El autor de El holocausto era un escritor americano llamado Abraham Cady, antiguo periodista, antiguo aviador y jugador de fútbol.
A comienzos del siglo, el movimiento sionista se propagó, como un incendio en la selva, por la Sociedad Judía de Asentamiento de la Rusia zarista. Doblegada bajo la exclusión universal y por siglos y siglos de pogroms, la raza hebrea inició una gran marejada por abandonar Rusia, que encontró su norte en la resurrección del antiguo hogar nacional. El pueblecito judío de Prodno patrocinó a los dos hermanos Cadyzynski, Morris y Hyman, para que se fueran a Palestina como pioneros.
Trabajando por las marismas de Galilea superior, en la redención de tierras, Morris Cadyzynski fue presa de repetidos ataques de malaria y disentería, hasta que le llevaron al hospital de Jaff. Allí le aconsejaron que marchase de Palestina, pues era incapaz de adaptarse a las duras condiciones de vida imperantes. Su hermano mayor, Hyman, se quedó.
Por aquellos días era corriente que si una familia tenía un pariente en Estados Unidos, este pariente se encargase de sacar de la vieja patria a tantos familiares como le fuese posible y llevárselos allá. Tío Abraham Cadyzynski, de cuyo apellido sacó luego el suyo el autor del libro, tenía una pequeña ganadería judía en Church Street, en el ghetto de Norfolk (Virginia).
A Morris le abrevió el apellido, dejándolo en Cady, un funcionario impaciente que trataba de diferenciar el centenar de «skis» llegados en la misma expedición.
El tío Abraham tenía dos hijas, pero como a los maridos que más tarde encontraron no les interesó la panadería, a la muerte del viejo, el negocio pasó a Morris.
La comunidad judía era muy pequeña y estaba estrechamente unida; sus miembros formaban un apretado núcleo, incapaces de desprenderse de la mentalidad del ghetto. Morris conoció a Molly Segal, también una emigrante del movimiento sionista, y se casaron el año 1909.
Por deferencia a su padre, el rabino de Prodno, contrajeron enlace en la sinagoga. La fiesta que celebraron luego en el Workman’s Circle Hall siguió la tradición judía, con toneladas de comida, baile de la hora y el mazel tov hasta mitad de la noche.
Ninguno de los contrayentes era religioso de veras, pero jamás pudieron quebrar gran parte de los lazos con el viejo país, como conversar y leer en yiddish y someterse a una cocina exclusivamente kosher.
El primogénito, Ben, nació en 1912; dos años después, cuando Europa empezaba a ser invadida por el desastre, vino Sophie. Durante la Primera Guerra Mundial, los negocios prosperaron. Siendo Norfolk el punto más importante de embarque de tropas y suministros para Francia, el Gobierno concedió a la tahona de Morris un contrato para ampliar sus sobrecargadas instalaciones. La producción de la panadería se duplicó o triplicó, mas con ello perdió buena parte de su personalidad judía. Anteriormente elaboraban el pan y los pasteles según antiguas recetas familiares; ahora tenían que sujetarse a las especificaciones del Gobierno. Después de la guerra, la panadería de Morris recobró algo de su antiguo carácter. Morris era tan popular por todo Norfolk que empezó a servir a las droguerías, algunas de las cuales se hallaban en barrios completamente gentiles.
Abraham Cady nació en 1920. Aunque la familia se hallaba en próspera situación económica, le resultaba difícil marcharse de la casita de ladrillo con porche blanco de Holt Street, en la que habían nacido todos los hijos.
El sector judío comenzaba en la manzana cien de Church Street, hacia la iglesia de Santa María, y se prolongaba por espacio de siete manzanas hasta el punto en que, en la Booker T. Pharmacy, se iniciaba el ghetto negro. Las calles estaban flanqueadas de tiendecitas, reminiscencia de la vieja patria, y los niños recordarían toda la vida sus ruidos y sus aromas. Los dos periódicos Freiheit, de izquierdas, y Vorwarts, de Nueva York, de derechas, competían disputándose el aprecio del público mediante acaloradas discusiones en yiddish. Allí se gozaba del maravilloso olor a cuero del taller de zapatero remendón del primo Herschel y del aroma penetrante de la bodega del «tendero de escabeche», donde uno podía elegir entre sesenta clases distintas de escabeches, conservas y cebollas en salmuera, sacadas de unas viejas tinas salobres. Costaban un penique cada unidad, y dos centavos por cada una de más.
En el patio trasero, entre las carnicerías Finkelstein Prime y Fancy Kosher, los niños se paraban a mirar cómo el shochet [3] mataba los pollos a diez centavos cada uno para someterse a las prescripciones religiosas.
