuarto de aseo y echaba hasta la última papilla.

Había un antisemita en el grupo, un tipo llamado Stacy. Un día, no estando Ben, me dio tantos tumbos y sacudidas, en un vuelo acrobático, que acabé por desmayarme. Otros pilotos le contaron la aventura a mi hermano, con lo cual él y yo nos pusimos a la tarea calladamente. Ben me enseñó todas las tretas habidas y por haber.

Luego, un día Ben dijo:

—¡Eh, Stacy! ¿Por qué no montas con Abe para un vuelo? Yo creo que ya casi está a punto para pilotar solo; quizá sería mejor que lo examinases tú, y no yo.

Stacy picó el anzuelo. Subimos al “Waco” de cabinas gemelas, pero lo que él no sabía era que sus mandos estaban desconectados.

Ben hizo salir a todo el mundo a contemplar la escena. ¡Pop! ¡Fias! ¡Zam! ¡Le di su ración al canalla de marras! Tumbé el aparato de espaldas y lo hice descender en barrena casi hasta la misma pista y luego lo hice remontar tan de repente que la presión que resistía se elevó hasta el triple de la gravedad, en el mismo límite. Entonces volví la cabeza y pensé que Stacy se iba a ensuciar los pantalones. De todos modos, seguí con el juego hasta que me pidió que aterrizase. Entonces le obsequié con una propina: unos cuantos rizos más.

Stacy no salió nunca más a la pista de despegue.

Yo era el piloto más joven de todo el grupo, y todo marchó bien hasta que tuve que hacer un aterrizaje de emergencia en un campo de maíz, un día en que se me paró el motor. El aparato fue bajando hasta dar contra el suelo, levantándose de cola por el golpe, pero no sentí miedo alguno. El miedo me vino al salir de la cabina. Entonces me puse a llorar, suplicando:

—¡Por favor, no se lo cuenten a papá y mamá!

Tenía el cuerpo magullado de veras y conté una mentira muy gorda, diciendo que me había caído del tejado del garaje. Pero ellos se enteraron de la verdad por boca de un agente de seguros y de los investigadores.

¡Qué furioso estaba papá, Jesús mío!

—¡Si quieres romperte esa maldita cabeza que tienes, Ben, por mí de acuerdo; pero que te lleves a un muchacho sensato, como Abe, y lo conviertas en miembro de la pandilla, eso te lo prohíbo!

Mi padre, Dios le tenga en su gloria, apenas prohibió nada en toda su vida. La suya fue la primera tahona del sindicato sin huelgas ni derramamiento de sangre, gracias, precisamente, a que era un liberal. Los otros propietarios de panaderías estaban decididos a lincharle, pero papá no era hombre que se asustase fácilmente. Además, fue el primero que contrató a un obrero negro. Es posible que mucha gente haya olvidado el coraje que se precisaba para dar un paso así por aquellos días.

En fin, después de aquello no seguí volando mucho tiempo. No lo hice hasta que Ben murió en España. Entonces tuve que volar, y papá lo comprendió.

Creo que lo que más recuerdo de mi hermano Ben son aquellos días lejanos en que nos marchábamos de correría por los alrededores. A veces nos íbamos a las charcas que había detrás del colegio J. E. B. Stuart, a pescar ranas. Allí siempre había chiquillos del Hogar Turner y organizábamos unas carreras de ranas. O me iba a jugar a las canicas en la callejuela de Old Bush. Era lo único en que aventajaba a Ben.

Lo mejor de todo eran los ratos que pasábamos a orillas del río. Nos levantábamos temprano, íbamos en bicicleta hasta los muelles y comprábamos una sandía por diez centavos. Las vendían baratas a los chicos, porque se habían partido al descargarlas.

Luego corríamos hasta el río. Yo colocaba el perro en el cesto del manillar y Ben llevaba la sandía en el suyo. Nos sentábamos junto a la orilla y poníamos la sandía a refrescar en el agua, y mientras se refrescaba nos íbamos a un pequeño embarcadero a pescar cangrejos de río. Atábamos un trozo de carne pasada a una cuerda y lo sosteníamos en la misma superficie del agua. Cuando venía un cangrejo a cogerla, Ben lo sacaba con una red. Aquellos cangrejos eran muy tontos.

Mamá no se sometía por completo a la tradición hebrea, en cuestión de cocina, pero no nos permitía que trajésemos cangrejos a casa. Con lo cual teníamos que guisarlos en la misma orilla acompañándolos con una mazorca de maíz o una patata. Luego nos comíamos la sandía para postre, nos tendíamos en la hierba y nos solazábamos mirando al cielo y charlando de nuestras cosas.

Hablábamos mucho de béisbol. Todo esto era mucho antes de que Ben empezase a volar. Los dos sabíamos el promedio de tantos de todos los jugadores de primera división. Por aquellos tiempos había jugadores de verdad. Mis ídolos eran Jimmy Fox y Cari Hubbel. A veces Ben se dignaba leer un cuento que yo estaba escribiendo.

Comíamos tanto entonces, que después teníamos dolor de barriga; mamá se enfadaba porque no cenábamos.

Hasta que fuimos mayores nos gustó corretear juntos cerca del río. En una de tales salidas, Ben me dijo por primera vez que se uniría a los comunistas: “Es algo que papá no entendería nunca. Cuando era joven, él hizo las cosas a su modo. Se marchó de casa para trabajar en las marismas de Palestina. Pues bien, yo no puedo hacer lo mismo que él”.

