CAPÍTULO IX

Lo cerrado y reducido del sector británico de Fort Bobang imponía una amistad entre personas que en otras circunstancias se habrían pasado la vida evitándose recíprocamente. Ángela se mostraba singularmente adaptable al estrecho círculo social. Adam, no.

Sentía un desafecto particular por L. Clifton-Meek, comisionado de agricultura de la Segunda División. Clifton-Meek tenía la oficina contigua a la clínica, y entre las casas de ambos no había más que la del comisionado general Jack Lambert.

El Imperio era un fondeadero que salvaba de la oscuridad a los mediocres. Lionel Clifton-Meek constituía un prototipo de aquel dependiente de zapatería, del expendedor de billetes de ferrocarril, del humilde ayudante de sastrería que habían logrado ascender hasta lograr un puesto en las extensas posesiones de Su Majestad. Era en verdad un agujerito pequeño el que había podido agenciarse, pero cuando lo tuvo fue suyo y de nadie más. Clifton-Meek ponía un cuidado esmerado, lo mismo en asumir responsabilidades que en tomar decisiones, o en tolerar intrusiones del exterior. Se cubría con una pantalla de trabajo burocrático a fin de dar la impresión de que era un hombre importante. En aquel puesto seguro podía dejar que transcurriera el tiempo, terminando por fin con una bonita pensión por sus leales servicios a la Corona.

Si L. Clifton-Meek personificaba un peldaño bajo de la jerarquía de los funcionarios civiles, su avejentada esposa Mercy, con el cuello de pavo que lucía, retrataba mejor aún aquello que más odiaban las personas de raza negra y amarilla situadas bajo su gobierno.

En Inglaterra, los Clifton-Meek hubieran vivido una vida gris en una casa de ladrillo confundida entre otras iguales de una ciudad gris; o en Londres, en un apartamento sin ascensor ni agua caliente, donde la única posibilidad de la mujer para aumentar los ingresos de su marido hubiera sido la de contratarse como sirvienta.

Pero el Imperio favorecía mucho a los pequeños de Inglaterra. En Sarawak, estos eran gente de talla. En la Segunda División no había otro comisionado de agricultura. Clifton-Meek tenía mucho que decir acerca de los campos de arroz y las plantaciones de caucho, y se pasaba buena parte del tiempo fastidiando a la Sarawak Orient Company con la interminable cadena de reglamentos. Clifton-Meek era un hueso atascado en la garganta del progreso.

Mercy Meek tenía a sus órdenes un par de criaditos malayos que dormían en la terraza y corrían tras ella con una sombrilla para proteger del sol su cutis lechoso y cubierto de pecas. Además, Mercy Meek tenía un cocinero auténticamente chino. Un esnobismo ridículo había movido a los Clifton-Meek a introducir el guioncito en su apellido, como un nuevo gesto, dándose importancia. Y como remate final, Mercy trataba de traer el Dios de los episcopalianos a aquellos brezales. Los domingos, el recinto vibraba con sus interpretaciones al órgano, metiendo a teclazo limpio el temor de Jesús en aquella gente, entre un coro de oraciones murmuradas con muy poca atención.

El comisionado Lambert pertenecía a otra especie. Lo mismo que el superior jerárquico de Adam, MacAlister, Lambert era un veterano de aquellas latitudes, un buen administrador que escuchaba sosegadamente las quejas de los jefes indígenas, hacía muy poco caso de ellas y cuidaba de que todo el mundo estuviera bien abastecido de banderas inglesas y retratos del rey en sus casas colectivas. Lo esencial es que Lambert y Kelno se dejaban en paz recíprocamente.

Pero había de llegar el momento en que L. Clifton-Meek se creyera fastidiado con demasiada frecuencia por aquel funcionario médico extranjero. Entonces hizo un informe, indignado.

Antes de dejar que el informe siguiera su curso, Lambert juzgó conveniente convocar una reunión de las partes interesadas. La entrevista empezó en la sofocante y destartalada oficina de Lambert, bajo el fatigado ventilador del techo, que contribuía muy poco a mejorar el ambiente. La pálida y aguzada faz de L. Clifton-Meek temblequeaba al observar los libros de normas del Gobierno, mientras su dueño hojeaba el voluminoso informe.

Lambert se secaba el húmedo rostro.

«Extraño lugar para sudar», se dijo el doctor Adam.

—Parece, doctor Kelno, que nos hallamos ante cierto malentendido. Preferiría que no pasara de esta mesa, si podemos llegar a un acuerdo —dijo Lambert.

Clifton-Meek arqueó la espalda, mientras Adam le miraba con ojos llameantes de desprecio.

—¿Se ha impuesto usted de la queja de Clifton-Meek?

—La he leído esta mañana.

—No se trata en realidad de una cosa grave.

—Yo la considero muy grave —dijo Clifton-Meek, con una voz que temblaba nerviosamente.

—Quiero decir —apaciguó Lambert— que aquí no hay nada, amigos, que no podamos sortear un poco, y luego, simplemente, superarlo.

—Eso depende del doctor Kelno.

