CAPÍTULO X

Por lo general, Adam Kelno se mantenía apartado de la reducida, sofocante, monótona y sosa camarilla de funcionarios civiles ingleses de Fort Bobang.

La única amistad auténtica que cultivaba era la de Ian Campbell, escocés fornido, supervisor de una cooperativa de pequeñas plantaciones de árboles del caucho y, que tenía su cuartel general en Fort Bobang, para vigilar mejor la operación de almacenamiento y embarque. Campbell era un hombre sencillo, sin pretensiones, a pesar de estar bien versado en los clásicos y haberse alimentado de buena literatura durante largas, solitarias temporadas. Era un buen bebedor, jugaba al ajedrez, hablaba con palabras claras, no se andaba con remilgos al referirse a los coloniales blancos y conocía profundamente la selva y a los indígenas.

Estuvo casado con la hija de un francés, dueño de una plantación, y se había quedado viudo, con cuatro hijos pequeños, atendidos por un matrimonio chino. A él le atendía una muchacha eurasiana impresionante, que estaría cerca de los veinte años.

Campbell instruía personalmente a sus hijos, sometiéndolos a estudios superiores a sus edades, con el celo de un misionero bautista. La amistad con Kelno nació cuando los pequeños asistieron a las clases que daba Ángela a los niños de Fort Bobang.

El menor de los hijos de Campbell era Terrence; tenía un año más que Stephan Kelno, y entre los dos niños nació y creció una amistad que había de continuar mientras vivieron.

Tanto Stephan como Terrence se adaptaron notablemente a aquel lejano país, y ambos parecían capaces de superar las desventajas de hallarse tan apartados de la civilización. Eran como hermanos; pasaban juntos la mayor parte del tiempo y soñaban en voz alta en lugares situados allende el mar.

Y en los períodos en que Adam Kelno se sumía en una depresión tropical, era, invariablemente, Ian Campbell el llamado por Ángela para que rescatara a su marido.

Había llegado la estación de los monzones. Los ríos crecieron furiosamente, hasta no permitir el paso. Y con ello, la profecía de MacAlister se realizó. Aquel segundo año, Ángela sufrió un segundo aborto, con lo cual tuvieron que poner atención para que no quedara embarazada de nuevo.

Aturdido por el calor, embrutecido por la lluvia, encerrado siempre en Fort Bobang, Adam Kelno se puso a beber copiosamente. Sus noches se poblaban con una especie de locura, de sueños insistentes, repetidos, del campo de concentración. Y de la pesadilla que le acosaba desde la infancia y que tomaba siempre la forma de un animal grande, un oso, un gorila o un monstruo indefinible, que le perseguía, le acorralaba y luego le aplastaba. La espada o el arma que él llevaba, y sus propias fuerzas físicas, eran completamente inútiles para repeler el ataque. Luego el respirar se le hacía cada vez más difícil, con lo cual se despertaba a punto de morir asfixiado, sudando, con el corazón latiéndole al galope, jadeando y, en ocasiones, gritando de terror. Y el desfile de muertos del campo de concentración de Jadwiga, y la sangre de las operaciones, no se interrumpían ni un momento.

La implacable lluvia no manifestaba piedad alguna.

Al médico cada mañana le costaba más tiempo y esfuerzo el levantar la cabeza, de la almohada, después de los efectos de la bebida y las agitaciones de otra noche de terror.

Un lagarto pasó corriendo por el cuarto. Adam mordisqueaba distraídamente la comida. Se hallaba en su estado habitual para aquella hora del atardecer, con los ojos enrojecidos y una barba de seis días.

—Come, Adam, te lo ruego.

Él refunfuñó algo ininteligible.

Ángela despidió a los criados con un movimiento de cabeza. Stephan Kelno era todavía un chiquitín y ya conocía el olor del alcohol en el aliento de su padre. Cuando Adam le besó, al abandonar la mesa, él apartó la mejilla.

Adam entornó los párpados, para enfocar la vista. Ángela, la pobre Ángela, continuaba en su silla, pálida de aflicción. Su cabeza empezaba a surcarse de cabellos blancos. Se los había pintado su marido con un gran pincel de desdichas.

—Creo de veras que tendrías que afeitarte y bañarte, y hacer un esfuerzo para llegarte a casa de los Lambert, para dar la bienvenida a los nuevos misioneros —dijo ella.

—¡Señor Dios! ¡Misioneros! ¿Crees de verdad que Jesús viene a estos lugares? Jesús evita los parajes como este, y los campos de concentración, y las cárceles británicas… Jesús sabe la manera de no meterse en líos. Diles a los misioneros… que deseo que los cazadores de cabezas den con ellos.

—¡Adam!

—Ve a cantar tus himnos con Mercy Meek. ¡Qué amigo tenemos en Jeeeesús! Salve María, Madre de Dios. No me metas las narices por Sarawak.

