CAPÍTULO XIII

Stephan Kelno era lo más querido para su padre, al mismo tiempo que un niño superdotado. A los indígenas acaso nada les impresionase tanto como la presencia del pequeño en los viajes del doctor por el río.

Adam permanecía inmóvil en el muelle, lleno de pesar, mientras el ferry para Kuching se alejaba de allí, y Ángela y el hijo le hacían adiós con la mano hasta perderse de vista. Desde Kuching cogerían un vapor que los llevaría a Singapur, y luego a Australia, donde Stephan iniciaría su educación en un pensionado.

El miedo que sentía Adam de que a su hijo pudiera ocurrirle alguna desgracia era muy superior al normal en un padre. Por primera vez en muchos años, rezaba. Rezaba por la seguridad del niño.

«Será un gran médico —pensaba—. No cabe la menor duda».

Para llenar el terrible vacío, la relación con el joven Terrence se incrementó. Desde muy temprana edad, Terry utilizaba ya el léxico médico y ayudaba en cuestiones de cirugía menor. No se podía dudar de que podía ser un médico extraordinario. Y Adam se señaló la meta de convertir esta posibilidad en un hecho real, Ian Campbell dio su consentimiento entusiasta, aunque dudando de que un muchacho de la selva pudiera competir con el mundo exterior.

Ausente Stephan, Adam dirigió su enorme energía hacia una serie de programas nuevos. Pidió al bintang y los otros turahs de la tribu que enviaran a Fort Bobang un adolescente, chico o chica de cada una de las casas colectivas. Esto requirió una gran labor de proselitismo entre los mayores, los cuales, habiendo vivido siempre en comunidad, no querían ceder ningún trabajador. Al final, Adam pudo convencerles de que, con un entrenamiento especial, aquellos muchachos les darían más rendimiento.

Empezó con quince muchachos, que construyeron una casa colectiva en miniatura. Los primeros programas fueron muy sencillos: aprender la hora, prestar primeros auxilios, y programas de saneamiento para cada casa colectiva. A dos de los muchachos del primer grupo los envió a la escuela de aprendizaje Batu Lintang, en Kuching, para una enseñanza más avanzada.

Al cabo del año, Ángela enseñaba a los chicos y chicas a leer y escribir, así como unas nociones de enfermería. Hasta Clifton-Meek se dejó entusiasmar por aquella empresa, y abrió un campo de experimentación a poca distancia del complejo. Al final del tercer año se obtuvo un triunfo importante, cuando uno de los muchachos regresó de la escuela Batu Lintang con aptitudes para manejar una emisora de radio. Por primera vez en sus millares de años de existencia, los ulus estaban en situación de hablar y escuchar al mundo exterior. Durante la estación monzónica, la radio pasó a ser un regalo de Dios, para diagnosticar y tratar una variedad de enfermedades.

Terrence Campbell se reveló como la perla escondida del vasto programa. Su enorme facilidad por comunicarse con los chavales ulus dio paso a realizaciones que dejaron pasmados a todos los residentes británicos. Por su parte, devoraba los libros de texto, más y más avanzados, a medida que iban llegando. Adam estaba más decidido que nunca a ponerle en condiciones de ingresar en un colegio inglés selecto. Parte de este celo quizá viniera del darse cuenta de que su propio hijo jamás escogería la carrera médica. Así estaban pues las cosas: Kelno, el mentor y el ídolo, y Terry, el estudiante resuelto y brillante.

La vacunación en masa de los súbditos del bintang redujo plagas seculares. Las casas estaban más limpias, los campos rendían más y había algo de tiempo para vivir con un poco menos de fatiga. Al poco tiempo, otros cabecillas y turahs solicitaron del doctor Adam permiso para enviar muchachos a Fort Bobang; y así el centro creció hasta albergar a cuarenta estudiantes.

Las reuniones para el presupuesto, en Kuching, eran invariablemente un regateo furioso; pero, por lo general, MacAlister terminaba dando a Kelno lo que este pedía. No era un secreto que el sultán de Brunei quería al doctor Adam para médico personal suyo y le ofrecía un hospital nuevo, ricamente dotado. Al cabo de dos años, Kelno tuvo un helicóptero, multiplicándose por ciento su capacidad de movimientos. Los ibanes compusieron una canción sobre el pájaro sin alas y el médico que bajaba del cielo.

Todo esto no era sino un grano de arena. Adam sabía que dados los recursos con que contaba, y el dinero que podía movilizar, iba a cambiar muy pocas cosas realmente, pero cada paso adelante que daban renovaba en él la decisión de continuar.

Los años pasaban y el trabajo proseguía. Pero la gran ilusión en la vida de Adam era el retorno de Stephan para las vacaciones de verano. A nadie le sorprendía que el muchacho progresara aceleradamente en sus clases. Aunque estaba a gusto en Australia, Fort Bobang era su hogar, donde podía satisfacer su sed de conocimientos médicos y hacer aquellos maravillosos viajes por el Lemanak, en compañía de su padre.

Y entonces Adam recibió una noticia que le afligió más de lo que creyera posible. MacAlister se jubilaba y se trasladaba a Inglaterra. Entre ambos nunca hubo verdadera intimidad ni un afecto particular, y ahora Adam se preguntaba por qué le angustiaba tanto aquella partida.

Los Kelno fueron a Kuching, donde tuvo lugar un banquete de despedida en honor de MacAlister y de sir Edgar, el gobernador, que se iba a Inglaterra para asistir a la coronación de la nueva reina. También sir Edgar se quedaría en la metrópoli, y a Sarawak vendría un gobernador nuevo.

Hasta en un rincón tan apartado como aquel, los ingleses sabían hacer las cosas con pompa y boato. En el salón de baile había un gran despliegue de blancos uniformes coloniales, con las pinceladas encarnadas de fajines y medallas.

Hubo una infinidad de brindis, llenos de sentimiento verdadero o simulado. Las cosas cambiaban rápidamente en aquellos días. El sol se estaba poniendo en un imperio en el que se había creído que no se pondría jamás. Un imperio que, en Asia, África y América se deshacía como un castillo de naipes. Los malayos de Sarawak habían recogido la cadencia del viento de libertad.

Cuando la velada estaba en su apogeo, Adam se volvió hacia su esposa y le cogió una mano.

—Tengo una sorpresa para ti —le dijo—. Mañana por la mañana salimos para Singapur; de allí nos iremos en avión a Australia, a visitar a Stephan, y quizá nos tomemos unas cortas vacaciones en Nueva Zelanda.

La larga noche de Adam Kelno iba llegando a su fin.