CAPÍTULO XVIII

Adam cerró el libro y lo dejó sobre la mesa.

—Bien, ¿y tú crees que yo hice tal cosa, Terrence?

—Claro que no, doctor. Me siento como un canalla despreciable, al darle este disgusto. Dios sabe que no quisiera darle ninguno, pero esto se ha publicado, y cientos de miles, si no millones de personas, van a leerlo.

—Quizá estuviera yo tan seguro de nuestras relaciones que nunca sentí la necesidad de explicártelo todo. Supongo que me equivoqué.

Adam se encaminó hacia la librería del otro extremo de la habitación, abrió un cajón del fondo y sacó tres grandes cajas de cartón llenas de papeles, archivos, recortes de Prensa y cartas. Luego dijo:

—Creo que es hora de que te enteres de todo.

Adam empezó por el principio.

—Se me hace imposible explicar a una persona qué es exactamente un campo de concentración, e igualmente imposible que alguien comprenda cómo pudo existir realmente algo como aquello. Yo sigo viéndolo siempre de color gris. En cuatro años, nunca vimos un árbol, una flor, y tampoco recuerdo haber visto el sol. A veces sueño con aquel campo. Veo centenares de filas, y cada fila llena de rostros sin vida, ojos apagados, cabezas rapadas y uniformes de rayas. Y detrás de la última fila, las siluetas de los hornos crematorios; y sigo percibiendo el olor de carne humana. Nunca tuvimos alimentos ni medicinas suficientes. Desde mi clínica veía, día y noche, una hilera interminable de prisioneros arrastrándose hacia mí.

—Doctor, no sé qué decir, simplemente.

Adam volvió a narrar la conspiración contra él, el tormento de la prisión de Brixton, sin ver a su hijo Stephan durante los dos primeros años de la vida de este, la huida a Sarawak, las pesadillas, las borracheras, todo, todo sin excepción. Las lágrimas rodaban libremente por las mejillas de los tres, mientras el padre continuaba su relato monótono, hasta que la primera claridad gris del día se filtró en la habitación y se oyeron los primeros ruidos del despertar de la ciudad. Los mojados neumáticos chirriaban sobre el pavimento; la familia Kelno permanecía callada e inmóvil.

Terry meneó la cabeza.

—No lo entiendo. Sencillamente, no lo entiendo. ¿Por qué han de odiarle tanto los judíos?

—Eres un ingenuo, Terry. Antes de la guerra había varios millones de judíos en Polonia. Acabábamos de ganar nuestra propia liberación, al final de la Primera Guerra Mundial. Los judíos fueron siempre unos extranjeros en nuestro medio, siempre intentando derribarnos. Eran el alma del partido comunista y los auténticos culpables de haber entregado Polonia a Rusia. Desde el comienzo fue una lucha a vida o muerte.

—Pero ¿por qué?

Adam se encogió de hombros.

—En mi pueblo todos debíamos dinero al judío. ¿Sabes cómo era yo de pobre cuando llegué a Varsovia? Durante los dos primeros años me sirvió de cuarto una especie de despensa grande, y por cama tenía una yacija de harapos. Tenía que encerrarme en el cuarto de baño, para poder estudiar. Yo esperaba y esperaba, aguardando ser admitido en la Universidad, pero no había sitio porque los judíos mentían respecto a sí mismos para hallar el modo de sortear el sistema de cupos. Tú pensarás que ese sistema está mal, pero si no hubiera existido, ellos habrían comprado hasta el último asiento de las aulas. Tienen una astucia inconcebible. Los profesores y maestros judíos trataban de controlar todas las facetas de la vida universitaria. Ellos siempre van introduciéndose más y más. Yo me adherí al Movimiento Estudiantil Nacionalista con orgullo porque era una manera de combatirles. Después, siempre había un médico judío consiguiendo los primeros puestos. En fin, mi padre se dio a la bebida hasta que el licor le llevó a la sepultura, y mi madre se abrió paso hacia una muerte prematura a fuerza de trabajo, pagando las deudas al prestamista judío. Yo permanecí fiel, hasta el fin, al nacionalismo polaco, y por ello me han arrastrado a un infierno.

El muchacho miró a su mentor. Terry estaba avergonzado de sí mismo. Veía ante sus ojos la figura de Adam Kelno calmando tiernamente a un niño ulu y tranquilizando a la madre.

«¡Santo Dios, no es posible que el doctor Kelno usara la medicina con malos fines!».

El holocausto continuaba sobre la mesa. Era un grueso volumen; las letras del título y el nombre del autor, en color rojo, representaban unas llamas que lo devoraban todo.

—El autor es judío, no cabe duda —dijo Adam.

—Sí.

—Bien, no importa. Me han mencionado en otros libros escritos por judíos.

