CAPÍTULO XVII

Podía esperarse que Adam Kelno, habiendo sido elevado a la dignidad de caballero, habría aprovechado la situación como trampolín para hacerse una clientela de lujo en el West End. Pero en vez de obrar así, abrió una pequeña clínica como médico del Seguro de Enfermedad en un barrio obrero del distrito de Southwark, cerca de Elephant and Castle, con sus casas de vecinos hechas de ladrillos, a orillas del Támesis, y donde la mayoría de sus pacientes eran empleados de almacén, estibadores y la mescolanza de inmigrantes que llegaban en riada de la India, así como negros de Jamaica y de las Indias Occidentales.

Era como si Adam Kelno no creyera terminada su reclusión en Sarawak y deseara continuar en el anónimo, viviendo en modesto retiro, junto a su clínica.

Ángela y su prima paseaban hasta fatigarse los pies por aquel rectángulo mágico limitado por las calles Oxford, Regent, Bond y Piccadilly, pobladas ahora por enjambres de miles y miles de compradores, en busca de regalos de Navidad en los descomunales bazares y las tiendecillas minúsculas.

Aunque hacía más de un año que había regresado a Inglaterra, Ángela soportaba mal el frío húmedo y penetrante de diciembre. Era inútil andar a la caza de un taxi. Ordenadas colas aguardaban con paciencia británica delante de los grandes almacenes, y en las paradas de los autobuses.

Ángela descendió al Metro. Este cruzaba por debajo del Támesis hasta Elephant and Castle; poco después, ella llegaba a casa abrumada por el peso de un montón de paquetes.

¡Oh, la maravilla del cansancio, el ambiente de Navidad, otra vez en Inglaterra…! ¡Todas aquellas tartas, y pasteles, salsas, canciones y luces

La señora Corkory, el ama de llaves, la libró de la carga.

—El doctor está en su estudio, señora.

—¿Ha llegado Terrence?

—No, señora. Telefoneó desde Oxford; dijo que pensaba tomar el último tren, y no estaría aquí hasta después de las siete.

Ángela asomó la cabeza por la puerta del estudio, donde Adam estaba en la actitud familiar de corregir unos larguísimos informes.

—Hola, cariño; he llegado ya.

—Hola, querida. ¿Has comprado todo Londres?

—Casi, casi. Luego te ayudaré con esos informes.

—Me parece que el papeleo del Seguro de Enfermedad es peor que el de la oficina colonial.

—Quizá deberías contratar una secretaria fija, y comprar un dictáfono. Podemos permitírnoslo, Adam.

El marido encogióse de hombros.

—No estoy habituado a tanto lujo.

Ángela repasó las cartas recibidas. Había tres solicitando conferencias. Una procedía de la Unión de Estudiantes de Medicina Africanos; otra era de Cambridge. En cada una, Adam había garabateado una nota indicando que se declinase la petición con las habituales frases de sentimiento.

Ángela no estaba de acuerdo con esa actitud. Era como si Adam tratase de rebajar su modesta pero legítima fama. Acaso estuviera harto de negros y de morenos. Entonces, ¿por qué escogió Southwark para ejercer su profesión, cuando la mitad de los polacos de Londres hubieran corrido tras un médico polaco, titulado caballero? En fin, Adam era así. A copia de años de matrimonio, Ángela había terminado por aceptar ese modo de ser, aunque la falta de ambición personal de su marido le disgustaba, pensando en el mismo Adam. Pero ella no era una esposa de esas que insisten continuamente.

—Bien, estamos preparados para la invasión desde Oxford —dijo Ángela—. De paso, querido, ¿ha dicho Terrence cuántos amigos traería?

—Probablemente el contingente habitual de australianos, malayos y chinos con nostalgia de su tierra. Seré el epítome de la galantería polaca.

Se dieron un beso ligero y Adam volvió a sumirse en su trabajo de papeleo. Al cabo de un rato dejó la pluma y dijo:

—Por Dios, tienes razón. Me buscaré una secretaria y un dictáfono.

Ángela respondió a una llamada del teléfono.