En los tenderetes de hortalizas, el regateo era interminable, y en Max Lipshitz’s Stupendous Clothing Mart, el mismo Max sacaba a la calle a sus posibles compradores, con la cinta alrededor del cuello, para tomar medidas. Un poco más abajo, la casa de empeños de Sol constituía un patético almacén de despojos, procedentes en su mayoría de los clientes negros.
Gran parte de lo que Morris Cady ganaba iba a parar a los familiares que tenía en su país de origen, o a Palestina. Aparte del «Essen» negro aparcado delante de la casa, poca cosa había que diera testimonio de su riqueza externa. Morris no jugaba a la Bolsa, de modo que cuando llegó la gran quiebra tuvo el dinero suficiente para adquirir un par de panaderías que se iban a pique, pagando un treinta por ciento de su verdadero valor.
A pesar de la sencillez de sus gustos, al final la opulencia dejó sentir sus efectos en ellos, y al cabo de un año de discutirlo, compraron una gran casa de diez habitaciones, con media hectárea de terreno en las calles de Gosnold y New Hampshire, mirando al estuario. Unas cuantas familias judías de comerciantes acomodados y médicos, se instalaron en Colonial Place, aunque más abajo de la línea entre Colley Street y la calle Treinta y Uno. De modo que los Cady se habían trasladado a una vecindad absolutamente gentil.
Claro está que no se tenía a los Cady como negros, pero tampoco como precisamente blancos. Ben y Abe eran «los chicos judíos», los hebes, los vids, los shinneys, los kikes… Esta situación cambiaba notablemente en el gran círculo de Pensilvania y Delaware, donde jugaban a la pelota cerca de la estación de bombeo. Ben Cady tenía unos puños bastante expeditivos; era peligroso atacarle o provocarle. Cuando Ben hubo establecido una base de convivencia con los muchachos de la vecindad, todos descubrieron las delicias que salían interminablemente del horno de la cocina de Molly.
Abe tuvo que pasar por ese mismo proceso en la J. E. B. Stuart Grammar School, llena de retoños de la vecina Turney Boys’ Home, la mayoría de los cuales eran chicos díscolos procedentes de hogares deshechos. Abe tuvo que defender cierto ignorado honor hasta que su hermano Ben le enseñó «todas las cochinas tretas judías» para librarse de agobios.
Los puños dieron paso a un tipo diferente de antisemitismo en la Blair Júnior High, pero cuando Abe llegó a la adolescencia, tenía un refrán hecho a medida para los aspectos desagradables de su cuna.
Fue Ben quien honró a los demás al convertirse en un atleta consumado, en la Maury High, golpeando pelotas de béisbol hasta mandarlas fuera de la vista, en primavera, y jugando diestramente al baloncesto, o rebajando la marca local de la milla en otoño o invierno.
Al cabo de un tiempo, los vecinos señalaban con cierto orgullo a la familia judía. Era una familia de buenos judíos, que sabían cuál era su puesto. Pero la sensación de notarse extraños al entrar en un hogar gentil no se disipó jamás del todo.
Lo que Abe Cady recordaba más de su padre era la devoción que tenía por la familia que había dejado en su país de origen; su incesante afán por sacarles a todos de Polonia. Morris trajo media docena de primos suyos a Estados Unidos y pagó el pasaje para Palestina a otra media docena. Pero por mucho que se esforzase, nunca logró inducir a su padre, el rabino de Prodno, ni a sus dos hermanos menores, a marcharse. Uno de estos dos era médico; el otro, un comerciante afortunado, y ambos se quedarían en Polonia hasta su trágico fin.
Sophie, la hija, era una muchacha sencilla. Se casó con un chico modesto que tenía una prometedora representación comercial en Baltimore, donde se había establecido la mayor parte de la familia Cadyzynski. Daba gusto viajar hacia Baltimore para reunirse con todos. No podían quejarse, América había sido buena con ellos. Los asuntos marchaban razonablemente bien y siempre estuvieron muy unidos, a pesar de las habituales pugnas y rencillas familiares.
Ben había de ser el causante de muchos disgustos y zozobras para Morris y Molly, los cuales estaban sobradamente orgullosos del hijo, como héroe atlético, que les había traído una gloria que no podían negar. En el colegio donde estudió, aclamaban todavía, cuando ya tenía su licenciatura, gritando: «¡Viva Ben! ¡Adelante Ben! ¡Ben! ¡Ben! ¡Ben!»
Ben Cady era un prototipo de la generación de los años treinta. Si veía a una persona de color, nunca dejaba de compadecerla. Sensible a los sufrimientos creados por la depresión, aborrecía la ignorancia imperante en el Sur y cada día se dejaba arrastrar más por las astutas voces fanáticas que prometían la liberación de las masas trabajadoras. Sus predicaciones le parecían lo más lógico y comprensible del mundo; las arengas de Earl Browders, Mother Boors y James Ford, que bajaban del Norte y osaban propagar sus evangelios en reuniones mixtas de blancos y negros, habidas en reducidas salas del sector negro.
