—¡Adam! ¡Adam! —gritó Ángela.
Kelno cruzó corriendo la terraza y abrió la puerta de tela metálica en el mismo instante en que llegaba Abun, el criado de la casa. Ángela se había echado sobre Stephan para protegerle de la cobra, que, enrollada junto a la cama, sacaba la lengua y mecía la cabeza en la danza de la muerte.
Abun detuvo a Adam Kelno con un ademán y desenfundó su parang con gesto pausado. Sus pies, descalzos, se deslizaron silenciosamente por la estera.
¡Hiss! Un deslumbrante arco de acero; la serpiente quedó decapitada. La cabeza saltó por el aire, y el cuerpo se derrumbó, después de un estremecimiento corto y violento.
—¡No la toquen! ¡No la toquen! ¡Aún está llena de veneno!
Ángela se permitió, al fin, lanzar unos alaridos; luego se desahogó con unos sollozos histéricos. El pequeño Stephan se pegaba a su madre, y Terence lloraba, mientras Adam tomaba asiento en el borde de la cama y trataba de calmarlos. Después apartó los ojos con aire culpable. Las piernas del niño continuaban llenas de señales a causa de las ampollas que le salían en la piel.
Sí, Sarawak, en la punta norte de Borneo, era lo más lejos que uno podía huir, lo más recóndito para esconderse.
Unos días después de haber salido de la cárcel de Brixton, y en un estado de miedo frenético, la familia Kelno adquirió en secreto unos pasajes para Singapur, y desde allí, un vaporcito medio desmantelado y sin recorrido fijo, los llevó a través del mar de la China meridional hasta el fin del mundo, hasta Sarawak.
Fort Bobang, un clásico agujero infernal, se levantaba en un delta formado por el río Batang Lampur. En las orillas había un centenar de chozas con tejado de ramas y tierra sobre unos soportes de madera dura clavados en la misma margen del río. Un poco más tierra adentro, el poblado se componía de un par de calles fangosas, llenas de tiendas propiedad de chinos; de almacenes para la exportación de goma y sagú, y un muelle lo bastante grande para albergar el ferry que enlazaba con la capital en Kuching, y los largos botes que recorrían los ríos interminables.
El sector británico consistía en un grupo disperso de edificios mal enjalbegados, descoloridos y desconchados, que chamuscaba el sol y azotaba la lluvia. En el sector había un comisario, un cuartelillo de policía, unos cuantos funcionarios civiles caídos en desgracia, una clínica y una escuela elemental. Pocos meses antes del incidente de la cobra, Adam Kelno tuvo una entrevista con el doctor MacAlister, médico jefe de Sarawak. Las credenciales de Kelno estaban en regla. Era un médico y cirujano experto, y a los hombres que deseaban ir a un lugar como aquel, no se les hacía demasiadas preguntas sobre su pasado.
MacAlister acompañó a los Kelno a Fort Bobang. Dos ayudantes de enfermero, uno malayo y otro chino, saludaron al nuevo médico sin mucho entusiasmo y le acompañaron por la destartalada clínica.
—No es exactamente el West End de Londres —comentó MacAlister, con cortedad.
—He trabajado en sitios peores —respondió, secamente Adam.
Sus expertos ojos iban captando el escaso inventario de drogas y equipo.
—¿Qué le sucedió al último que estuvo aquí?
—Se suicidó. Por aquí ocurre mucho, ya sabe.
—Pues no se haga esa idea acerca de mí. He tenido ocasión anteriormente, pero no pertenezco a esa clase.
Después de la inspección, Adam ordenó que se procediera a un fregado y una limpieza completos del edificio; luego se retiró a sus cuarteles, en el extremo opuesto del sector.
Ángela se sentía desilusionada, pero no se quejó.
—Un retoque aquí y allá, y todo quedará precioso —dijo, menos convencida que nadie.
Desde la terraza, protegida con telas metálicas, se veía el río y los muelles, y el panorama se extendía hasta las colinas que se levantaban detrás de la población. Todo aparecía cubierto de palmeras bajas y con un color verde intenso. Cuando les trajeron las bebidas, los sones y los olores del crepúsculo se impusieron, y un bendito frescor desplazó al calor húmedo y sofocante del día. Mientras Adam miraba al exterior, las primeras gotas salpicaron el suelo, preludio del torrente que había de seguir. El habitual fallo del generador del complejo hacía que las luces se encendieran y apagaran repetidamente. Y luego llegó la lluvia en serio, hiriendo el suelo y rebotando con unos golpes como de martinete de fragua.
—A nuestra salud —brindó MacAlister.
Sus ojos, marchitados por el tiempo, estudiaban al nuevo colaborador. El viejo Mac los había visto llegar y marcharse en procesión continua. Eran la escoria del mundo, pero también había aquellos que venían henchidos con la falsa esperanza de mejorar a la humanidad. Había olvidado mucho tiempo antes el celo misionero que en un principio le animó a él mismo y que se desvaneció a causa de su propia mediocridad y por la burocracia, y finalmente, se extinguió en la cálida y húmeda selva, entre aquellos salvajes de la orilla del río.
—Los dos muchachos que están a sus órdenes son muy buenos, le ayudarán a desenvolverse por aquí. Ahora que Sarawak ha pasado a ser una colonia de la Corona, podremos gastar algo más en medicina, y podremos adecentar algo aquí y allá.
