La emisora de la policía advirtió a Kuching que el tiempo era inseguro para los vuelos, por lo cual MacAlister fue a Fort Bobang en bote. Amarró en el embarcadero principal, entre una pequeña selva de piraguas, en la que chinos, malayos, murutes e ibanes chapurreaban una multitud de lenguas en furioso intercambio. A lo largo de la orilla, unas mujeres golpeaban la ropa para lavarla, y otras sacaban agua, transportándola en cubos que colgaban de una especie de yugos.
MacAlister saltó a la orilla y subió por el muelle, dejando atrás el gran almacén, donde su olfato quedó herido por el olor de las láminas de caucho recién prensado, de pimienta y sacos de estiércol de murciélago recogido en las cuevas por los industriosos chinos, que lo vendían como fertilizante.
El viejo funcionario colonial avanzaba muy tieso por el camino de tierra; pasó por delante de las tiendas de los chinos, y las chozas con tejado de bardas de los malayos, para internarse en el sector británico, refunfuñando a través de su gran mostacho, al mismo tiempo que acortaba el paso para que el criado que sostenía la sombrilla pudiera seguir corriendo a su lado y protegiéndole la cabeza del sol. Sus calcetines, hasta la rotula, se encontraban con los pantalones cortos —también hasta la rodilla— de color caqui, y el bastón iba hiriendo el suelo al compás del paso vivo de su dueño.
Adam apartó la vista del tablero de ajedrez y se levantó para saludar al recién llegado. MacAlister estudió la situación de las piezas y luego fijó la vista en el contrincante de Adam, el pequeño Stephan, de siete años de edad, que le estaba dando una paliza a su padre. Cuando el chico hubo estrechado la mano de MacAlister, su padre le hizo salir de la estancia.
—El crío juega de veras —dijo MacAlister.
Adam apenas pudo disimular el orgullo que le inspiraba su hijo, el cual, a tan temprana edad, leía y hablaba inglés, polaco y algo de chino y malayo.
Al cabo de un rato se acomodaron en la terraza protegida con tela metálica, contemplando el inalterable panorama verde que ofrecían los ríos, siempre caudalosos, de Borneo. Llegaron los vasos de licor, y pronto invadieron el ambiente los sonidos y aromas del atardecer, trayendo consigo el bendito alivio del calor. Abajo, en el prado, Stephan jugaba con Terrence Campbell.
—A su salud.
—Bien, doctor MacAlister, ¿qué motivo le trae? —preguntó Adam, con su brusquedad habitual.
MacAlister soltó una carcajada distraída.
—Vaya, Kelno, parece que ha tenido usted un éxito tremendo en Kuching. Las amígdalas de la esposa del gobernador, la hernia del comisionado de Asuntos Indígenas, y no hablemos de los cálculos biliares de nuestros ciudadanos chinos más destacados.
Adam aguardó el final de aquel torrente de trivialidades.
—En fin, que cómo estoy en Bobang, ¿eh?
—Sí.
—Para no andarnos con rodeos, sir Edgar —dijo, refiriéndose al gobernador— y yo hemos proyectado un servicio médico nuevo y más completo para Sarawak. Queremos ascender los hombres nuevos a puestos importantes, en cuanto podamos enviar los viejos al retiro. Nos gustaría que usted se trasladase a Kuching y ocupara el puesto de cirujano jefe del hospital. Reconocerá usted que se está convirtiendo en una instalación francamente buena.
Adam bebía muy poco por aquellos días, e iba escuchando todo aquello con mucha calma.
—Por tradición —continuó MacAlister—, el cirujano jefe es, automáticamente, funcionario médico subjefe de Sarawak… Yo diría, Kelno, que lo que le estoy contando no le agrada demasiado.
—Me suena a un cargo muy político, y yo no sirvo mucho para el trabajo administrativo.
—No sea tan modesto. Usted fue cirujano director del hospital militar polaco de Tunbridge Wells.
—Nunca me habitué a llenar informes y hacer política.
—¿Qué me dice de Jadwiga? —Adam palideció un poco—. Nosotros no le estamos elevando por encima de una docena de hombres relegados a la oscuridad. Tampoco queremos sacar a la luz un pasado que usted quiere olvidar, pero allá estuvo al frente de centenares de miles de personas. Sir Edgar y yo creemos que usted es el hombre más indicado.
—Me ha costado cinco años el conquistarme la confianza de los ulus —replicó Adam—. Con el bintang, y sus turahs he logrado poner en marcha varios proyectos, y precisamente ahora estamos en situación de establecer resultados comparativos. Estoy completamente enzarzado en el problema de la desnutrición. Encontrarán ustedes algún cirujano en Kuching; a los ingleses nunca les faltarán administradores, y en cambio aquí, yo creo que con el tiempo mi trabajo puede dar frutos importantes. Mire usted, doctor MacAlister, en Jadwiga teníamos que depender por entero de lo que nos suministraban los alemanes para conservar las vidas. Aquí, por muy malo que sea el terreno y muy primitiva la sociedad, un hombre siempre puede mejorarse a sí mismo, y estamos llegando ya al momento en que podremos demostrarlo.
—Hum, comprendo. Supongo que ha tomado en cuenta el hecho de que su esposa tendría muchas más comodidades en Kuching. Podría acercarse a Singapur bastantes más veces al año.
—Debo confesarle con toda sinceridad que Ángela está tan interesada en mi trabajo como yo.
—¿Y el niño? ¿Su educación?
—Ángela le da clase todos los días. Estoy dispuesto a compararle con cualquier muchacho de Kuching que tenga su misma edad.
—Entonces, ¿está completamente decidido a rechazar la proposición?
—En efecto.
—¿Dejamos ya la escaramuza? —dijo MacAlister.
—Naturalmente.
—¿Hasta qué punto se debe su actitud al miedo de abandonar la selva? —Adam dejó el vaso y suspiró profundamente, mientras MacAlister dirigía la flecha al corazón mismo del problema—. Kuching no es el centro de Londres. Nadie irá a buscarle allí.
—Los judíos están por todas partes. Cada uno de ellos es un enemigo en potencia.
—¿Piensa pasar todo el resto de su vida encerrado en el interior de la selva?
—No deseo seguir hablando de eso —respondió Adam Kelno, en cuyo rostro iban apareciendo pequeñas gotitas de sudor.