—Escucha, pues, hijo —le decía Morris a Ben—; tú no quieres ser panadero, y yo no tengo nada que objetar. No quiero que mis hijos sean panaderos. Podemos contratar a un encargado y a unos tenedores de libros, a fin de que el negocio siga rindiendo. No quieras hacerme favores, y no seas panadero. Mira, Ben, son ya nueve colegios, y entre ellos la Universidad de Virginia Occidental, los que se ponen humildemente de rodillas suplicándote que aceptes una beca como atleta.
Ben Cady tenía los ojos negros, igual que las cejas y el cabello, y cuando su pasión no se desahogaba en los campos atléticos, salía a chorros de su ser de una manera que nadie podía dejar de advertir.
—Quiero rodar por ahí unos años, papá. Ya sabe, ver cómo es el mundo, nada más. Quizá me enrole en un barco.
—Lo que tú quieres es ser un vagabundo.
Abe apagó el programa radiofónico de Jack Benny, ya que empezaban a hablar en voz alta en el cuarto vecino, y se plantó en el umbral, desmañadamente. Parecía tener la mitad, nada más, de la corpulencia de Ben.
—Abe, vete y haz tus deberes.
—Estamos en julio, papá; no hay deberes.
—De modo que has venido para ponerte al lado de Ben y formar causa común contra mí.
Y en este punto, Morris Cady refirió, una vez más, la historia de su juventud en Polonia, su lucha en Palestina y su batallar constante por la familia. Todo ello conducía hacia su esposa, Molly, la mujer más buena que Dios hubiera creado nunca; y luego vinieron los hijos.
Respecto a Sophie, ¿de qué podía uno quejarse? Una buena muchacha, casada con un chico sencillo. Sólo llevaban tres años de casados y tenían dos hijos preciosos. ¡El gozo que le proporcionaban sus nietos! El marido, Jack, acaso fuera algo tarambana, pero sabía abastecer la casa y trataba a Sophie como si fuera oro fino.
¿Y Abe? Mira las notas que obtiene en el colegio. En toda la familia, nadie niega que Abe es un genio. Un día será un gran escritor judío americano.
—Ben —suplicaba ahora Morris, en un inglés salpicado de hebreo—, Ben, lleguemos a un acuerdo sobre este caso. Tú has salvado los estudios gracias a la fuerza bruta. No quieres ser panadero, me parece muy bien; pero cuentas con quince colegios, incluida la Universidad de Virginia Occidental, que solicitan humildemente tu presencia. Saca una licenciatura. ¿Es demasiado pedirte que te instruyas?
La cara de Ben traslucía disgusto.
—¿Qué crees que sentimos tu madre y yo cuando te vas a ese campo de aviación de los gentiles y haces aquellas locuras con un aeroplano? —continuó el padre—. ¡Ah, eso de escribir nombres en el cielo, con humo! ¿Para eso te criamos con tanto esfuerzo? Permite que te lo diga, Ben, pero tendrías que ver la expresión del rostro de tu madre mientras espera que se oigan tus pisadas en el porche. Tu madre está muriendo cada minuto que vuelas por los aires. Es alguien que merece cierta consideración. Mientras va preparando la comida me dice: «Morris, sé que Ben no probará un solo bocado de todo esto». Mírame, hijo, cuando te estoy hablando.
Abe y Ben, los dos, bajaban la cabeza y se estrujaban las manos.
—¿Qué te aflige, hijo?
Ben levantó la mirada pausadamente.
—La pobreza —contestó—, el fascismo, la desigualdad…
—¿Crees que no escuché ya esa cháchara comunista en Polonia? Tú eres judío, Ben, y al final, los comunistas te traicionarán. Sé de primera mano qué clase de carniceros hay en Rusia.
—Papá, no me pinches más.
—Seguiré haciéndolo mientras no estudies. Muy bien, hijo mío, está de moda que los jóvenes se vayan al barrio negro y bailen con chicas de color. Primero uno baila con ellas, y luego las trae a casa a presentarlas a mamá.
Morris levantó la mano, reclamando silencio, antes de que Ben pudiera replicar. Y continuó:
—Fíjate bien cómo está el asunto. Volar. Hacerte comunista; fraternizar con morenos. Ben, no tengo un solo hueso cargado de prejuicios en todo mi cuerpo. Soy un judío del viejo país. No creas que no sé cuánto sufren los negros. Al fin y al cabo, ¿quiénes son los pensadores más liberales y decentes para la gente de color? Los judíos. Pero si algo va mal, si los negros estallan, ¿contra quién crees que arremeterán? Contra nosotros.
—¿Ha terminado, papá?
—Oídos sordos —opinó el viejo—. Estoy predicando en el desierto.