Ben sufría por la gente de color y creía que la única solución estaba en el comunismo. Solía hablar del día en que imperase la igualdad, en que muchachos como Gibson y Satchel Piage jugarían en el Majors y habría vendedores de color en los grandes almacenes Smith, Welton y Rices; cuando los negros podrían comer en todos los restaurantes y no tendrían que sentarse en la trasera del autobús; cuando sus hijos pudieran asistir a los colegios de los blancos y vivieran en los barrios de estos. Allá por el año 1925 costaba trabajo dar crédito a los sueños de Ben.

Me acuerdo de la última vez que vi a Ben.

Se inclinó sobre mi cama, me dio un golpecito en el hombro, se llevó el índice a los labios y me dijo en un susurro, para no despertar a nuestros padres:

—Me marcho, Abe.

Yo estaba medio dormido y primero no entendí. Pensaba que iba a dar un paseo en avión.

—¿Adonde vas?

—Tienes que guardarlo en secreto.

—Claro.

—Me marcho a España.

—¿A España?

—Sí, voy a luchar. Volaré por los republicanos.

Creo que me puse a llorar. Ben se sentó en el borde de la cama y me abrazó.

—Recuerda unas cuantas cosas que te enseñé y que acaso te ayuden a seguir adelante. Pero en lo demás, papá tiene razón. No abandones tu afición a escribir.

—No quiero que te vayas, Ben.

—Tengo que irme, Abe. Tengo que hacer algo por mejorar esa maldita situación.

Es raro, ¿verdad? Cuando supe que Ben había muerto, no pude llorar. Quería llorar, y no pude hacerlo. Las lágrimas vinieron mucho después, cuando decidí escribir un libro sobre mi hermano Ben.

Acepté la beca para la Universidad de Carolina del Norte pensando en su Escuela de Periodismo, y en Thomas Wolfe y los demás escritores que había allí. Realicé con ello dos de mis ambiciones: escribir y jugar al béisbol. Chapel Hill tenía el campus más precioso que uno pudiera imaginar.

Yo era el único jugador judío del equipo de los noveles, y diré que siempre había alguien tratando de dispararme un pelotazo contra un oído, o de partirme en dos con el bate.

El entrenador era un racista que no pudo subir más arriba de la segunda división y que incluso mascaba el tabaco como un negrero. No me apreciaba. Nunca hizo ningún comentario ansisemita en mis propias barbas, pero con su manera de llamarme “Abie” bastaba y sobraba. Yo era el centro de todas las bromas del vestuario y tenía que escuchar las crueles observaciones de los demás, que fingían hacerlas en voz baja, como para que no las oyera.

Fui el mejor lanzador del campeonato de la costa meridional, y cuando todos vieron que sabía desenvolverme en el campo y fuera de él, gracias a lo que me había enseñado Ben, empecé a abrirme paso. Hasta el canalla del entrenador comprendió que valía más tratarme amablemente, porque sin mí aquel puñado de novatos estaría en el final de la clasificación.

El equipo pugnaba por superarse. Yo daba la impresión de que había de ser un blanco fácil; pero no lo era. En Norfolk, había jugado unos excelentes partidos de entrenamiento con antiguos profesionales, y, diablos, aquellos estudiantes no eran más que un puñado de novatos, disparando continuamente contra las vallas. Cuando no lograban dar con mis pelotas suaves, graznaban de desencanto. Apenas les vi dar un par de golpes; solía llevarles por donde quería.

Sea como fuere, mi cabeza llegó a constituir el blanco más preciado de la liga. En los cuatro partidos primeros los derroté a todos con mis paradas, y los lanzadores contrarios me dieron a mí seis veces. Afortunadamente, recibí todos los golpes en las piernas y las costillas. Pero ninguno logró hacerme retirar de la base. Me figuro que ustedes se dirán que les provocaba a que me golpearan.

—Abie —me decía el viejo racista—, tú eres un buen lanzador con la derecha y un buen pegador con la izquierda. Cuando atacas la base, expones demasiado el brazo de lanzar. No quiero que seas un héroe, no ocupes la base. Te pagan para lanzar, no para pegar.

Diablo, yo sé que era un pegador especial para la línea de separación. Unos tiros simples muy fuertes, y algún doble ocasional, pero allí me quedaba. Un día, un izquierdazo fortísimo de Duke me dio de pleno encima del codo y me lo rompió.

Cuando me quitaron el yeso, ejercité el brazo hasta llorar de dolor. El mal no era permanente, pero no pude recobrar el dominio total. ¡Tantas y tantas pelotas como había disparado contra la puerta del garaje! ¡Tantos y tantos días de parar con Ben, se los había llevado el viento! El departamento atlético me informó muy amablemente que no podía seguir contando con la beca.

Papá quería que continuase en el colegio, pero a mí empezaba a invadirme la sospecha de que los profesores de un colegio no pueden enseñarle a escribir a uno. Y mucho menos unos profesores que no habían conocido a mi hermano Ben, ni nada de aquello sobre lo cual yo quería escribir. Además, mi carrera en el béisbol había terminado; aunque esto no significaba una pérdida muy grande.

Me marché después de mi primer año, y a fuerza de recorrer periódicos, fui contratado por el Virginia Pilot como redactor de aviación, a treinta dólares semanales. Por las noches escribía para revistas similares a Doc Savage y Dime Western, a penique por palabra, bajo el nombre de Horace Abraham.

Y he aquí que un día me cansé de las revistas y me puse a escribir mi novela, la que hablaba de Ben».