—Pero esto es diferente. Apenas ha salido a la calle y ya me han preguntado varias personas respecto a su contenido. Es cuestión de tiempo, nada más, el que algún periodista lo descubra. Habiendo sido elevado usted a la dignidad de caballero, será una historia que armará un escándalo espantoso.

Ángela apareció vistiendo un viejo albornoz.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Adam—. ¿Huir otra vez a la selva?

—No, quédese y luche. Impida la venta de ese libro y demuestre al mundo que el autor es un embustero.

—Tú eres joven y muy inocente, Terry.

—Usted y mi padre lo son todo para mí, doctor Kelno. ¿Pasó usted quince años en Sarawak sólo por el privilegio de arrastrar este baldón hasta su tumba?

—¿Tienes la más leve idea de lo que implica eso?

—Debo preguntarle, doctor, si hay algo de verdad en eso que dicen.

—¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a decir una cosa así? —intervino Ángela.

—Yo tampoco lo creo. ¿Puedo ayudarles a desmentirlo?

—¿Estás dispuesto y completamente decidido a soportar el escándalo y las calumnias de los embusteros profesionales que harán desfilar por las salas del juzgado? ¿Estás bien seguro de que, en nuestro caso, la actitud honorable no consiste en encerrarnos en un silencio digno? —exclamó Ángela.

Terrence sacudió la cabeza y salió de la habitación para contener las lágrimas.

Los compañeros de Terrence consumieron gran cantidad de cerveza y ginebra, cantaron canciones obscenas y discutieron con la ira justiciera reservada a los jóvenes, sobre muchos de los problemas candentes del universo.

Terry tenía una llave de la clínica del doctor Kelno, distante unas pocas manzanas de la casa, y al cabo de unas horas sus compañeros se libraron de sus frustraciones haciendo prácticas eróticas con varias damitas, sobre la mesa de reconocimiento y los catres para el personal de guardia, entre el olor de los antisépticos. Una incomodidad de poca monta.

Llegó la Navidad. Los pavos y los gansos desaparecían como por ensalmo, y cada invitado desenvolvió su regalo; todos bien elegidos y con un sentido humorístico. El doctor Kelno abrió cierto número de regalos de poco precio, pero que encerraban un valor sentimental, enviados por sus pacientes.

Todo ello tenía un aire decididamente navideño; los visitantes no podían descubrir la tensión secreta existente. Los invitados regresaron a Oxford con el espíritu abrumado por el gozo.

Terry y Adam se dijeron adiós con una reserva que jamás habían mostrado antes. El tren arrancó. Ángela pasó el brazo por el de su marido, mientras abandonaban la victoriana altanería arquitectónica de la estación de Paddington.

Pasó una semana, luego dos, y tres. El olvido del estudiante fue seguido por la negligencia y el mal genio de Adam Kelno.

Era el período más largo que habían estado sin comunicarse los dos.

Al médico le invadía el recuerdo de la piragua luchando por el Lemanak, corriente arriba, con Stephan en el timón y Terry en la proa, charlando con el barquero en la lengua de los iban. Recordaba el calor con que los ulus saludaban a los muchachos. Cuando Stephan tenía once años, en las vacaciones de verano, el bintang le regaló un traje indígena y le hizo miembro de la tribu, y bailaron con el jefe, luciendo plumas ceremoniales y un tatuaje pintado.

Los vivos ojos de Terry miraban por encima de la mascarilla quirúrgica cuando Adam operaba. Adam siempre le dirigía una mirada. Si él estaba presente, la operación le salía siempre mejor.

Los duros días de ejercer en las casas colectivas terminaban, y entonces se iban al río y se bañaban, o se sentaban debajo de una cascada. Y se dormían, muy juntos, sin temer jamás los ruidos de la selva.

Todo lo demás invadió también el pensamiento de Adam, día y noche, hasta que ya no pudo resistir más. Pero no se trataba sólo de Terrence. ¿Qué pasaría cuando se enterase Stephan, en Estados Unidos?

Sir Adam Kelno caminaba por la angosta Chancery Lane, esa arteria de la justicia británica flanqueada por la Law Society, en un costado, y Sweet and Maxwell, editores y vendedores de libros de jurisprudencia, en el otro. El escaparate de Ede and Ravonscort, Ltd., sastre de la profesión, exhibía su árida colección de negras académicas togas de abogado, que no habían cambiado de estilo desde que se tenía recuerdo, y se adornaba con la variedad de pelucas grises del jurisconsulto de los tribunales.

Sir Adam Kelno se detuvo ante el número 22 de Chancery Lane. Era un edificio estrecho, de cuatro plantas, uno de los pocos supervivientes de los grandes incendios de siglos atrás; una reliquia jacobea oscura y desagradable.

Kelno dirigió una mirada a la lista de vecinos. Los pisos segundo y tercero albergaban los bufetes de Hobbins, Newton y Smiddy. Entró y subió por las crujientes escaleras hasta desaparecer de la vista.