—Es míster Kelly. Dice que los dolores, a su esposa, le vienen regularmente cada nueve minutos.

Adam se levantó prestamente y se despojó de la chaqueta de andar por casa.

—Es el sexto que tiene, de modo que seguramente ha llegado la hora. Dile que la traiga a la clínica y llama a la matrona.

Era casi la medianoche cuando la señora Kelly dio a luz y quedó acomodada para pasar la noche en la clínica. Ángela se había adormecido en el saloncito. Adam la besó levemente, pero ella se despertó al momento y se fue a la cocina, a calentar agua para el té.

—¿Cómo ha ido todo?

—Ha sido un niño. Le llamarán Adam.

—¿No es bonito? Mira, este año tenemos cuatro pequeños Adam, y se llaman así en tu honor. En los años futuros, la gente se preguntará por qué a todos los habitantes varones de Southwark les llamaron Adam.

—¿Ha llegado Terrence?

—Sí.

—Hay mucho silencio, estando aquí cinco muchachos.

—Ha venido solo. Está arriba, en tu estudio, esperándote. Os serviré el té arriba.

Cuando se abrazaron, Terrence parecía algo serio.

—¿Dónde están tus amigos?

—Vendrán mañana. ¿Permite que le hable de una cosa, primero?

—Nunca servirás para político. Desde que naciste he sabido leer la expresión huraña que tienes ahora.

—Doctor —dijo Terrence, titubeando—. Mire, ya sabe cómo han ido las cosas entre usted y yo. Gracias a usted, creo que, de corazón, he sido médico desde que me alcanza la memoria. Y sé lo bueno que ha sido usted conmigo; la instrucción que me ha dado, y lo compenetrados que estamos.

—¿Qué pasa?

—Mi padre, doctor, se refirió alguna vez a que usted estuvo en la cárcel y en peligro de ser deportado, pero yo nunca me paré a reflexionar sobre ello. Nunca se me ocurrió…

—¿Qué?

—Jamás me habría entrado en la mente la idea de que usted hubiera podido hacer algo malo.

Ángela entró con una bandeja de té y sirvió las tazas en silencio. Terrence tenía la mirada fija en el suelo y se humedecía los labios, mientras Adam clavaba los ojos allá al frente, en la lejanía, con las manos oprimiendo fuertemente los brazos del sillón.

—Yo le he dicho que ya habías sufrido bastante —explicó la mujer—, y que no hurgase en cosas que queremos olvidar.

—Tiene derecho a saberlo todo, lo mismo que Stephan.

—No he sido yo el que ha hurgado. Ha sido otro. Este libro, El holocausto, de Abraham Cady. ¿Lo han oído nombrar?

—Es muy conocido en América. Yo no lo he leído —dijo Adam.

—Pues bien, esta maldita obra acaba de publicarse en Inglaterra. Me temo que debo enseñársela —dijo Terrence, y entregó el libro al doctor Kelno. Había una señal en la página 167.

«De todos los campos de concentración, ninguno más infame que el de Jadwiga. Allí fue donde un coronel médico de las SS, Adolph Voss, estableció un centro de experimentación a fin de descubrir métodos de esterilización en masa, utilizando conejillos de Indias humanos, y donde el coronel médico de las SS, Otto Flensberg, y su hermano, llevaban a cabo otros estudios no menos horrendos, sirviéndose de prisioneros. En el famoso Barracón V, dirigía una sala de operaciones secretas el doctor Kelno, quien realizó quince mil operaciones experimentales, o más, sin emplear anestésico».

Fuera, una docena de cantores de villancicos se arrimaron a la ventana, y mientras su aliento se transformaba en escarcha en el aire, cantaron: «Les deseamos una alegre Navidad, Les deseamos una Feliz Navidad y un Feliz Año Nuevo. Traemos buenas noticias para ti y tu familia.»

We wish you a Merry Christmas;

We wish you a Merry Christmas;

We wish you a Merry Christmas and a Happy New Year.

Good tidings we bring to you and your kin;

Good tidings for Christmas and a Happy New Year.