—Echemos un vistazo a esto —dijo Lambert—. Primero, está el asunto de los campos de bolondrones propuestos para los ulus del Lamanak inferior.

—¿Qué hay con los campos de bolondrones? —preguntó Adam.

—Según esto, parece que usted recomendó la plantación de los campos de bolondrones, o sea, de quingombos, en las quince casas colectivas bajo el mando del jefe bintang, y que compró semillas y vainas para ese propósito.

—Soy culpable de la acusación —respondió Adam.

L. Clifton-Meek sonrió forzadamente y batió un redoble con los dedos sobre la mesa de Lambert.

—El quingombo es un arbusto malváceo, una planta cultivada que cae, claramente, bajo la jurisdicción del comisionado de agricultura. No tiene nada que ver con la salud ni la medicina —pontificó en tono burocrático.

—¿Qué cree usted? El quingombo, como refuerzo de su dieta actual, ¿sería bueno o malo para su salud? —preguntó Adam.

—No me dejaré coger en sus juegos de palabras, doctor. El empleo del campo entra claramente en mi departamento, señor, claramente. Lo dice aquí, en la página 702 de las ordenanzas.

Y leyó la larga disposición, mientras Jack Lambert reprimía una sonrisa. Clifton-Meek cerró de momento el libro, lleno de cintas que señalaban páginas.

—Señor mío —agregó—, yo estoy realizando una supervisión para la Sarawak Orient Company con vistas al empleo adecuado del campo en la Segunda División, atendiendo a la posibilidad de establecer plantaciones de caucho.

—En primer lugar —replicó Adam—, los ulus no pueden comer caucho. En segundo lugar, no veo cómo puede llevar usted a cabo la inspección, si no ha recorrido ni una sola vez el río Lemanak.

—Tengo mapas y otros métodos.

—Entonces, ¿usted recomienda que no se planten campos de bolondrones? —preguntó Adam.

—Lionel —intercaló Lambert—, ¿qué propone usted, concretamente?

—Yo sólo digo —replicó el otro, levantando la voz— que el libro define claramente los deberes de los respectivos cargos. Si el oficial médico se mete por aquí y por allá, tomando las cosas en sus manos, se producirá el caos.

—Permítaseme decir, sencillamente, que si usted hiciera un viaje Lemanak abajo, como le he propuesto en numerosas ocasiones, el sentido común le haría ver que no hay tierras disponibles para plantaciones de caucho. Y vería, en cambio, que existe una desnutrición general, debida a la insuficiencia de terrenos de cultivo. En cuanto al resto de su ridículo informe, sólo un asno protestaría de que yo comprase carabaos y recomendase nuevos métodos de pesca.

—Las ordenanzas establecen claramente que el comisionado agrícola es el único juez en estas materias —gritó Clifton-Meek, hinchándosele las venas del cuello y con las rosadas mejillas de color carmesí.

—Señores, señores —interpuso Lambert—, los tres somos funcionarios de la Corona…

—El delito que según parece cometí —dijo Adam Kelno— es el de tratar de mejorar la vida de mis pacientes y cuidar de que vivan más tiempo. ¿Por qué no coge su informe, Clifton-Meek, y se lo lleva a un lugar excusado?

Clifton-Meek se puso en pie de un salto.

—Pido que se envíe ese informe a la capital, míster Lambert. Es una pena que tengamos que soportar a ciertos elementos extranjeros, que no comprenden qué representa una administración ordenada. Buenos días, señor.

Un silencio de disgusto siguió a la marcha de Clifton-Meek.

—No importa, no lo diga —dijo Lambert, llenando un vaso de agua de la botella.

—Haré una colección de augurios indígenas, tabúes, dioses, espíritus, rituales y ordenanzas y normas del Foreign Office de Su Majestad, y la titularé Manual para idiotas. Los Meek heredarán el Imperio.

—Por alguna extraña razón, hemos logrado ir saliendo del atolladero durante cerca de cuatro siglos —comentó Lambert.

—Allá abajo, en el río, pescan con lanzas, cazan con cerbatanas y aran sus campos con un palo. Y cuando les mete uno una idea en las duras cabezas, siempre hay un Lionel Clifton-Meek que la entierra bajo un montón de papeles.

—Bien, bien. Kelno, usted sólo lleva un tiempo aquí. Debería saber que las cosas avanzan despacio. De nada sirve todo ese empujar, y tirar, y esforzarse. Por lo demás, la mayoría de los ibanes son gentes simpáticas, en cuanto uno asimila la idea de que tienen su manera propia de hacer las cosas.

—Son salvajes, unos condenados salvajes —dijo el médico.

—¿Cree de veras que son salvajes?

—Pues, ¿qué otra cosa se puede pensar?

—Es raro que lo diga usted, Kelno.

—Y usted, ¿qué quiere decir, Lambert?

—Aquí no escarbamos en el pasado de un hombre, pero usted estuvo prisionero en el campo de concentración de Jadwiga. Quiero decir que habiendo visto y sufrido todo lo que hizo en Polonia un pueblo supuestamente civilizado, resulta bastante difícil definir quiénes son realmente los salvajes en este mundo.