Ángela se apartó de la mesa, enojada, y él añadió:

—Dame una copa, primero. Nada de sermones. Sólo una copa. Hasta la maldita ginebra británica vale para el caso. «¡No, no!», dice la abstemia y sufrida esposa, «lo único que no necesitas es otra copa».

—¡Adam!

—Tema de la próxima conferencia: «Mi marido no me ha hecho el amor en más de un mes. Mi marido es un impotente».

—Adam, escucha. Por ahí se habla de despedirte.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Clifton-Meek tuvo un gran placer espetándome la noticia —respondió Ángela—. Cuando lo supe, escribí a MacAlister, en Kuching. Están muy preocupados.

—¡Hurra! Estoy harto de caníbales y de ingleses.

—¿Adonde crees que podrás ir, después de esto?

—Mientras tenga estas dos —replicó él, plantándole las manos delante del rostro— encontraré un sitio.

—No están tan firmes como antes.

—¿Dónde está mi maldita copa?

—Muy bien, Adam, tanto da que oigas lo que falta. Si te echan de aquí…, si no te reformas, Stephan y yo no nos iremos contigo.

Él se quedó mirándola fijamente, y ella continuó:

—Hemos soportado todo esto en silencio y no nos hemos quejado de la vida en Sarawak. Lo único que no has podido poner nunca en duda, Adam, ha sido mi lealtad, y me quedaré aquí eternamente, si es necesario. Pero no seguiré viviendo con un borracho que se ha rendido por completo en la lucha por la existencia.

—Lo dices en serio, ¿verdad?

—Sí, en serio —dijo Ángela, y dando media vuelta se fue a casa de los Lambert.

Adam Kelno soltó un gruñido y apoyó la cara en las manos. Las cortinas de lluvia sumieron la casa en la oscuridad hasta que los sirvientes encendieron la oscilante luz de la lámpara. El médico continuó sentado, tratando de extraer algo de racionalidad de su confuso cerebro; luego se levantó, inseguro, y arrastró los pies hasta situarse ante un espejo.

—¡So canalla, estúpido! —increpóse a sí mismo.

Después entró en el cuarto del niño. Stephan le miraba desde la cama, medio dormido, con aprensión.

«¡Oh, Dios mío! —pensó—. ¿Qué hice? Es mi vida misma, ese niño».

Cuando Ángela regresó, le encontró dormido en un sillón del cuarto de Stephan, con el niño dormido también en su regazo. Un libro de cuentos, destrozado de tanto releerlo, se había caído al suelo. Ángela sonrió. Adam se había afeitado y lavado. Al beso de la mujer, él se despertó y, callada, suavemente, puso al niño en la cama y le cubrió con el mosquitero. Luego rodeó a su esposa con el brazo y la acompañó hacia el dormitorio.

Ian Campbell regresó de una prolongada estancia en Singapur, y en verdad que su presencia aquí era tremendamente necesaria. Ian Campbell se dedicó en cuerpo y alma a su amigo, para sacarle de la ciénaga del alcohol en que le había atascado la estación monzónica. El despertar se produjo a copia de largas partidas de ajedrez, con los pequeños andando a gatas por el suelo. Adam acabó por darse cuenta de que, al fin y al cabo, Campbell había triunfado del medio ambiente a pesar de estar viudo y con cuatro hijos. Esta revelación le dio el temple que necesitaba.

—La situación nunca es tan desesperada, Adam, como para que uno dirija a un hijo suyo por el camino de la embriaguez, o les conduzca a todos a una vida de negruras. Después de todo, no fueron ellos los que eligieron esta residencia.

Adam Kelno se decía que había contraído una deuda enorme con Ian Campbell. La manera de pagarla se la proporcionó el joven Terrence. Los curiosos ojos castaños del pequeño se asomaban con gran frecuencia por encima del alféizar de la ventana del dispensario, y su boquita se abría de admiración.

—Entra, Terry. No te quedes ahí como un simio.

El niño se internaba muy contento en la habitación y se pasaba horas enteras viendo cómo el doctor Adam, el mago del doctor Adam, sanaba a la gente. Para recompensarle, el doctor Adam solía pedirle que le trajese algo, o que le ayudara en algún pequeño menester. Y el niño soñaba en ser médico.

Cuando el doctor Adam estaba de buen humor, Terry, que adivinaba todos sus humores, le hacía una serie interminable de preguntas sobre medicina. Adam hubiera deseado, muy a menudo, que se las hubiese dirigido su propio hijo, Stephan. Pero Stephan estaba fuera, construyendo algo con un martillo y clavos…, una balsa, una casita en la copa de un árbol.

«Dios actúa de extrañas maneras», pensaba Adam, aceptando la realidad…, sin aceptarla del todo.

Una cosa resultaba evidente, y era que si a Terrence Campbell se le daba media oportunidad, nada más, sería médico.