Adam fijó la mirada en sus propias manos, las cruzó y se quedó meditabundo. ¡Hacía tanto tiempo que no sostenían los instrumentos de cirujano!
—Ya le diré lo que necesite y los cambios que proyecte —replicó bruscamente.
«Vaya, es de los que no tienen pelos en la lengua —pensó MacAlister—. Bien, poco a poco irá perdiendo agresividad».
Había presenciado cómo cada uno de los que vinieron se volvían retraídos, cínicos y crueles apenas transcurrido un mes, en cuanto se dieron cuenta de la increíble situación.
—Acepte un pequeño consejo de un viejo trabajador de Borneo. No trate de cambiar nada por aquí. La gente de la orilla del río echará a perder todo lo que intente. Hace sólo un par de generaciones eran cazadores de cabezas y caníbales. No se meta en líos, que la vida ya es bastante dura por estas latitudes. Goce de las pocas comodidades que tendrá. Al fin y al cabo, se ha traído una mujer y un hijo.
—Gracias —respondió Adam, sin guardarle, en realidad, el menor agradecimiento.
¡Cochino Sarawak! Escondido de la humanidad en un rincón de Borneo, lo poblaba un conglomerado de malayos, todos ellos musulmanes; había un puñado de kayanos de las tribus de Land Dayaks, y de ibanes, que eran los Sea Dayaks. Y, por supuesto, estaban los omnipresentes chinos, los tenderos del Oriente.
Su historia moderna empezó hacía poco más de un siglo, cuando el comercio por el mar de China, entre la colonia británica de Singapur y el sultanato de Brunei, en Borneo, se intensificó hasta el punto de que Sarawak se convirtió en un blanco preferido de los piratas.
Además de tener que soportar las incursiones continuas de los bandidos, el sultán de Brunei se veía atormentado por constantes sublevaciones en el interior de su propio reino. La ley y el orden llegaron con la persona de James Brooke, espadachín y soldado de fortuna británico. Brooke acabó con las rebeliones y cuidó de que los piratas levantaran el campo. Como recompensa, el generoso sultán le cedió la provincia de Sarawak, y James Brooke pasó a ser el primero de los legendarios rajas blancos.
Brooke gobernaba su dominio como un autócrata benévolo. Era un pequeño Estado con sólo unas pocas millas de carreteras sin asfalto ni grava. Sus arterias principales las constituían los ríos que descendían de las espesas selvas y se encaminaban hacia los deltas del mar de China meridional. Era un terreno alfombrado de follaje tropical, inundado por más de cinco mil milímetros de lluvia al año y habitado, en mutua compañía, por ratas, serpientes, murciélagos y jabalíes. Los indígenas se veían asediados y diezmados por la lepra, la elefantiasis, las tenias, el cólera, la viruela y la hidropesía.
El sino de Sarawak era la opresión. Disponía de una cantidad de terreno cultivable lamentablemente exigua, y las mezquinas cosechas que le arrancaban se hallaban a merced de los constantes ataques de piratas y otros enemigos, o se las llevaban los impuestos.
Los nativos hacían la guerra unos a otros. Entraban en batalla luciendo vistosos trajes adornados de plumas, y luego la cabeza del vencido colgaba como un adorno en casa del vencedor. Y si no le mataban, le vendían en los mercados de esclavos.
A lo largo de cierto período de tiempo, James Brooke y su sobrino, que le sucedió como raja, establecieron un tipo mejor o peor de orden, de modo que para sobrevivir uno sólo tenía que ocuparse de la tarea de luchar contra el medio ambiente.
El tercero y último raja blanco, sir Charles Vyner Brooke, puso la rúbrica final a los ciento cinco años de reinado de su familia, después de la Segunda Guerra Mundial. Durante esta, los japoneses ocuparon Sarawak debido a sus campos petrolíferos de Miri, y cuando terminó la contienda, sir Charles cedió el Estado a la Corona británica, y Sarawak, Brunei y Borneo septentrional se convirtieron en colonias de Gran Bretaña.
Sir Edgar Bates, primer gobernador de Sarawak, tomaría las riendas de un Estado que había aumentado hasta ciento treinta mil kilómetros cuadrados y albergaba a medio millón de habitantes, la mayoría ibanes, o sea, deyaques, los antiguos cazadores de cabezas de origen incierto. Algunos dicen que fueron mogoles marineros.
Sir Edgar, perteneciente a la jerarquía superior media de los funcionarios civiles, hacía cuanto podía por instruir a la gente y ponerla en situación de gobernarse por sí misma, en el futuro. Pero todo aquello que se descuidó durante la época de los rajas blancos, se había cobrado su tributo. La nueva compañía Sarawak-Orient exploraba en busca de petróleo y minerales, y probaba de explotar la selva interminable. Sin embargo, el progreso adelantaba a paso de caracol y se atascaba en un cenagal de antiguos tabúes paganos.
Adam Kelno, llegado allá por 1949, era el decimotercer médico de Sarawak. Había cinco hospitales. He ahí todo el servicio médico para medio millón de personas.
Le destinaron a Fort Bobang, Segunda División de Sarawak, en territorio de los ibanes, los tatuados cazadores de cabezas de Borneo.