CAPÍTULO XV

Oxford, 1964.

Más allá de los límites del Gran Londres, Inglaterra y Gales se dividen en varias demarcaciones legales llamadas assize, y los jueces abandonan Londres numerosas veces al año para administrar justicia en las capitales de las assize.

El sistema de demarcaciones se fundó después de la invasión normanda, en el siglo XI, cuando los reyes iniciaron la costumbre de enviar sus jueces al campo.

Enrique II, primer gran legalista y reformador, formalizó el sistema de las assize en el siglo XII, y la sucesión de gobernantes que vino luego continuaron perfeccionándolo.

Tal sistema es posible porque Inglaterra acepta a Londres como sede del poder real, con un código de leyes para todo el país. En Estados Unidos, por ejemplo, hay cincuenta códigos distintos de leyes, y un hombre de Louisiana difícilmente querría ser juzgado por un magistrado de Utah.

Varias veces al año se visita los condados para resolver lo pendiente y dispensar justicia en nombre de la reina; en tales ocasiones, los jueces se ocupan de las cuestiones legales más importantes y difíciles.

Anthony Gilray, que había sido nombrado caballero y designado juez quince años antes, en la División del Tribunal de la Reina, llegó a Oxford para una sesión del tribunal.

Gilray traía una autorización en forma de carta de la reina, autentificada con el gran sello, y se dirigía a Oxford con su alguacil, secretaria, cocinero y criado. Era una ocasión que pedía pompa y boato. En su primer día en Oxford, Gilray y los otros dos magistrados colegas suyos asistieron a un servicio especial en la catedral, y entraron en el templo detrás del sheriff adjunto del condado, el capellán del primer sheriff, el primer sheriff en persona, con uniforme militar, los secretarios de los jueces con traje de protocolo, y luego los jueces con peluca larga y capa escarlata con ribetes de armiño.

Dentro del templo, rezaron pidiendo inspiración para la administración de la justicia.

En la sala del tribunal, continúa la ceremonia.

Todo el mundo se pone en pie y se inicia la sesión. El sheriff, el capellán y el sheriff adjunto están a la derecha de Gilray; el secretario, a su izquierda. Ante él está el tradicional sombrero tricornio, y el secretario, hombre de porte gallardo y distinguido, lee la comisión nombrando a los «amados y fieles consejeros, lord guardián de nuestro sello privado y lord juez supremo de Inglaterra, muy queridos primos consejeros, y muy nobles caballeros», con sus títulos completos, larguísimos.

El secretario saluda con una reverencia al juez, que se pone el tricornio en la cabeza por un momento y continúa la lectura, anunciando que todo el que tenga quejas podrá ser escuchado ahora.

—Dios salve a la reina —dice, y el tribunal entra en sesión.

En el fondo de la sala un joven estudiante de los primeros cursos de Medicina, Terrence Campbell, apoya afanoso el lápiz sobre el papel. El primer caso se refería a un proceso por mal ejercicio de la Medicina, y él pensaba utilizarlo para su memoria La Medicina y la Ley.

Fuera de la sala, el revuelo de espectadores, abogados, periodistas, jurados…, todos aumentando la animación de una apertura de tribunal.

En el otro lado de la calle, el doctor Mark Tesslar se detuvo un momento a contemplar la escena, una hilera de majestuosos automóviles antiguos y relucientes, que lucían banderolas. Eran propios de las ceremonias oficiales, y estaban parados delante del Palacio de Justicia.

En la actualidad, Tesslar era ciudadano británico y miembro permanente del Radcliffe Medical Research Center, de Oxford. Un extraño impulso le hizo cruzar la calle y entrar en la sala del tribunal. Durante un momento permaneció en el fondo, mientras Anthony Gilray indicaba con un movimiento de cabeza, a los abogados cubiertos con sus togas negras, que empezasen.

Tesslar observó la atenta fila de estudiantes, siempre presentes en tales casos; luego dio media vuelta y salió cojeando del edificio.